Recuerdos del tiempo viejo: 91

​Apéndices de Recuerdos del Tiempo Viejo​ de José Zorrilla


XVII editar

De cómo mi secretario pasó a Valladolid, y allí dispuso mi primera lectura en el teatro Calderón; de cómo de Valladolid subió a la villa y Corte, donde con la intervención y auxilio de Pedro A. de Alarcón, gran conocedor de la tierra, y práctico en el manejo de la aguja de marear, me preparó mi presentación con el bombo y serenatas convenientes; de cómo Luis G. Brabo, presidente entonces del Consejo de Ministros, temió neciamente primero que mi vuelta a España trajera una intención que no cabía en mí, y lealmente después me presentó a SS. MM. los reyes doña Isabel y D. Francisco, y de todo lo demás, que ni aquí cabe, ni a mis lectores importa, hay minuciosos pormenores en mi Vuelta a la patria.

Hace y basta hoy a mi propósito recordar cómo, ajustadas cuentas con mis antiguos editores y con los acreedores viejos míos y de mi casa, con aquéllos por ante mi escribano Hortiz y sus hijos Constantino y Pepe, y con los acreedores por mí mismo llamándolos a concurso, resulté debiendo, y acepté con latas condiciones que todos me acordaron, nueve mil y pico de duros; a cuenta de los cuales exhibí a Gullón mi Álbum de un loco en diez y ocho mil reales, y a los acreedores veinte y tres mil, de los treinta y tantos mil que con mis lecturas había ganado. Con lo cual, dando fin a mi primera exhibición, me quité de en medio, según mi costumbre, sin decir a nadie esta boca es mía, y me sumí en Quintanilla de So-Muñó a apacentar mi alma con las dulcísimas memorias de la niñez y las tristísimas de mi buena madre, mártir de mi abandono. En diciembre del 66 di a mi secretario Federico mil duros, de los mil doscientos que por su sueldo me había dado Maximiliano; y a éste, por mano de aquél y por el paquete francés de Saint-Nazaire, escribí dándole parte de lo hecho y aceptado; compré unos caballejos para ir y venir de Quintanilla a Burgos y de Burgos a Quintanilla; y en largos paseos por aquellos lugares donde había sufrido y gozado mis pesadumbres y amores de muchacho, y en largas conversaciones con un viejo prebendado de la catedral de Burgos, a quien he tenido por padre y como a tal he querido y venerado siempre, y para quien más tarde escribí la dramática tradición burgalesa de mi Encapuchado, esperé la llegada del mes de junio, plazo de mi palabra empeñada al príncipe austríaco, a quien había prometido volver a Méjico.

A fines de mayo, mi viejo segundo padre, el prebendado D. Julián García, que recibía mi correspondencia, me envió una carta de Maximiliano, en la cual me decía textualmente: «La abdicación va a hacerse necesaria; evite usted un viaje inútil y espere órdenes; tal vez nos veamos en Miramar»; y aguardé tranquilo aquel segundo anunciado aviso, que no debía ya recibir.

