Los miserables (Labaila tr.)/V.4.1
Poco tiempo después de estos acontecimientos, Boulatruelle tuvo una viva emoción.
Se recordará que Boulatruelle era aquel peón caminero de Montfermeil, aficionado a las cosas turbias. Partía piedras y con ellas golpeaba a los viajeros que pasaban por los caminos. Tenía un solo sueño: como creía en los tesoros ocultos en el bosque de Montfermeil, esperaba que un día cualquiera encontraría dinero en la tierra al pie de un árbol. Por mientras, tomaba con agrado el dinero de los bolsillos de los viajeros.
Pero por ahora era prudente. Había escapado con suerte de la emboscada en la buhardilla de Jondrette, gracias a su vicio: estaba absolutamente borracho aquella noche.
Nunca se pudo comprobar si estaba allí como ladrón o como víctima. Por lo tanto, fue puesto en libertad. Volvió a su trabajo a los caminos, pensativo, temeroso, cuidadoso en los robos y más aficionado que nunca al vino.
Una mañana en que se dirigía al despuntar el día a su trabajo, divisó entre los ramajes a un hombre cuya silueta le pareció conocida. Boulatruelle, por borracho que fuera, tenía una excelente memoria.
- ¿Dónde diablos he visto yo alguien así? -se preguntó.
Pero no pudo darse una respuesta clara.
Hizo sus elucubraciones y sus cálculos. El hombre no era del pueblo; llegaba a pie; había caminado toda la noche; no podía venir de muy lejos, pues no traía maleta. Venía de París, sin duda. ¿Qué hacía en ese bosque, y a esa hora?
Boulatruelle pensó en el tesoro. A fuerza de retroceder en su memoria, se acordó vagamente de haber vivido esa escena, muchos años atrás, y le pareció que podía ser el mismo hombre.
En medio de su meditación bajó sin darse cuenta la cabeza, cosa natural pero poco hábil. Cuando la levantó, el hombre había desaparecido.
- ¡Demonios! -exclamó-. Ya lo encontraré. Descubriré de qué parroquia es el parroquiano. Este caminante del amanecer tiene un secreto, y yo lo sabré. No hay secretos en mi bosque sin que yo los descubra.
Y se internó en la espesura.
Cuando había caminado unos cien pasos, la claridad del día que nacía vino en su ayuda. Encontró ramas quebradas, huellas de pisadas. Después, nada. Siguió buscando, avanzaba, retrocedía. Vio al hombre en la parte más enmarañada del bosque, pero lo volvió a perder.
Tuvo una idea. Boulatruelle conocía bien el lugar, y sabía que había en un claro del bosque, junto a un montón de piedras, un castaño medio seco en cuya corteza habían puesto un parche de zinc. El famoso tesoro estaba seguramente ahí. Era cuestión de recogerlo. Ahora, que llegar hasta ese claro no era fácil. Tomaba su buen cuarto de hora y por senderos zigzagueantes. Prefirió tomar el camino derecho; pero éste era tremendamente intrincado y agreste. Tuvo que abrirse paso entre acebos, ortigas, espinos, cardos. Hasta tuvo que atravesar un arroyo. Por fin llegó, todo arañado, a su meta. Había demorado cuarenta minutos. El árbol y las piedras estaban en su lugar, pero el hombre se había esfumado en el bosque. ¿Hacia dónde? Imposible saber. Y, para su gran angustia, vio delante del castaño del parche de zinc la tierra recién removida, una piqueta abandonada, y un hoyo. El hoyo estaba vacío.
- ¡Ladrón! -gritó Boulatruelle, amenazando con sus puños hacia el horizonte.