Los miserables (Labaila tr.)/IV.4.2

Los Miserables
Cuarta parte: "Idilio en calle Plumet y epopeya en calle Saint-Denis"
Libro cuarto: "El encanto y la desolación"
Capítulo II: Gavroche saca partido de Napoleón el grande​
 de Víctor Hugo

La primavera en París suele verse interrumpida por brisas ásperas y agudas que le dejan a uno por eso aterido de frío. Una tarde en que esas brisas soplaban rudamente, de modo que parecía haber vuelto el invierno y los parisienses se ponían nuevamente los abrigos, el pequeño Gavroche, temblando alegremente de frío bajo sus harapos, estaba parado y como en éxtasis delante de una peluquería de los alrededores de la calle Orme-Saint-Gervais. Llevaba un chal de lana de mujer, cogido no sabemos dónde, con el cual se había hecho un tapaboca, Parecía que admiraba embelesado una figura de cera, una novia adornada con azahares, que daba vueltas en el escaparate. Pero en realidad observaba la tienda para ver si podía birlar un jabón, que iría a vender enseguida a otra parte. Muchos días almorzaba con uno de esos jabones, y llamaba a este trabajo, para el cual tenía mucho talento, "cortar el pelo al peluquero".

Mientras Gavroche examinaba la vitrina, dos pequeños de unos siete y cinco años entraron a la tienda pidiendo algo con un murmullo lastimero, que más parecía un gemido que una súplica. Hablaban ambos a la vez y sus palabras eran ininteligibles, porque los sollozos ahogaban la voz del menor y el frío hacía castañetear los dientes del mayor. El barbero se volvió con rostro airado y, sin abandonar la navaja, los echó a la calle y cerró la puerta diciendo:

- ¡Venir a enfriarnos la sala por nada!

Los niños echaron a andar llorando. Empezaba a llover. Gavroche fue tras ellos.

- ¿Qué tenéis, pequeñuelos?

- No sabemos dónde dormir.

- ¿Y eso es todo? ¡Vaya gran cosa! ¡Y se llora!

Y adoptando un acento de tierna autoridad y de dulce protección, añadió:

- Criaturas, venid conmigo.

- Sí, señor -dijo el mayor.

Lo siguieron y dejaron de llorar. Gavroche los llevó en dirección a la Bastilla. En el camino se entretenía. Al pasar, salpicó de barro las botas lustradas de un transeúnte.

- ¡Bribón! -gritó éste furioso.

Gavroche sacó la nariz del tapaboca.

- ¿Se queja de algo el señor?

- ¡De ti!

- Se ha cerrado el despacho, y ya no admito reclamos.

Y se volvió a tapar la boca.

Mientras caminaban, escuchó un sollozo y descubrió junto a una puerta cochera a una muchachita de trece a catorce años, helada, y con un vestidito tan corto que apenas le llegaba a la rodilla.

- ¡Pobre niña! -dijo Gavroche-. No tiene ni calzones. ¡Ponte esto aunque sea!

Y quitándose el chal de lana que tenía al cuello, lo echó sobre los hombros delgados y amoratados de la niña, que lo contempló con asombro, y recibió el chal en silencio. En cierto grado de miseria, el pobre en su estupor no flora ya su mal ni agradece el bien.

Y Gavroche continuó su camino; los dos niños lo seguían. Pasaron frente a uno de esos estrechos enrejados de alambre que indican una panadería, porque el pan se pone como el oro detrás de rejas de hierro.

- A ver, muchachos, ¿habéis comido?

- Señor -repuso el mayor-, no hemos comido desde esta mañana.

- ¿No tenéis padre ni madre?

- Excúseme, señor, tenemos papá y mamá, pero no sabemos dónde están.

- A veces es mejor eso que saberlo -dijo Gavroche, que era un gran filósofo.

- Hace dos horas que buscamos por los rincones y no encontramos nada.

- Lo sé, los perros se lo comen todo.

Y continuó después de un momento de silencio:

- ¡Ea! Hemos perdido a nuestros autores. Eso no se hace, cachorros, no debemos perder así no más a las personas de edad. Pero como sea, hay que manducar.

