Los miserables (Labaila tr.)/IV.5.3

Los Miserables
Cuarta parte: "Idilio en calle Plumet y epopeya en calle Saint-Denis"
Libro quinto: "¿Adónde van?"
Capítulo III: El señor Mabeuf​
 de Víctor Hugo

La bolsa de Jean Valjean no le sirvió al señor Mabeuf porque éste, en su venerable austeridad infantil, no aceptó el regalo de los astros; no admitió que una estrella pudiese convertirse en luises de oro, y tampoco pudo adivinar que lo que caía del cielo viniera de Gavroche.

Llevó la bolsa al comisario de policía del barrio, como objeto perdido, y siguió empobreciéndose cada día más.

Renunció a su jardín, y lo dejó sin cultivar; no encendía nunca lumbre en su cuarto y se acostaba con el día para no encender luz. Su armario con libros era lo único que conservaba, además de lo indispensable.

Un día la señora Plutarco dijo que no tenía con qué comprar comida. Llamaba comida a un pan y cuatro o cinco patatas.

- Fiado -dijo el señor Mabeuf.

- Ya sabéis que me lo niegan.

El señor Mabeuf abrió su biblioteca, miró largo rato todos sus libros, uno tras otro, como un padre obligado a diezmar a sus hijos los miraría antes de escoger; finalmente cogió uno, se lo puso debajo del brazo y salió. A las dos horas volvió sin nada debajo del brazo, puso treinta sueldos sobre la mesa y dijo:

- Traeréis algo para comer.

Desde aquel momento la tía Plutarco vio cubrirse el cándido semblante del señor Mabeuf con un velo sombrío que no desapareció nunca más.

Todos los días fue preciso hacer lo mismo. El señor Mabeuf salía con un libro, y volvía con una moneda de plata. Así terminó con toda su biblioteca, tomo a tomo.

En algunos momentos se decía, "menos mal que tengo ochenta años", como si tuviese alguna esperanza de llegar antes al fin de sus días que al fin de sus libros. Pero su tristeza iba en aumento. Pasaron algunas semanas y ya no le quedaba más que el más valioso de sus libros, su Diógenes Laercio. De pronto la tía Plutarco cayó enferma y una tarde el médico recetó una poción muy cara. Además, agravándose la enferma, necesitaba una persona que la cuidara. El señor Mabeuf abrió la biblioteca; sacó su Diógenes y salió. Era el 4 de junio de 1832. Volvió con cien francos que dejó en la mesa de noche de la señora Plutarco.

Al día siguiente se sentó en la piedra del jardín, con la cabeza inclinada, y la vista vagamente fija en sus plantas marchitas. Llovía a intervalos, pero el viejo no lo notaba.

A mediodía estalló en París un ruido extraordinario; se oían tiros de fusil y clamores populares. El señor Mabeuf levantó la cabeza. Vio pasar a un jardinero, y le preguntó:

- ¿Qué pasa?

- Un motín.

- ¡Cómo! ¡Un motín!

- Sí, están combatiendo.

- ¿Y por qué?

- ¡Qué sé yo! -dijo el jardinero.

- ¿Hacia qué lado? -preguntó el señor Mabeuf.

- Hacia el Arsenal.

El señor Mabeuf volvió a entrar en su casa, buscó maquinalmente un libro, no lo encontró, y murmuró:

- ¡Ah, es verdad! -y salió.

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