Los miserables (Labaila tr.)/IV.2.6
El señor Fauchelevent, rentista, era guardia nacional; no había podido escaparse de las apretadas redes del censo de 1831. El empadronamiento municipal llegó en aquella época hasta el convento del Pequeño Picpus, de donde Ultimo Fauchelevent había salido intachable a los ojos del alcalde, y por consiguiente digno de hacer guardias.
Jean Valjean se ponía el uniforme y entraba de guardia tres o cuatro veces al año, y lo hacía con gusto, porque el uniforme era para él un correcto disfraz que lo mezclaba con todo el mundo. Acababa de cumplir sesenta años, edad de la exención legal, pero no aparentaba más de cincuenta; no tenía estado civil; ocultaba su nombre, ocultaba su edad, ocultaba su identidad, lo ocultaba todo; y como hemos dicho, era un guardia nacional de buena voluntad. Toda su ambición era asemejarse a cualquiera que pagase sus contribuciones. El ideal de este hombre era, en lo interior, el ángel, y en lo exterior, el burgués.
Cuando salía con Cosette, se vestía como ya lo hemos visto antes y parecía un militar retirado. Cuando salía solo, comúnmente por la noche, usaba siempre una chaqueta y un pantalón de obrero y una gorra que le ocultaba el rostro. ¿Era precaución o humildad? Ambas cosas a la vez.
Cosette estaba acostumbrada ya al aspecto enigmático de su destino, y apenas notaba las rarezas de su padre. En cuanto a Santos, veneraba a Jean Valjean y hallaba bueno todo lo que hacía.
Ninguno de los tres entraban o salían más que por la puerta trasera que daba a la calle de Babilonia; de modo que, de no verlos por la verja del jardín, era difícil adivinar que vivían en la calle Plumet. Esta verja estaba siempre cerrada, y Jean Valjean dejó el jardín sin cultivar para que no llamara la atención. Tal vez se equivocó.
Este jardín, abandonado a sí mismo por más de medio siglo, se había transformado en algo extraordinario y encantador. Los que pasaban frente a esa antigua verja cerrada con candado, se detenían a contemplar aquella verde espesura.
Había un banco de piedra en un rincón y dos o tres estatuas enmohecidas. La naturaleza había invadido todo; las zarzas subían por los troncos de los árboles cuyas ramas bajaban hasta el suelo; ramillas, troncos, hojas, sarmientos, espinas, todo se entremezclaba en este apogeo de la maleza, y hacía que en un pequeño jardín parisiense reinara la majestad de un bosque virgen.
En este entorno, Jean Valjean y Cosette vivían felices. Jean Valjean arregló la casa para Cosette, que vivía allí con Santos, con todas las comodidades, y él se instaló en la habitación del portero, que estaba situada aparte, en el patio trasero.