Los miserables (Labaila tr.)/I.8.4
Javert se llevó a Jean Valjean a la cárcel del pueblo.
La detención del señor Magdalena produjo en M. una conmoción extraordinaria. Al instante lo abandonaron; en menos de dos horas se olvidó todo el bien que había hecho y no fue ya más que un presidiario. Sólo tres o cuatro personas del pueblo le fueron fieles, entre ellas la anciana portera que lo servía.
La noche de ese mismo día, dicha portera estaba sentada en su cuarto, asustada aún, reflexionando tristemente. La fábrica había permanecido cerrada el día entero; la puerta cochera estaba con el cerrojo echado. No había en la casa más que las dos religiosas, sor Simplicia y sor Perpetua, que velaban a Fantina.
Hacia la hora en que el señor Magdalena solía recogerse, la portera se levantó maquinalmente, colgó la llave del dormitorio del alcalde en el clavo habitual, y puso al lado el candelabro que usaba para subir la escala, como si lo esperara. En seguida se volvió a sentar y prosiguió su meditación.
De pronto se abrió la ventanilla de la portería, pasó una mano, tomó la llave y encendió una vela. La portera quedó como aturdida. Conocía aquella mano, aquel brazo, aquella manga. Era el señor Magdalena.
- ¡Dios mío, señor alcalde! -dijo cuando recuperó el habla-. Yo os creía...
- En la cárcel -dijo Jean Valjean-. Allá estaba, pero rompí un barrote de la ventana, me escapé y estoy aquí. Voy a subir a mi cuarto. Avisad a sor Simplicia, por favor.
La portera obedeció de inmediato.
Jean Valjean entró en su dormitorio. La portera había recogido entre las cenizas las dos conteras del bastón y la moneda de Gervasillo ennegrecida por el fuego. Las colocó sobre un papel en el que escribió: "Estas son las conteras de mi garrote y la moneda robada de que hablé en el tribunal". Y lo dejó bien a la vista. Envolvió luego en una frazada los dos candelabros del obispo.
Entró sor Simplicia.
- ¿Queréis ver por última vez a esa pobre desdichada? -preguntó.
- No, Hermana, me persiguen y no quiero turbar su reposo.
Apenas terminaba de hablar, se oyó un gran estruendo en la escalera y la portera que decía casi a gritos:
- Señor, os juro que no ha entrado nadie aquí.
Un hombre respondió:
- Pero hay luz en ese cuarto.
Era la voz de Javert. Jean Valjean apagó de un soplo la vela y se ocultó. Sor Simplicia cayó de rodillas.
Entró Javert. La religiosa no levantó los ojos. Rezaba. Al verla, Javert se detuvo desconcertado. Se iba a retirar, pero antes dirigió una pregunta a sor Simplicia, que no había mentido en su vida. Javert la admiraba por esto.
- Hermana -dijo-, ¿estáis sola?
Pasó un momento terrible en que la portera creyó morir.
- Sí -respondió la religiosa.
- ¿No habéis visto a un prisionero llamado Jean Valjean?
- No.
Mentía. Había mentido dos veces seguidas.
Una hora después, un hombre se alejaba de M. a través de los árboles y la bruma en dirección a París. Llevaba un paquete y vestía una chaqueta vieja. ¿De dónde la sacó?
Había muerto hacía poco un obrero en la enfermería, que no dejaba más que su chaqueta.
Tal vez era ésa.
Fantina fue arrojada a la fosa pública del cementerio, que es de todos y de nadie, allí donde se pierden los pobres. Afortunadamente, Dios sabe dónde encontrar el alma.
La tumba de Fantina se parecía a lo que había sido su lecho.