Recuerdos del tiempo viejo: 90
XVI
editar¡Demonio! Ahora me apercibo de que estoy pasando por París, y de que he alargado la introducción de un artículo realista a lo Emilio Zola: Vámonos pronto de París, como yo me fuí, que fué de esta manera.
Contemplaba embobado una noche los equilibrios de un clown en el Circo de invierno, cuando una mano se apoyó en mi hombro y una voz conocida se introdujo en mi oído, diciendo:
—¡Tú aquí, Pepe!
Era Juan del Peral, que siempre tuvo el don de ubicuidad: a todo el mundo conoce, con todo el mundo habla, de todo el mundo es amigo, y entra y sale en teatros, ateneos, oficinas, redacciones y ministerios como Pedro por su casa. En todos los periódicos escribe y de todos los centros de publicidad es corresponsal; no hay salón de duquesa, gabinete de traviata ni cuarto de actriz cuya puerta no le esté franca, y su encuentro era el más inoportuno que podía yo haber hecho, importándome no dar en España le quién vive de mi vuelta a Europa, porque era infalible que al día siguiente algún periódico la daría.
Y la dió; pero no tuvo eco, porque no volvió nadie a verme ni a saber de mí. Williez arregló mis cuentas con mis antiguos editores franceses, hizo con poderes legales mis cobros y mis pagos, y dándonos con él cita para Madrid en el mes de octubre, partimos mi secretario y yo para Lyon, Aviñón y Nimes, dando fondo en Perpiñán, y visando a España como dos perdigueros de muestra sobre una perdiz.
Necesitaba yo mucho tino, y tomar bien lenguas y precauciones, para no dar una pifia; un buen bombo, un éxito o una ovación, rara vez se obtienen ya espontáneos: es preciso prepararlos; no se tiene dos veces un cementerio con tres mil personas a mano para salir al mundo, como tuve en 1837, a la muerte de Larra. Los mejicanos me habían pronosticado que mi patria no se acordaba ya de mí; yo me había apercibido, por las obras nuevas que había hojeado, de que la nueva plévade literaria de España, la juventud sobre todo, sabía más que yo, porque había estudiado más; lo que es escribía tenía más meollo y menos hojarasca que la con que yo había formado afiligranado mis huecos versos. ¿Qué juicio habían formado de mi valor, en qué estima o en qué menosprecio me tenían los que tras mí habían surgido? ¿Me conservaban o me habían ahogado en su memoria? Deseaba yo que los mejicanos se hubieran equivocado; anhelaba que llegase a sus oídos y a los de Maximiliano, entre el ruido de algunos aplausos, la noticia de mi llegada a España; quería poder decirle algún día: «Yo tengo mi panteón en la patria donde tuve la cuna»; y esperaba en Perpiñán, discurriendo cuándo y cómo y por dónde volver a entrar en la tierra en que vi la luz.
Viajaba yo con dos pasaportes: el uno regio, como lector del Emperador y agregado a su casa imperial, del que en ninguna parte me serví; en el de mi secretario Federico decía: «Le acompaña D. J. Zorrilla»; y resultaba yo en él como su ayo, su mayordomo, su preceptor, en suma, como segunda persona. Así entramos el 19 de agosto en Barcelona, y nos hospedamos en el hotel de las Cuatro Naciones, no hablando más que francés, y sin que a autoridad alguna ni a vigilante de la frontera se le hubiera ocurrido que aquel Zorrilla, acompañante de un muchacho, fuera el autor de Don Juan Tenorio, viviendo yo siempre muy sobre mí para oír impasible mi nombre, si en mi presencia se mentara. Y así pasamos veintiún días en Barcelona, hasta que al vigésimosegundo se les ocurrió al avispado Aulés, al excéntrico Llanas, al severo Angelón, y a algún otro literato catalán, que aquella corva nariz judía y aquella fabulosa perilla, que bajo un hongo de muy anchas alas y sobre un estrecho gabán de verano iban todas las noches a respirar y a ventearse con las auras del mar al paseo de la muralla, eran las mismas que mis retratos copiaban desde febrero de 1837.
Una mañana en que solo y descuidado miraba yo unas caricaturas en un kiosko de la Rambla, sentí un «aquí está Zorrilla», al tiempo que una mano familiarmente caía sobre mi brazo. La sorpresa me obligó a venderme, y mi incógnito no pudo durar más. Al día siguiente se presentó en mi cuarto del hotel el tan conocido como estrambótico fabricante Pepe Puig y Llagostera, con una carta del bravo Ramón Losada, relojero cronometrista de Regent-Street, que era socio de la compañía de su fábrica explotadora, y en cuya carta le mandaba alojarme en su casa, etc. No era posible desairar al buen Losada, y su carta fué el origen de mi amistad y vida común con aquel extraño personaje, fabricante, diputado, conspirador y malogrado y disparatado Pepe Puig.
Aquí concluyen mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO. De mi Vuelta a la patria, segunda parte de éstos, tengo por concluir un libro, que publicaré o no, según me convenga. En él, quince años después de mi vuelta, me muestro agradecido a cuantos me han honrado con un verso de bienvenida, y aun con un simple saludo de cortesía, desde Narciso Campillo, que de Sevilla me dirigió el primero unas quintillas preciosas, hasta Manuel del Palacio, que aboga por mí en unas ingeniosas décimas en la hoja literaria de los Lunes de El Imparcial.