No les hizo ninguna pregunta. ¿Qué cosa más normal que no tener domicilio? Se detuvo de pronto y registró todos los rincones que tenía en sus harapos. Por fin levantó la cabeza con una expresión que no quería ser satisfecha, pero que en realidad era triunfante.

- Calmémonos, monigotes. Ya tenemos con qué cenar los tres.

Y sacó de un bolsillo un sueldo. Los empujó hacia la tienda del panadero, y puso el sueldo en el mostrador, gritando:

- ¡Mono! Cinco céntimos de pan.

El panadero, que era el dueño en persona, cogió un pan y un cuchillo.

- ¡En tres pedazos, mozo! -gritó Gavroche, añadiendo con dignidad-: Somos tres.

El panadero cortó el pan y se guardó el sueldo. Gavroche tomó el pedazo más chico para sí y dijo a los niños:

- Ahora, ¡engullid, monigotes!

Los niños lo miraron sin comprender.

- ¡Ah, es verdad! -exclamó Gavroche riendo-. No entienden, son tan ignorantes los pobres.

Siempre riendo, les dijo:

- Comed, pequeños.

Los pobres niños estaban hambrientos, y Gavroche también. Se fueron comiendo el pan por la calle, y así llegaron a la lúgubre calle Ballets, al fondo de la cual se ve el portón de la cárcel de la Force.

- ¡Caramba! ¿Eres tú, Gavroche? -dijo alguien.

- ¡Caramba! ¿Eres tú, Montparnasse?

Un hombre acababa de acercarse al pilluelo; era Montparnasse disfrazado, con unos curiosos anteojos azules.

- ¡Diablos! -dijo Gavroche-. ¡Qué anteojos! Tienes estilo, palabra de honor.

- ¡Chist! No hables tan alto.

Y se lo llevó fuera de la luz de las tiendas. Los niños los siguieron tornados de la mano.

- ¿Sabes adónde voy? -dijo Montparnasse.

- A la guillotina -repuso Gavroche.

- A encontrarme con Babet -susurró Montparnasse.

- Lo creía en chirona.

- Se escapó esta mañana.

Y Montparnasse le contó al pilluelo que esa mañana Babet había sido trasladado a La Concièrgerie y se había escapado, doblando a la izquierda en vez de a la derecha en el "corredor de la instrucción". Gavroche admiró su habilidad. Mientras escuchaba, había cogido el bastón de Montparnasse y tiró maquinalmente de la parte superior, en donde apareció la hoja de un puñal.

- ¡Ah! -dijo envainando rápidamente el puñal-, has traído tu gendarme disfrazado de ciudadano. ¿Vas a aporrear polizontes?

- No sé, pero siempre es bueno llevar un alfiler.

- ¿Qué haces esta noche? -preguntó Gavroche sonriendo.

- Negocios. Y tú, ¿adónde vas ahora?

- Voy a acostar a estos piojosos.

- ¿Dónde?

- En mi casa.

- ¿Dónde está tu casa?

- En mi casa.

- ¿Tienes casa, entonces?

- Sí, tengo casa.

- ¿Y dónde vives?

- En el elefante.

Montparnasse no pudo contener una exclamación.

- ¡En el elefante!

- Sí, en el elefante. ¿Y qué?

- No, nada. ¿Se está bien allí?

- Fenomenal. No hay vientos encajonados como bajo los puentes.

- ¿Y cómo entras?

- Entrando.

- ¿Hay algún agujero?

- Claro, pero no se debe decir. Es por las patas delanteras.

- Y tú escalas, ya comprendo.

- Para los cachorros pondré una escalera.

- ¿De dónde demonios sacaste estos mochuelos?

- Me los regaló un peluquero.

Montparnasse estaba preocupado.

- Me reconociste con facilidad -murmuró.

Sacó del bolsillo dos cañones de pluma rodeados de algodón y se los introdujo en los agujeros de las narices.

- Eso lo cambia -dijo Gavroche-. Estás menos feo, deberías usarlos siempre.

Montparnasse era un buenazo, pero a Gavroche le gustaba burlarse de él.

- Y ahora, muy buenas noches -dijo Gavroche-, me voy a mi elefante con mis monigotes. Si por casualidad alguna noche me necesitas, ve a buscarme allá. Vivo en el entresuelo; no hay portero; pregunta por el señor Gavroche.

