Los miserables (Labaila tr.)/III.5.1
La vida empezó a ser muy dura para Marius. Comerse la ropa y el reloj no era nada. Comió también esa cosa horrible que se compone de días sin pan, noches sin sueño, tardes sin luz, chimenea sin fuego, semanas sin trabajo, porvenir sin esperanza, la levita rota en los codos, el sombrero viejo que hace reír a las jóvenes, la puerta que se encuentra cerrada de noche porque no se paga el alquiler, la insolencia del portero y del almacenero, la burla de los vecinos, las humillaciones, la aceptación de cualquier clase de trabajo; los disgustos, la amargura, el abatimiento. Marius aprendió a comer todo eso, y supo que a veces era lo único que tenía para comer.
En esos momentos de la existencia en que el hombre tiene necesidad de orgullo porque tiene necesidad de amor, sintió que se burlaban de él porque andaba mal vestido, y se sintió ridículo porque era pobre. A la edad en que la juventud inflama el corazón, con imperial altivez, bajó más de una vez los ojos a sus botas agujereadas, y conoció la injusta vergüenza, el punzante pudor de la miseria. Prueba admirable y terrible, de la que los débiles salen infames, de la que los fuertes salen sublimes. La vida, el sufrimiento, la soledad, el abandono, la pobreza, son campos de batalla que tienen sus propios héroes; héroes obscuros, a veces más grandes que los héroes ilustres.
Así se crean firmes y excepcionales naturalezas. La miseria, casi siempre madrastra, es a veces madre. La indigencia da a luz la fortaleza de alma; el desamparo alimenta la dignidad; la desgracia es la mejor leche para los generosos.
Hubo una época en la vida de Marius en que barría su miserable cuarto, en que compraba dos cuartos de queso, en que esperaba que cayera la oscuridad del crepúsculo para entrar en la panadería y comprar un pan que llevaba furtivamente a su buhardilla como si lo hubiera robado. A veces se veía deslizarse en la carnicería de la esquina, entre parlanchinas cocineras, a un joven de aspecto tímido y enojado, con unos libros bajo el brazo, que al entrar se quitaba el sombrero, dejando ver el sudor que coma de su frente; hacía un profundo saludo a la carnicera sorprendida, otro al criado de la carnicería, pedía una chuleta de carnero, la pagaba, la envolvía en un papel, la ponía debajo del brazo entre dos libros, y se iba. Era Marius. Con la chuleta, que cocía él mismo, vivía tres días. El primer día comía la carne, el segundo bebía el caldo, y el tercero roía el hueso. En varias ocasiones la tía Gillenormand le envió las sesenta pistolas. Marius se las devolvía siempre, diciendo que nada necesitaba.
Llegó un día en que no tuvo traje que ponerse. Courfeyrac, a quien había hecho algunos favores, le dio uno viejo. Marius lo hizo virar por treinta francos y le quedó como nuevo. Pero era verde, y Marius desde entonces no salió sino después de caer la noche, cuando el traje parecía negro. Quería vestirse siempre de luto por su padre, y se vestía con las sombras de la noche.
En medio de todo esto se recibió de abogado; dio parte a su abuelo en una carta fría, pero llena de sumisión y de respeto. El señor Gillenormand cogió la carta temblando, la leyó, y la tiró hecha cuatro pedazos al cesto. Dos o tres días después, la señorita Gillenormand oyó a su padre, que estaba solo en su cuarto, hablar en voz alta, lo que le sucedía siempre que estaba muy agitado; oyó que el anciano decía:
- Si no fueses un imbécil, sabrías que no se puede ser a un tiempo barón y abogado.