Los miserables (Labaila tr.)/IV.5.2
Marius salió desolado de casa del señor Gillenormand. Había entrado en ella con poca esperanza y salía con inmensa desesperación. Se paseó por las calles, recurso de todos los que padecen. A las dos de la mañana entró en casa de Courfeyrac, y se echó vestido en su colchón. Había salido ya el sol cuando se durmió con ese horrible sueño pesado que deja ir y venir las ideas en el cerebro.
Cuando se despertó, vio a Courfeyrac, Enjolras, Feuilly y Combeferre de pie, con el sombrero puesto, preparados para salir y muy agitados.
Courfeyrac le dijo:
- ¿Vienes al entierro del general Lamarque?
Le pareció que Courfeyrac hablaba en chino. Salió de casa algunos momentos después que ellos, se echó al bolsillo las dos pistolas que le diera Javert. Sería difícil decir qué oscuro pensamiento tenía en su cabeza al llevarlas. Todo el día estuvo vagando sin saber por dónde iba; llovía a intervalos, pero no lo notaba; parece que se bañó en el Sena, sin tener conciencia de lo que hacía. Ya no esperaba nada, ni temía nada. Sólo esperaba la noche con impaciencia febril; no tenía más que una idea clara: que a las nueve vería a Cosette. A ratos le parecía oír en las calles de París ruidos extraños, y saliendo de su meditación decía: ¿Habrá una revuelta?
Al caer la noche, a las nueve en punto, como había prometido a Cosette, estaba en la calle Plumet. Sintió una profunda alegría. Abrió la verja y se precipitó en el jardín.
Cosette no estaba en el sitio en que lo esperaba siempre.
Alzó la vista y vio que los postigos de la ventana estaban cerrados. Dio la vuelta al jardín y vio que estaba desierto. Entonces volvió a la casa, y, perdido de amor, loco, asustado, exasperado de dolor y de inquietud, llamó a la ventana.
- ¡Cosette! -gritó-. ¡Cosette!
Pero no le respondieron. Todo había concluido. No había nadie en el jardín, nadie en la casa. Cosette se había marchado; no le quedaba más que morir. De repente oyó una voz que parecía salir de la calle, y que gritaba por entre los árboles:
- ¡Señor Marius!
- ¿Quién es? -dijo.
- Señor Marius, ¿estáis ahí?
- Sí.
- Señor Marius -prosiguió la voz-, vuestros amigos os esperan en la barricada de la calle Chanvrerie.
Esta voz no le era enteramente desconocida. Se parecía a la voz ronca y ruda de Eponina. Marius corrió a la verja y vio una silueta, que le pareció la de un joven, desaparecer corriendo en la oscuridad.