Y aquí, en estos momentos de espera, será bueno echar una rápida ojeada sobre mi situación, y hacer sobre ella algunas necesarias observaciones. He dicho que había ajustado cuentas con mis editores; pero este ajuste no era un saldo: yo he debido siempre algo a mis editores, porque jamás ninguno me ha negado el crédito. Al ajustar estas cuentas, traté de corregir algunas de mis obras y de recobrar con su corrección y refundición algo de sus productos: aviniéronse al principio mis editores con mi pensamiento, y no se negaron a cederme aquella parte que reconocían pertenecerme con justicia por la propuesta refundición; pero mejor pensado, ellos y yo desistimos de tal idea. Mis obras (las que aún viven) no me pertenecen a mí ya, sino al público; éste se las sabe de memoria, y por no volverlas a aprender las acepta con sus desatinos y rechaza toda corrección. Los veintidós años que estuve ausente de mi patria me mataron civilmente en el espíritu de la generación que no me veía, y yo volví como un resucitado que sufre los efectos y presencia el espectáculo de su fama póstuma. Volvieron, pues, mis editores a quedar en su perfecto y legal derecho, sin que a mí me ocurriera entonces, ne me haya ocurrido jamás, que me hayan engañado ni menos estafado en sus contratos. Yo escribí y vendí mis obras cuando no existía ley de propiedad literaria; no pensé más que en captarme con ellas el cariño de mi padre, a quien por ellas abandoné; no creí que la política le empobreciera, ni que lo famoso que había con ellas hecho mi apellido fuera una razón para desheredarme indirectamente, dejándome más deudas que capital; no pensé, por consiguiente, al venderlas, ni pude pensar en el porvenir. Es verdad que algunas han producido y siguen produciendo mucho; pero también hay muchas que apenas han producido lo que recibí por ellas, y que ya están para siempre sepultadas en el olvido.

Hay alguna que, mirada bajo el punto de vista mercantil, parece que pudiera acaso darme derecho de reivindicación; v. g.: Don Juan Tenorio; este drama es una mercancía literaria que entró en circulación en 1844, capitalizada en 600 duros. Suponiendo (y no creo exagerada mi suposición) que no haya producido más que mil duros anuales de derechos en provincias y Ultramar, y 300 en Madrid, suman 49.400 duros en los treinta y ocho años. Si esta propiedad no hubiese sido literaria o la ley acordara al ingenio la lesión enorme, es claro que un capital de 600 duros, del cual se han cobrado 49.000 de intereses, podía muy bien ser objeto de reclamación y de transacción, y no hubiera conciencia que no se pusiera de parte del reclamante; pero en este caso excepcional, no teniendo la ley efecto retroactivo, ni existiendo excepción para las mercancías del ingenio, mi obra está legalmente vendida, y legalmente y en derecho poseída por quien me la compró; y ni me ha ocurrido nunca, ni me ocurrirá jamás, demandar a mis editores la cesión de su propiedad, ni en todo ni en parte, ni menos caer en la vulgaridad de darme por robado ni por estafado; yo vendí como entonces se compraba, y mis editores compraron como yo vendía; las obras de teatro no pueden venderse a cala como los melones: éste pudo muy bien salir calabaza, como otros muchos; conque, a quien Dios se la dió, San Pedro se la bendiga; yo rechazo toda responsabilidad de cuanto dicen de mis editores los que me quieren a mí demasiado bien, los que a ellos o a mí nos quieren demasiado mal, y los a quienes, como al asno, matan cuidados ajenos.

Pero vaya otro punto de vista para mirar esta cuestión. Don Juan es lo que en lenguaje de bastidores se llama una obra de defensa; todos los empresarios se reponen con ella, y todos los actores cobran por ella su sueldo en la primera quincena de noviembre; pues bien, si todos los empresarios y los actores, que afectan compadecer al autor del Tenorio por la pérdida de su propiedad, hubieran dejado o dejaran una peseta de cada sueldo que mi Don Juan les procura los actores, y un duro por cada entrada los empresarios, no habría necesidad de pedir para mí al Gobierno lo que para él le piden algunos. Pero lejos de ocurrírseles manifestarme tan caritativa amistad, en cuanto llego a una población anuncian mi Tenorio a beneficio de un primer actor, me comprometen a asistir a la ejecución de mi pobre Don Juan, anuncian en los carteles mi presentación en la escena para atraer al público, con la esperanza de que yo diré algo, me colocan en el lugar más visible de la sala, instruyen a la claque y a los amigos de dónde me han de llamar y de lo que me han de pedir que lea o diga; me presentan a traición un papel o un libro, con el cual suelo hacer uno muy poco airoso, y después de haberme obligado a oírme a mí mismo oyendo mis versos, dichos Dios sabe cómo, hastiado de oírlos, asustado de haber hecho mal lo que sé hacer bien, y con los pies fríos y la cabeza caliente, como el negro del sermón, salgo yo del teatro; donde el empresario y el actor cuentan la entrada, de la cual, por supuesto, no me envían un céntimo, aunque no fuera más que para indemnizarme del camelo de verme tan mal decorado y tan descuidadamente representado; porque, seguros del éxito, ni el empresario ni los actores suelen, con rarísimas excepciones, cuidarse de las representaciones obligadas de mi Don Juan.

