Los miserables (Labaila tr.)/V.2.4
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Jean Valjean emprendió de nuevo su marcha, y ya no volvió a detenerse.
Era una marcha que se hacía cada vez más difícil. Muchas veces se veía obligado a caminar encorvado, por miedo a que Marius se golpeara contra la bóveda; iba siempre tocando la pared.
Tenía hambre y sed; sed sobre todo; se sentía cansado y a medida que perdía vigor, aumentaba el peso de la carga. Marius, muerto quizá, pesaba como pesan los cuerpos inertes. Las ratas se deslizaban por entre sus piernas. Una se asustó hasta el punto de querer morderlo.
De tanto en tanto, llegaban hasta él ráfagas de aire fresco procedentes de las bocas de la cloaca, que le infundían nuevo ánimo.
Podrían ser las tres de la tarde cuando entró en la alcantarilla del centro. Al principio le sorprendió aquel ensanche repentino. Se encontró bruscamente en una galería cuyas dos paredes no tocaba con los brazos extendidos, y bajo una bóveda mucho más alta que él.
Pensó, sin embargo, que la situación era grave y que necesitaba, a todo trance, llegar al Sena, o lo que equivalía a lo mismo, bajar. Torció, pues, a la izquierda. Su instinto le guió perfectamente. Bajar era, en efecto, la única salvación posible.
Se detuvo un momento. Estaba muy cansado. Un respiradero bastante ancho daba una luz casi viva. Jean Valjean con la suavidad de un hermano con su hermano herido, colocó a Marius en la banqueta de la alcantarilla. El rostro ensangrentado del joven apareció a la luz pálida como si estuviera en el fondo de una tumba. Tenía los ojos cerrados, los cabellos pegados a las sienes, las manos yertas, la sangre coagulada en las comisuras de la boca. Puso la mano en su pecho y vio que el corazón latía aún. Rasgó la camisa, vendó las heridas lo mejor que pudo y restañó la sangre que corría; después, inclinándose sobre Marius que continuaba sin conocimiento y casi sin respiración, lo miró con un odio indecible.
Al romper la camisa de Marius, encontró en sus bolsillos dos cosas: un pan guardado desde la víspera, y la cartera del joven. Se comió el pan, y abrió la cartera. En la primera página vio las líneas escritas por Marius: "Me llamo Marius Pontmercy. Llevar mi cadáver a casa de mi abuelo, el señor Gillenormand, calle de las Hijas del Calvario número 6, en el Marais".
Jean Valjean permaneció un momento como absorto en sí mismo, repitiendo a media voz: calle de las Hijas del Calvario, número 6, señor Gillenormand. Volvió a colocar la cartera en el bolsillo de Marius. Había comido y recuperó las fuerzas. Puso otra vez al joven en sus hombros, apoyó cuidadosamente la cabeza en su hombro derecho, y continuó bajando por la cloaca.
De súbito se golpeó contra la pared. Había llegado a un ángulo de la alcantarilla caminando desesperado y con la cabeza baja. Alzó los ojos y en la extremidad del subterráneo delante de él, lejos, muy lejos, percibió la claridad. Esta vez no era la claridad terrible, sino la claridad buena y blanca. Era el día. Jean Valjean veía la salida.
Un alma condenada que en medio de las llamas divisara de repente la salida del infierno, experimentaría lo que él experimentó; recobró sus piernas de acero y echó a correr.
A medida que se aproximaba distinguía mejor la salida. Era un arco menos alto que la bóveda, la cual por grados iba decreciendo, y menos ancho que la galería que iba estrechándose mientras la bóveda bajaba.
Llegó a la salida. Allí se detuvo. Era la salida pero no se podía salir. El arco estaba cerrado con una fuerte reja, y la reja, que al parecer giraba muy pocas veces sobre sus oxidados goznes, estaba sujeta al dintel de piedra por una gruesa cerradura llena de herrumbre, que parecía un enorme ladrillo. Se veía el agujero de la llave y el macizo pestillo profundamente encajado en la chapa de hierro.
