Recuerdos del tiempo viejo: 96
II
editarEntre nueve y diez de una noche lluviosa de octubre de 1828, en la calle del Caballero de Gracia, en la hostería de El Caballo Blanco, y en el cuarto de tres mesas del fondo de su corredor, conversaban de sobrecena en la del rincón tres individuos, a quienes por forasteros delataban su traje, maneras y conversación.
Era el primero, y el que ocupaba la cabecera, un hombre rechoncho, colorado y entrecano, cuya larga y cuellialta levita, cuyo chaleco abrochado hasta arriba, cuyo pañuelo negro, anudado sin arte al cuello, y el gorro de seda con que cubría su tonsurada cabeza, acusaban a tiro de ballesta al cura de pueblo con licencia en Madrid.
El que a su derecha rumiaba las últimas almendras de un sequillo, con las cuales saboreaba las últimas gotas de un añejo Peralta que en su vaso quedaban, mientras atentamente escuchaba al beneficiado que llevaba la palabra, era un viejo alto y enjuto, de espesas cejas y tostada piel, cuyas manos rojas y encallecidas, cuyo chaquetón y chaleco de paño de Nieva, y cuyo cuello sin corbatín, le declaraban por un segoviano y acomodado labrador.
El segundo comensal del beneficiado, porque indudablemente era éste quien a los otros convidaba, era un mozo trigueño y ojinegro, de naciente bozo y agraciada figura, provinciano, pero listo, tal cual vestido, como estudiante que ya había cursado más de dos aulas y visto más de dos ciudades.
De la provincia de Segovia eran los tres, sin que pudiese dudarse, y no era desagradable ni enojoso el asunto que a Madrid los había traído, ni escasos estaban de fondos cuando tan alegre, abundante y descuidadamente cenaban.
En la primera mesa de junto a la puerta, enfrente de la segunda que nadie había en toda la noche ocupado, rumiaba también las últimas almendras de su sequillo y saboreaba los últimos tragos de su ordinario Arganda, un hombre flaco y de color cetrino, abrigado en un gran carrick de cuatro esclavinas, sumida la barba en un corbatín de cuero con vivo blanco, cubierto con un sombrerón, bajo cuyas alas desaparecían su frente y ojos, y absorto, al parecer, con una amorosa delectación en el trasiego del líquido de una botella a su tal vez mal alimentado estómago. Este hombre, parecía un bendito, suspiraba de cuando en cuando satisfecho, y debía de ser no poco sordo, porque cada vez que el mozo respondía a sus demandas, se hacía repetir sus respuestas adelantando un ¿qué? y torciendo la cabeza a la derecha, para oír sin duda mejor con el oído izquierdo, que debía ser el más sentido de sus dos orejas.
Una vez que el beneficiado le había dirigido la palabra, había él seguido comiendo sin oírle, al parecer; y la única vez que levantó su voz atiplada, fué para preguntar a los tres segovianos si les incomodaba el humo de un puro de a dos cuartos que iba a encender en el braserillo de barro que para eso acababa de pedir al mozo.
Contestóle el beneficiado que no eran señoritas, que podía encender su tagarnina, y que si era servido le daría él de mejor tabaco de que él se servía; pero el del carrick, que al primer signo de asentimiento del beneficiado pareció echarse de bruces sobre el braserillo para encender, a fuerza de pulmón, su tagarnina, no oyó, sin duda, las palabras del cura, y se contentó con su primer movimiento de cabeza para entregarse a su segundo vicio. El cura y sus comensales no volvieron de él a ocuparse; y decía el cura al labriego, continuando su plática:
—Pues así he visto yo La Pata de Cabra con mi sobrino, pidiendo permiso para venir a examinarle de escribano: que mi Prelado no me hubiera concedido para venir a echar una cana al aire.
—De modo —dijo el labrador— que La Pata de Cabra es cosa digna de verse.
