Los miserables (Labaila tr.)/III.8.1

Los Miserables
Tercera parte: "Marius"
Libro octavo: "El mal pobre"
Capítulo I: Hallazgo​
 de Víctor Hugo

Pasó el verano y después el otoño; y llegó el invierno. Ni el señor Blanco ni la joven habían vuelto a poner los pies en el Luxemburgo. Marius no tenía más que un pensamiento, volver a ver aquel dulce y adorable rostro, y lo buscaba sin cesar y en todas partes; pero no hallaba nada. No era ya el soñador entusiasta, el hombre resuelto, ardiente y firme, el arriesgado provocador del destino, el cerebro que engendra porvenir sobre porvenir con la imaginación llena de planes, de proyectos, de altivez, de ideas y de voluntad. Era un perro perdido. Había caído en una negra tristeza; todo había concluido para él.

El trabajo le repugnaba, el paseo lo cansaba, la soledad lo fastidiaba; la Naturaleza se presentaba ahora vacía ante sus ojos. Le parecía que todo había desaparecido.

Un día de aquel invierno, Marius acababa de salir de su pieza en casa Gorbeau y caminaba lentamente por la calle, pensativo y con la cabeza baja.

De repente sintió un empujón en la bruma; se volvió, y vio dos jóvenes cubiertas de harapos -una alta y delgada, la otra más pequeña-, que pasaban rápidamente frente a él, sofocadas, asustadas, y como huyendo. No lo vieron y lo rozaron al pasar.

Marius distinguió en el crepúsculo sus caras lívidas, sus cabezas despeinadas, sus vestidos rotos y sus pies descalzos. Sin dejar de correr, iban hablando.

La mayor decía en voz baja:

- ¡Llegaron los sabuesos, pero no pudieron pescarme!

La otra respondió:

- ¡Los vi y disparé a rajar!

Marius comprendió, a través de su jerga, que los policías habían tratado de prender a las muchachas, y ellas se habían escapado.

Se escondieron un rato entre los árboles y luego desaparecieron.

Marius iba ya a continuar su camino, cuando vio en el suelo a sus pies un paquetito gris, y lo recogió.

- Se les habrá caído a esas pobres muchachas -dijo.

Volvió atrás, pero no las encontró; creyó que estarían ya lejos; se metió el paquete en el bolsillo y se fue a comer.

Por la noche, cuando se desnudaba para acostarse, encontró en su bolsillo el paquete. Ya se había olvidado de él. Creyó que sería útil abrirlo, porque tal vez contuviera las señas de las jóvenes o de quien lo hubiera perdido.

El sobre contenía cuatro cartas, sin cerrar. Todas exhalaban un olor repugnante a tabaco.

La primera estaba dirigida a: "Señora marquesa de Grucheray, plaza enfrente de la Cámara de Diputados".

Marius se dijo que encontraría probablemente las indicaciones que buscaba en ella, y que además, no estando cerrada la carta, era probable que pudiese ser leída sin inconveniente.

Estaba concebida en estos términos:

"Señora marquesa:
La birtud de la clemencia y de la piedad es la que une más estrechamente la soziedad. Dad salida a buestros cristianos sentimientos, y dirigid una mirada de compación a este desgraciado español víctima de la lealtad y fidelidad a la causa sagrada de la legitimidad, que no duda que buestra honorable persona le concederá un socorro. Os saluda humildemente Alvarez, capitán español de caballería, realista refugiado en Francia, que está de biaje acia su patria, y carece de recursos para continuar su biaje".

No había señas del remitente.

La segunda carta, dirigida a la señora condesa de Montverdet, estaba firmada por la señora Balizard, madre de seis hijos.

Marius pasó a la tercera carta, que era, como las anteriores, una petición, y estaba firmada por Genflot, literato.

Marius abrió por fin la cuarta carta, dirigida al señor bienhechor de la iglesia de Saint jacques. Contenía las siguientes líneas:

"Hombre bienhechor:
Si os dignáis acompañar a mi hija, conozeréis una calamidad mizerable, y os enseñaré mis certificados. Espero buestra bisita o buestro socorro, si os dignáis darlo, y os ruego recibáis los saludos respetuosos de buestro muy humilde y muy obediente serbidor, Fabontou, artista dramático".

Después de haber leído estas cuatro cartas, no se quedó Marius mucho más enterado que antes.

En primer lugar, ningún firmante ponía las señas de su casa.

Además, parecía que provenían de cuatro individuos diferentes, pero tenían la particularidad de estar escritas por la misma mano, en el mismo papel grueso y amarillento, tenían el mismo olor a tabaco, y aunque en ellas se había tratado evidentemente de variar el estilo, las faltas de ortografía se repetían con increíble desenfado.

Marius las volvió al sobre, las tiró a un rincón, y se acostó.

A las siete de la mañana del día siguiente, acababa de levantarse y desayunarse a iba a ponerse a trabajar, cuando llamaron suavemente a la puerta.

Como no poseía nada, nunca quitaba la llave.

- Adelante -dijo.

Se abrió la puerta.

- Perdón, caballero...

Era una voz sorda, cascada, ahogada, áspera; una voz de viejo enronquecida por el aguardiente.

Marius se volvió con presteza, y vio a una joven.

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