Y se separaron, dirigiéndose Montparnasse hacia la Grève y Gavroche hacia la Bastilla.

Hace veinte años se veía aún en la plaza de la Bastilla un extraño monumento, el esqueleto grandioso de una idea de Napoleón. Era un elefante de cuarenta pies de alto, construido de madera y mampostería. Muy pocos extranjeros visitaban aquel edificio; ningún transeúnte lo miraba. Estaba ya ruinoso, rodeado de una empalizada podrida, y manchada a cada instante por cocheros y borrachos. Al llegar al coloso, Gavroche comprendió el efecto que lo infinitamente grande podía producir en lo infinitamente pequeño, y dijo:

- ¡No tengáis miedo, hijos míos!

Después entró por un hueco de la empalizada en el recinto que ocupaba el elefante y ayudó a los niños a pasar por la brecha. Estos, un tanto asustados, seguían a Gavroche sin decir palabra, y se entregaban a aquella pequeña providencia harapienta que les había dado pan y les había prometido un techo. Había en el suelo una escalera de mano que servía en el día a los trabajadores de un taller vecino. Gavroche la apoyó contra las patas del elefante y dijo a los niños:

- Subid y entrad.

Ellos se miraron aterrados.

- ¡Tenéis miedo! Mirad.

Se abrazó al pie rugoso del elefante y en un abrir y cerrar de ojos, sin dignarse hacer use de la escala, llegó a una grieta; entró por ella como una culebra, desapareció, y un momento después apareció su cabeza por el borde del agujero.

- ¡Ea! -gritó-, subid ahora, cachorros. ¡Ya veréis lo bien que se está aquí!

El pilluelo les inspiraba miedo y confianza a la vez; además llovía muy fuerte. Se arriesgaron y subieron. Cuando estuvieron los tres adentro, Gavroche dijo, con orgullo:

- ¡Enanitos, estáis en mi casa!

¡Oh, utilidad increíble de lo inútil! Aquel monumento desmesurado que había contenido un pensamiento del emperador, se convirtió en la casa de un pilluelo. El niño había sido adoptado y abrigado por el coloso.

Napoleón tuvo un pensamiento digno del genio; en aquel elefante titánico quiso encarnar al pueblo. Dios hizo algo más grande: alojaba allí a un niño.

- Empecemos -dijo Gavroche- por decirle al portero que no estamos en casa.

Tomó una tabla y tapó el agujero. Luego encendió una de esas sogas impregnadas de resina que llaman cerillas largas.

Los dos huéspedes de Gavroche miraron en derredor y experimentaron algo semejante a lo que debió experimentar Jonás en el vientre bíblico de la ballena.

El menor dijo:

- ¡Qué oscuro está!

Esta exclamación llamó la atención a Gavroche.

- ¿Qué decís? ¿Nos quejamos? ¿Nos hacemos los descontentos? ¿Necesitáis acaso las Tullerías?

Para curar, el miedo es muy buena la aspereza porque da confianza. Los niños se aproximaron a Gavroche, quien, paternalmente enternecido con esta confianza, dijo al más pequeño con una sonrisa cariñosa:

- Mira, animalejo, lo oscuro está en la calle. En la calle llueve, aquí no llueve; en la calle hace frío, aquí no hay ni un soplo de viento; en la calle no hay ni luna, aquí hay una luz.

Los niños empezaron a mirar aquella habitación con menos espanto. Pero Gavroche no les dejó tiempo para contemplaciones.

- Listo -dijo.

Y los empujó hacia lo que podemos llamar el fondo del cuarto. Allí estaba su cama. La cama de Gavroche tenía de todo. Es decir, tenía un colchón y una manta. El colchón era una estera de paja; la manta un pedazo grande de lana tosca, abrigadora y casi nueva.

Los tres se echaron sobre la estera. Aunque eran pequeños, ninguno podía estar de pie en la alcoba.

- Ahora -dijo Gavroche-, vamos a suprimir el candelabro.

- Señor -dijo el mayor de los hermanos mostrando la manta-, ¿qué es esto? ¡Es muy calentita!

Gavroche dirigió una mirada de satisfacción a la manta.

- Es del jardín Botánico -dijo-. Se la pedí a los monos.