—Maravillosa —respondió el mozo—. Mi tío se rió tanto con Guzmán, que no pudo dormir ayer por la noche, porque aún se reía soñando con don Simplicio.
—Y tú con aquellas bailarinas que ataban a los cíclopes —dijo el cura a su sobrino—. No es el teatro espectáculo para gente joven.
—¡Bah! ¡bah! —dijo el sobrino al labrador—. Escrúpulos hipócritas de mi tío: tres chicas que parecía que enseñaban los brazos y las pantorrillas, pero no era más que la seda de que iban vestidas: engaña bobos y saca dinero. Y luego, que al salir y encontrarnos los que salíamos de la galería con los de los palcos, que le dió a mi tío yo no sé qué que se puso tan pálido, y cuando llegamos al hospedaje se coló una copa de Jerez, dijo que para pasar el mal trago.
—No hablemos de eso —exclamó el cura— que tampoco es cosa de muchachos.
—Lo que yo veo —dijo el labrador— es que el tío y el sobrino se dan ustedes a la vita bona en Madrid, y la pasan a tragos.
—La verdad es —dijo el beneficiado— que dos botellas de Peralta no son para tumbar a dos hombres como nosotros, vecino; pero yo me siento un poco caliente la cabeza, y a mí me da por lo triste, y en cargándome un poco más de lo regular…, vamos, cada cual tiene sus secretos… y sus recuerdos… y su conciencia.
—¡Otra! —exclamó el labriega— tendría que ver que quien arregla la conciencia de los demás tuviera la suya llena de trastos.
—Bueno está, vecino, y no hable de lo que no entiende. Los curas y los médicos son los que tienen más sobre su conciencia la de los otros; y ayer oí yo una voz que, si es de quien yo me figuro, ya hace tiempo que debía habérsela atajado el verdugo en la garganta.
—¡Ave María Purísima! —exclamó el labriego.
—Vamos, vamos —exclamó el cura, levantándose y pidiendo la cuenta—, vámonos, que si los confesores pudiéramos hablar claro de nuestros confesados…, y yo recibí un día una confesión que todavía me eriza los pelos.
—Esa es la embriaguez de mi tío; en bebiendo un poco, tiene miedo de que le llamen para confesar a nadie.
—Vámonos, vámonos —dijo el cura, pagando y saliendo apresuradamente de la fonda—. Mi sobrino tiene razón, y yo necesito tomar un poco de aire y encerrarme a dormir en mi cuarto, para no dar mal ejemplo ni hablar disparates.
Pagó el beneficiado; colocóle su sobrino la capa sobre los hombros, sirvióle el labrador su sombrero, y saludando al de carrick, que se quitó el suyo tambaleándose, y les dijo cuatro palabras incoherentes a través de una enorme bocanada de humo, salieron a la calle diciendo el cura del del carrick: ése sí que tiene mal estómago; trabajillo le va a costar el salir con su botella.
—En verdad —dijo el labriego, dando un primer traspiés—, que hay hombres a quienes embrutece la bebida.
—Y uno es el sordo ése —dijo el cura, echando por la calle del Clavel a la de San Bartolomé, donde se hospedaban.
Despidióse el labrador del tío y del sobrino; y tirando por la de Peligros, fuese a buscar la de Barrionuevo, donde tenía su alojamiento, llegando a él, con el frío y el movimiento, completamente sereno y despejado el cerebro de los vapores del Peralta.
No así llegó al suyo el beneficiado; quien, morigerado y metódico por costumbre, se resentía del exceso cometido, y tuvo que apoyarse en el brazo de su sobrino.
Entraron al fin en su casa como pudieron; y cerrando tras ellos la puerta con llave, dejaron libre la calle a otro que, más beodo que ellos, la medía descompasadamente de cera a cera, llevando en el brazo un abrigo que hubiera hecho mejor en cuidar de colocarse sobre los hombros, para guarecer su cuerpo de la helada y menuda lluvia que incesamente sobre la tierra se depositaba.