Los miserables (Labaila tr.)/V.1.4

Los Miserables
Quinta parte: "Jean Valjean"
Libro primero: "La guerra dentro de cuatro paredes"
Capítulo IV: Gavroche fuera de la barricada​
 de Víctor Hugo

El 6 de junio de 1832, una compañía de guardias nacionales lanzó su ataque contra la barricada, con tan mala estrategia que se puso entre los dos fuegos y finalmente debió retirarse, dejando tras de sí más de quince cadáveres.

Aquel ataque, más furioso que formal, irritó a Enjolras.

- ¡Imbéciles! -dijo-. Envían a su gente a morir, y nos hacen gastar las municiones por nada.

- Vamos bien -dijo Laigle-. ¡Victoria!

Enjolras, meneando la cabeza contestó:

- Con un cuarto de hora más que dure esta victoria, no tendremos más de diez cartuchos en la barricada.

Al parecer, Gavroche escuchó estas últimas palabras. De improviso, Courfeyrac vio a alguien al otro lado de la barricada, bajo las balas. Era Gavroche que había tomado una cesta, y saliendo por la grieta del muro, se dedicaba tranquilamente a vaciar en su cesta las cartucheras de los guardias nacionales muertos.

- ¿Qué haces ahí? -dijo Courfeyrac.

Gavroche levantó la cabeza.

- Ciudadano, lleno mi cesta.

- ¿No ves la metralla?

Gavroche respondió:

- Me da lo mismo; está lloviendo. ¿Algo más?

Le gritó Courfeyrac:

- ¡Vuelve!

- Al instante.

Y de un salto se internó en la calle.

Cerca de veinte cadáveres de los guardias nacionales yacían acá y allá sobre el empedrado; eran veinte cartucheras para Gavroche, y una buena provisión para la barricada. El humo obscurecía la calle como una niebla. Subía lentamente y se renovaba sin cesar, resultando así una oscuridad gradual que empañaba la luz del sol. Los combatientes apenas se distinguían de un extremo al otro.

Aquella penumbra, probablemente prevista y calculada por los jefes que dirigían el asalto de la barricada, le fue útil a Gavroche. Bajo el velo de humo, y gracias a su pequeñez, pudo avanzar por la calle sin que lo vieran, y desocupar las siete u ocho primeras cartucheras sin gran peligro. Andaba a gatas, cogía la cesta con los dientes, se retorcía, se deslizaba, ondulaba, serpenteaba de un cadáver a otro, y vaciaba las cartucheras como un mono abre una nuez.

Desde la barricada, a pesar de estar aún bastante cerca, no se atrevían a gritarle que volviera por miedo de llamar la atención hacia él.

En el bolsillo del cadáver de un cabo encontró un frasco de pólvora.

- Para la sed -dijo.

A fuerza de avanzar, llegó adonde la niebla de la fusilería se volvía transparente, tanto que los tiradores de la tropa de línea, apostados detrás de su parapeto de adoquines, notaron que se movía algo entre el humo.

En el momento en que Gavroche vaciaba la cartuchera de un sargento, una bala hirió al cadáver.

- ¡Ah, diablos! -dijo Gavroche-. Me matan a mis muertos.

Otra bala arrancó chispas del empedrado junto a él. La tercera volcó el canasto.

Gavroche se levantó, con los cabellos al viento, las manos en jarra, la vista fija en los que le disparaban, y se puso a cantar. En seguida cogió la cesta, recogió, sin perder ni uno, los cartuchos que habían caído al suelo, y, sin miedo a los disparos, fue a desocupar otra cartuchera. La cuarta bala no le acertó tampoco. La quinta bala no produjo más efecto que el de inspirarle otra canción:

La alegría es mi ser;
por culpa de Voltaire;
si tan pobre soy yo,
la culpa es de Rousseau.

Así continuó por algún tiempo.

El espectáculo era a la vez espantoso y fascinante.

Gavroche, blanco de las balas, se burlaba de los fusileros. Parecía divertirse mucho. Era el gorrión picoteando a los cazadores. A cada descarga respondía con una copla. Le apuntaban sin cesar, y no le acertaban nunca.

Los insurrectos, casi sin respirar, lo seguían con la vista. La barricada temblaba mientras él cantaba. Las balas corrían tras él, pero Gavroche era más listo que ellas.

Jugaba una especie de terrible juego al escondite con la muerte; y cada vez que el espectro acercaba su faz lívida, el pilluelo le daba un papirotazo.

Sin embargo, una bala, mejor dirigida o más traidora que las demás, acabó por alcanzar al pilluelo. Lo vieron vacilar, y luego caer. Toda la barricada lanzó un grito. Pero se incorporó y se sentó; una larga línea de sangre le rayaba la cara.

Alzó los brazos al aire, miró hacía el punto de donde había salido el tiro y se puso a cantar:

Si acabo de caer,
la culpa es de Voltaire;
si una bala me dio,
la culpa es...

No pudo acabar.

Otra bala del mismo tirador cortó la frase en su garganta.

Esta vez cayó con el rostro contra el suelo, y no se movió más.

Esa pequeña gran alma acababa de echarse a volar.

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