Los miserables (Labaila tr.)/IV.7.7
¿Cuánto tiempo pasó así? El farolero vino, como siempre, a encender el farol que estaba colocado precisamente enfrente de la puerta número 7, y se fue.
Escuchó violentas descargas; era probablemente el ataque de la barricada de la calle de la Chanvrerie, rechazado por Marius.
El continuó su tenebroso diálogo consigo mismo.
De súbito levantó los ojos; alguien andaba por la calle; oía los pasos muy cerca; miró a la luz del farol, y por el lado de la calle que va a los Archivos, descubrió la silueta de un muchacho con el rostro radiante de alegría.
Gavroche acababa de entrar en la calle del Hombre Armado.
Iba mirando al aire, como buscando algo. Veía perfectamente a Jean Valjean, pero no hacía caso alguno de él.
Jean Valjean se sintió irresistiblemente impulsado a hablar a aquel muchachillo.
- Niño -le dijo-, ¿qué tienes?
- Hambre -contestó secamente Gavroche, y añadió-: El niño seréis vos.
Jean Valjean metió la mano en el bolsillo, y sacó una moneda de cinco francos.
Pero Gavroche, que pasaba con rapidez de un gesto a otro, acababa de coger una piedra. Había visto el farol.
- ¡Cómo es esto! -exclamó-. Todavía tenéis aquí faroles; estáis muy atrasados, amigos. Esto es un desorden. Rompedme ese farol.
La calle quedó a oscuras, y los vecinos se asomaron a las ventanas, furiosos. Jean Valjean se acercó a Gavroche.
- ¡Pobrecillo! -dijo a media voz, y hablando consigo mismo-; tiene hambre.
Y le puso la moneda de cinco francos en la mano.
Gavroche levantó los ojos asombrado de la magnitud de aquella moneda; la miró en la oscuridad y le deslumbró su blancura. Conocía de oídas las monedas de cinco francos y le gustaba su reputación; quedó, pues encantado de ver una, mirándola extasiado por algunos momentos; después se volvió a Jean Valjean, extendió el brazo para devolverle la moneda y le dijo majestuosamente:
- Ciudadano, me gusta más romper los faroles. Tomad vuestra fiera; a mí no se me compra.
- ¿Tienes madre? -le preguntó Jean Valjean.
Gavroche respondió:
- Tal vez más que vos.
- Pues bien -dijo Jean Valjean-, guarda ese dinero para tu madre.
Gavroche se sintió conmovido. Además había notado que el hombre que le hablaba no tenía sombrero, y esto le inspiraba confianza.
- ¿De verdad no es esto para que no rompa los faroles?
- Rompe todo lo que quieras.
- Sois todo un hombre -dijo Gavroche.
Y se guardó el napoleón en el bolsillo.
Como aumentara poco a poco su confianza, preguntó:
- ¿Vivís en esta calle?
- Sí. ¿Por qué?
- ¿Podríais decirme cuál es el número 7?
- ¿Para qué quieres saber el número 7?
El muchacho se detuvo, temió haber dicho demasiado y se metió los dedos entre los cabellos, limitándose a contestar:
- Para saberlo.
Una repentina idea atravesó la mente de Jean Valjean; la angustia tiene momentos de lucidez. Dirigiéndose al pilluelo le preguntó:
- ¿Eres tú el que trae una carta que estoy esperando?
- ¿Vos? -dijo Gavroche-. No sois mujer.
- ¿La carta es para la señorita Cosette, no es verdad?
- ¿Cosette? -murmuró Gavroche-; sí, creo que es ese endiablado nombre.
- Pues bien -añadió Jean Valjean-; yo debo recibir la carta para llevársela. Dámela.
- ¿Entonces deberéis saber que vengo de la barricada?
- Sin duda.
Gavroche metió la mano en uno de sus bolsillos, y sacó un papel con cuatro dobleces.
- Este despacho -dijo- viene del Gobierno Provisional.
- Dámelo.
- No creáis que es una carta de amor; es para una mujer, pero es para el pueblo. Nosotros peleamos, pero respetamos a las mujeres.
- Dámela.
- ¡Tomad!
- ¿Hay que llevar respuesta a Saint-Merry?
- ¡Ahí sí que la haríais buena! Esta carta viene de la barricada de la Chanvrerie, y allá me vuelvo. Buenas noches, ciudadano.
Y, dicho esto, se fue, o por mejor decir, voló como un pájaro escapado de la jaula hacia el sitio de donde había venido. Algunos minutos después el ruido de un vidrio roto y el estruendo de un farol cayendo al suelo, despertaron otra vez a los indignados vecinos. Era Gavroche que pasaba por la calle Chaume.