Los miserables (Labaila tr.)/III.4.3
En pocos días se hizo Marius amigo de Courfeyrac. La juventud es la estación de las soldaduras rápidas y de las cicatrices leves. Marius, al lado de Courfeyrac, respiraba libremente, cosa que era bastante nueva para él. Courfeyrac no le hizo ninguna pregunta, ni pensó siquiera en hacerla. A esa edad, las fisonomías lo dicen todo en seguida y la palabra es inútil. Hay jóvenes que tienen rostros abiertos. Se miran y se conocen.
Sin embargo, una mañana Courfeyrac le hizo bruscamente esta pregunta:
- A propósito, ¿tenéis opinión política?
- ¡Vaya! -dijo Marius, casi ofendido de la pregunta.
- ¿Qué sois?
- Demócrata bonapartista.
- Matiz gris de ratón confiado -dijo Courfeyrac.
Al día siguiente, Courfeyrac llevó a Marius al Café Musain y le dijo al oído sonriéndose:
- Es preciso que os dé vuestra entrada a la revolución.
Lo condujo a la sala de los amigos del ABC, y lo presentó a los demás compañeros, diciendo sólo estas palabras, que Marius no comprendió:
- Un discípulo.
Marius había caído en un avispero de talentos, pero, aunque silencioso y grave, no era su inteligencia la menos ágil, ni la menos dotada.
Hasta entonces solitario y aficionado al monólogo y al aparte, por costumbre y por gusto, se quedó como asustado ante esa bandada de pájaros. El vaivén tumultuoso de aquellos ingenios libres y laboriosos confundía sus ideas.
Oía hablar de filosofía, de literatura, de arte, de historia y de religión, de una manera inaudita. Vislumbraba aspectos extraños, y como no los ponía en perspectiva, no estaba seguro de no ver el caos. Al abandonar las opiniones de su abuelo por las de su padre, creyó adquirir ideas claras; pero ahora sospechaba con inquietud que no las tenía. El prisma por el cual lo veía todo empezaba de nuevo a desplazarse.
Parecía que para aquellos jóvenes no había "cosas sagradas". Marius escuchaba, sobre todo, un idioma nuevo y singular, molesto para su alma, aún muy tímida. Ninguno de ellos decía nunca "el emperador", todos hablaban de Bonaparte. Marius estaba asombrado.
El choque entre mentalidades jóvenes ofrece la particularidad admirable de que no se puede nunca prever la chispa, ni adivinar el relámpago. ¿Qué va a brotar en un momento dado? Nadie lo sabe. La carcajada parte de la ternura; la seriedad sale de un momento de burla. Los impulsos provienen de la primera palabra que se oye. La vena de cada uno es soberana. Un chiste basta para abrir la puerta de lo inesperado. Estas conversaciones son entretenimientos de bruscos cambios, en que la perspectiva varía súbitamente. La casualidad es el maquinista de estas discusiones.
Así, una idea importante, que surgió caprichosamente de entre un juego de palabras, atravesó esta conversación en que se tiroteaban confusamente Grantaire, Bahorel, Prouvaire, Laigle, Combeferre y Courfeyrac. En medio de la gritería Laigle gritó algo que terminó por esta fecha: 18 de junio de 1815, Waterloo. Al oírla, Marius; sentado a una mesa, principió a mirar fijamente al auditorio.
- Pardiez -exclamó Courfeyrac-, esa cifra 18 es extraña, y me conmueve. Es la cifra fatal de Bonaparte, y la de Luis y la de brumario. Ahí tenéis todo el destino del hombre, con esa particularidad de que el fin le pisa los talones al comienzo.
Enjolras, que hasta entonces había permanecido, mudo, dijo:
- Quieres decir, la expiación al crimen.
Esta palabra, crimen, pasaba el límite de lo que Marius podía aceptar, ya bastante emocionado con la alusión a Waterloo. Se levantó y fue lentamente hacia el mapa de Francia que había en la pared, en cuya parte inferior se veía una isla en un cuadrito separado, y puso el dedo en este recuadro, diciendo:
- Córcega; isla pequeña que ha hecho grande a Francia.
Estas palabras fueron como un soplo de aire helado. Se notaba que algo estaba por comenzar. Enjolras, cuyos ojos azules parecían contemplar el vacío, respondió sin mirar a Marius:
- Francia no necesita ninguna Córcega para ser grande. Francia es grande porque es Francia.
Marius no experimentó deseo alguno de retroceder. Se volvió hacia Enjolras y dejó oír en su voz una vibración que provenía del estremecimiento de su corazón:
- No permita Dios que yo pretenda disminuir a Francia. Pero no la disminuye el unirla a Napoleón. Hablemos de esto. Yo soy nuevo entre vosotros, pero os confieso que no me asustáis. Hablemos del emperador. Os oigo decir Bonaparte, como los realistas; os advierto que mi abuelo va más lejos, dice Bonaparte. Os creía jóvenes. ¿En qué ponéis vuestro entusiasmo? ¿Qué hacéis? ¿Qué admiráis si no admiráis al emperador? ¿Qué más necesitáis? Si no consideráis grande a éste, ¿qué grandes hombres queréis? Napoleón lo tenía todo. Era un ser completo. Su cerebro era el cubo de las facultades humanas. Hacía la historia y la escribía. De pronto, Europa se asustaba y escuchaba; los ejércitos se ponían en marcha; había gritos, trompetas, temblor de tronos; oscilaban las fronteras de los reinos en el mapa; se oía el ruido de una espada sobrehumana que salía de la vaina; se le veía elevarse sobre el horizonte con una llama en la mano, y el resplandor en los ojos, desplegando en medio del rayo sus dos alas, es decir, el gran ejército y la guardia veterana. ¡Era el arcángel de la guerra!
Todos callaban. Marius, casi sin tomar aliento, continuó con entusiasmo creciente:
- Seamos justos, amigos. ¡Qué brillante destino de un pueblo ser el imperio de semejante emperador, cuando el pueblo es Francia, y asocia su genio al genio del gran hombre! Aparecer y reinar, marchar y triunfar, tener por etapas todas las capitales, hacer reyes de los granaderos, decretar caídas de dinastías, transfigurar a Europa a paso de carga; vencer, dominar, fulminar, ser en medio de Europa un pueblo dorado a fuerza de gloria; tocar a través de la historia una marcha de titanes; conquistar el mundo dos veces, por conquista y por deslumbramiento, esto es sublime. ¿Qué hay más grande?
- Ser libre -dijo Combeferre.
Marius bajó la cabeza; esta sola palabra, sencilla y fría, atravesó como una hoja de acero su épica efusión, y sintió que ésta se desvanecía en él. Cuando levantó la vista, Combeferre no estaba allí; satisfecho, probablemente, de su réplica, había partido y todos, excepto Enjolras, le habían seguido. La sala estaba vacía.
Marius se preparaba para traducir en silogismos dirigidos a Enjolras lo que quedaba dentro de él, cuando se escuchó la voz de Combeferre que cantaba al alejarse:
Pero tuviera yo que abandonar el amor de mi madre,
Le diría yo al gran Cesar- toma tu cetro y tu carro,
Amo más a mi madre, amo más a mi madre.
- Ciudadano -dijo Enjolras, poniendo una mano en el hombro de Marius-, mi madre es la República.