Jean Valjean colocó a Marius junto a la pared, en la parte seca; se dirigió a la reja y cogió con sus dos manos los barrotes. El sacudimiento fue frenético, pero la reja no se movió. Fue probando uno por uno los barrotes para ver si podía arrancar el menos sólido y convertirlo en palanca para levantar la puerta, o para romper la cerradura. Ningún barrote cedió. El obstáculo era invencible. No había manera de abrir la puerta.
No quedaba más remedio que pudrirse allí. Cuanto había hecho era inútil. Después de tanto esfuerzo, el fracaso. No tenía fuerzas para rehacer el camino, y pensó que todos los respiraderos debían estar igualmente cerrados. No había medio de salir de allí.
Volvió la espalda a la reja y se dejó caer en el suelo cerca de Marius, que continuaba inmóvil. Hundió la cabeza entre sus rodillas. Era la última gota de la amargura. ¿En qué pensaba en aquel profundo abatimiento? Ni en sí mismo, ni en Marius.
Pensaba en Cosette.
En medio de tal postración, una mano se apoyó en su hombro y una voz que hablaba bajo, susurró:
- Compartamos.
¿Quién le hablaba en aquel lóbrego sitio? Nada se parece más al sueño que la desesperación, y Jean Valjean creyó estar soñando. No había oído pasos. ¿Era sueño o realidad? Levantó los ojos. Un hombre estaba delante de él.
Iba vestido de blusa y estaba descalzo. Llevaba los zapatos en la mano izquierda pues, sin duda, se los había quitado para llegar sin ser oído.
Jean Valjean no vaciló un momento. A pesar de cogerle tan de improviso, reconoció al hombre. Era Thenardier.
Recobró al instante toda su presencia de ánimo. La situación no podía empeorar, pues hay angustias que no tienen aumento posible y ni el mismo Thenardier añadiría oscuridad a aquella tenebrosa noche.
Thenardier guiñó los ojos tratando de reconocer al hombre que tenía delante de sí. No lo consiguió, porque Jean Valjean volvía la espalda a la luz y estaba, además, tan desfigurado, tan lleno de fango y de sangre, que ni aun en pleno día lo habría reconocido.
Al revés, Jean Valjean no tuvo dudas pues el rostro de Thenardier estaba alumbrado por la luz de la reja. Esta desigualdad de posiciones bastaba para dar alguna ventaja a Jean Valjean en el misterioso duelo que iba a comenzar.
El encuentro era entre Jean Valjean con máscara, y Thenardier sin ella. Jean Valjean advirtió inmediatamente que Thenardier no lo reconocía. Thenardier habló primero.
- ¿Cómo pretendes salir?
Jean Valjean no contestó.
Thenardier continuó:
- Es imposible abrir la puerta, y, sin embargo, tienes que marcharte.
- Cierto.
- Pues bien, compartamos las ganancias.
- ¿Qué quieres decir?
- Has matado a ese hombre, es indudable. Yo tengo la llave.
Thenardier indicaba con el dedo a Marius.
- No lo conozco -prosiguió-, pero quiero ayudarte. Debes ser un camarada.
Jean Valjean empezó a comprender. Thenardier lo tomaba por un asesino.
- Escucha -volvió a decir Thenardier-. No habrás matado a ese hombre sin mirar lo que tenía en el bolsillo. Dame la mitad y te abro la puerta.
Sacando entonces a medias una enorme llave de debajo de su agujereada blusa, añadió:
- ¿Quieres ver lo que ha de proporcionarte la salida? Mira.
Jean Valjean quedó atónito, no atreviéndose a creer en la realidad de lo que veía. Era la providencia en formas horribles; era el ángel bueno que surgía ante él bajo la forma de Thenardier. Este sacó de un bolsillo una cuerda, y se la pasó a Jean Valjean.
- Toma -dijo-, te doy además la cuerda.
- ¿Para qué?
- También necesitas una piedra; pero afuera la hallarás. Junto a la reja las hay de sobra.