Y mostrando la estera en que estaban acostados, añadió:

- Esta era de la jirafa. Los animales tenían todo esto, y yo lo tomé. Les dije: es para el elefante. Y por eso no se enojaron.

Los niños contemplaban con respeto temeroso y asombrado a este ser intrépido e ingenioso, vagabundo como ellos, solo como ellos, miserable como ellos, que tenía algo admirable y poderoso, y cuyo rostro se componía de todos los gestos de un viejo saltimbanqui, mezclados con la más sencilla y encantadora de las sonrisas.

- No debéis preocuparos por nada -les dijo-. Yo os cuidaré. Ya veréis cómo nos divertiremos. En el verano nos bañaremos en el estanque; correremos desnudos sobre los trenes delante del puente de Austerlitz. Esto hace rabiar a las lavanderas, que gritan como locas. Iremos al teatro, iremos a ver guillotinar, os presentaré al verdugo, el señor Sansón. ¡Ah, lo pasaremos muy bien!

En ese momento cayó una gota de resina en el dedo de Gavroche, y le recordó las realidades de la vida.

- Se está gastando la mecha -dijo-. ¡Atención! No puedo gastar más de un sueldo al mes en luz. Cuando uno se acuesta es para dormir, no para leer novelas.

Sus palabras fueron seguidas de un gran relámpago deslumbrador que entró por las hendiduras del vientre del elefante. Casi al mismo tiempo resonó un feroz trueno. Los niños dieron un grito, pero Gavroche saludó al trueno con una carcajada.

- Calma, niños. No movamos el edificio. Fue un hermoso trueno. Y puesto que Dios enciende su luz, yo apago la mía.

Los niños se apretaron uno contra otro. Gavroche los arregló bien sobre la estera, les subió la manta hasta las orejas, y apagó la luz.

Apenas quedó a oscuras su dormitorio, se sintió una multitud de ruidos sordos, como si garras o dientes arañaran algo. El ruido iba acompañado de pequeños pero agudos gritos. El más pequeño, helado de espanto, dio un codazo a su hermano, pero éste dormía profundamente.

- ¡Señor!

- ¿Eh? -dijo Gavroche, que acababa de cerrar los párpados.

- ¿Qué es eso?

- Las ratas.

Y volvió a acomodarse.

- ¡Señor! ¿Qué son las ratas?

- Son ratones.

Esta explicación tranquilizó un poco al niño. Había visto algunas veces ratones blancos y no les tenía miedo. Sin embargo, volvió a decir:

- ¡Señor!

- ¡Qué!

- ¿Por qué no tenéis gato?

- Tuve uno, pero me lo comieron.

Esta segunda explicación deshizo el efecto de la primera, y el niño volvió a temblar, de modo que por cuarta vez empezó el diálogo.

- ¡Señor!

- ¡Qué!

- ¿A quién se comieron?

- Al gato.

- ¿Quién se comió al gato?

- Las ratas.

- ¿Los ratones?

- Sí, las ratas.

El niño, consternado con la noticia de que estos ratones se comían a los gatos, prosiguió:

- ¡Señor! ¿Nos comerán a nosotros estos ratones?

- ¡Qué tontería!

El terror del niño ya no tenía límites.

Pero Gavroche añadió:

- No tengas miedo, no pueden entrar. Además, estoy yo aquí. Tómate de mi mano. Cállate y duerme.

El niño apretó esa mano y se tranquilizó. El valor y la fuerza tienen comunicaciones misteriosas.

Poco antes del amanecer, un hombre atravesó la plaza y se deslizó por la empalizada hasta colocarse bajo el vientre del elefante. Repitió dos veces un extraño grito. Al segundo grito, una voz clara respondió desde el vientre del elefante:

- ¡Sí!

Al oír el grito, Gavroche quitó la tabla que cerraba el agujero, y bajó por la pata del elefante.

El hombre y el niño se reconocieron en silencio.

Montpamasse se limitó a decir:

- Te necesitamos. Ven a darnos una mano.

El pilluelo no preguntó nada.

- Aquí me tienes -dijo.

Y ambos se dirigieron hacia la calle Saint Antoine, de donde venía Montpamasse.

Esa noche se había llevado a cabo la fuga de Thenardier y sus compinches, y Montparnasse necesitó de la ayuda de Gavroche para los últimos detalles.

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