- ¿Y para qué necesito esa piedra?
- Imbécil, si arrojas el cadáver al río sin atarle una piedra al pescuezo, flotaría sobre el agua.
Jean Valjean tomó maquinalmente la cuerda, como cualquiera habría hecho en su caso. Después de una breve pausa, Thenardier añadió:
- Porque no vea tu cara ni conozca tu nombre, no te figures que ignoro lo que eres y lo que quieres. Pero te voy a ayudar. ¡Aunque eres un imbécil! ¿Por qué no lo arrojaste en el fango?
Jean Valjean no despegó los labios.
- Bien puede ser que actuaras cuerdamente -añadió Thenardier, pensativo-; porque mañana los obreros habrían tropezado con el cadáver e hilo por hilo, hebra por hebra, quizá llegaran hasta ti. La policía tiene talento. La cloaca es desleal y denuncia, mientras que el río es la verdadera sepultura. Al cabo de un mes se pesca al hombre con las redes en Saint-Cloud. ¿Y qué importa? Está hecho un desastre. ¿Quién lo mató? París. Y ni siquiera interviene la justicia. Has obrado a las mil maravillas.
Cuanto más locuaz era Thenardier, más mudo se volvía Jean Valjean.
- Terminemos nuestro asunto. Partamos el botín. Has visto mi llave; muéstrame tu dinero.
Thenardier tenía la mirada extraviada, feroz, amenazante, y sin embargo el tono era amistoso. Aunque sin afectar misterio, hablaba bajo. No era fácil adivinar la causa. Se encontraban solos y Jean Valjean supuso que tal vez habría más bandidos ocultos en algún rincón, no muy lejos, y que Thenardier no querría repartir el botín con ellos.
- Acabemos -repitió Thenardier-, ¿cuánto tenía ese tipo en los bolsillos?
Jean Valjean metió la mano en los suyos. Tenía la costumbre de llevarlos siempre bien provistos; esta vez, sin embargo, sólo tenía unas cuantas monedas en el bolsillo del chaleco lleno de fango. Las desparramó sobre el suelo, y eran un luis de oro, dos napoleones y cinco o seis sueldos.
- Lo has matado casi por las gracias -dijo Thenardier.
Y se puso a registrar con toda familiaridad los bolsillos de Jean Valjean y los de Marius. Jean Valjean, preocupado principalmente en que no le diera la claridad en el rostro, lo dejaba hacer. Al examinar la ropa de Marius, Thenardier, con la destreza de un escamoteador, halló medio de arrancar, sin que Jean Valjean lo notara, un pedazo de tela, y ocultarlo debajo de la blusa calculando, sin duda, que podría servirle algún día para saber quiénes eran el hombre asesinado y el asesino. En cuanto al dinero, no encontró más.
- Es verdad -dijo-, eso es todo.
Y, olvidándose de la idea de compartir, se lo guardó todo. En seguida sacó otra vez la llave.
- Ahora, amigo mío, tienes que salir. Aquí como en la feria, se paga a la salida. Has pagado, sal.
Y se echó a reír.
Que al proporcionar a un desconocido el auxilio de aquella llave y al abrirle la reja, le guiase la intención pura y desinteresada de salvar a un asesino, hay más de un motivo para dudarlo.
Jean Valjean, con la ayuda de Thenardier, colocó de nuevo a Marius sobre sus hombros. Thenardier se dirigió entonces a la reja con sigilo, indicando a Jean Valjean que lo siguiera; miró hacia afuera, se puso el dedo en la boca y permaneció algunos segundos como escuchando. Satisfecho de lo que oyera, introdujo la llave en la cerradura.
Entreabrió la puerta lo suficiente para que saliera Jean Valjean, volvió a cerrar, dio dos vueltas a la llave en la cerradura y se hundió otra vez en las tinieblas, sin hacer el menor ruido. Un segundo después, esta providencia de mala catadura se diluía en lo invisible.
Jean Valjean se encontró al aire libre.