Y esto es la gloria del autor del Tenorio, que tiene una sola, pero impagable, compensación: el aplauso sincero del pueblo, que me considera como un poeta popular desde la punta del pie hasta la de la perilla. Y, salvo sea el consonante, volvamos a Quintanilla.

A fin de junio anunció el telégrafo, y confirmaron en julio la Correspondencia oficial y los periódicos, el fusilamiento de Maximiliano, que me dejaba sumido en la aflicción y cargado con mis deudas, pero libre de mi palabra y dueño de escoger tierra en qué morir. Escribía bajo la impresión de aquella infausta nueva mi libro El Drama del Alma, según me lo dictó mi con ciencia, y me dispuse a volver a la vida insegura, azarosa y sin porvenir en España, del trabajo literario de pane lucrando; por más que no viese en aquel momento el modo de tomar la embocadura a la trompa épica o a la rústica pepitaña con que iba a tener que acompañar el casi olvidado canto de mi vieja y enronquecida musa.

Pensando en ello con no infundada preocupación, me anunció una carta de Barcelona la venida a mi retiro de uno de los socios de la casa editorial catalana MONTANER Y SIMÓN. Y vino este último a proponerme la traducción delos cuatro poemas de Tennyson en su edición ilustrada por Gustavo Doré: convencíle yo de que era mejor hacer una leyenda española con las mismas ilustraciones de los poemas ingleses; y comenzamos aquel tour de force, del cual no podían salir cuatro páginas legibles en medio del tumulto y la inquietud en que debieron escribirse; porque sabido por el excéntrico fabricante Pepe Puig y Llagostera mi trato con los Montaner y Simón, me ofreció hospitalidad en su casa de Barcelona y en su fábrica de Esparraguerra; con su cuenta y razón, como él decía, para que el poeta castellano no le ofendiera la protección de comerciante catalán. Acepté y me establecí en Cataluña.

Los curiosos pormenores de aquel tiempo de vida común, con su cuenta y razón, con Puig y Llagostera, están en mi Vuelta a la ptria. Víctor Balaguer, Pedro A. Torres Ditazza, Roure y los poetas catalanes, me pasearon en triunfo, noble y generosamente, por la tierra de las sangrientas barras y las rojas barretinas; allí fuí desde entonces aceptado y tenido por hermano, y donde quiera que a oírme me han llamado, me han colmado de obsequios y de aplausos, y me han despedido con un puñado de duros; porque en aquella tierra del trabajo, se comprende que nadie debe trabajar sin recompensa. Desde entonces hasta hoy, he tenido casi siempre mi casa en Barcelona, y allí soy mirado como catalán, aunque no uso barretina; y allí he podido decir, como un hermano entre sus hermanos, que

Cuando por las calles ven mi persona,
dicen los noys que pasan: es En Surrilla,
lo mismo que si fuera de Barcelona.

Y sea el que quiera el porvenir, no será mi pluma quien eche más leña al fuego, ni seré yo quien retire el primero su mano de entre las de los poetas catalanes; y espero en Dios que sobre estas nuestras manos jamás desenlazadas, el porvenir volverá a construir lo roto y a unir lo cortado, si por desgracia la política o el interés llegaran a romper o cortar algo; siendo la poesía la inmóvil base y el indestructible anillo de la unidad y de la fraternidad españolas.

Y Dios me tome en cuenta palabras dichas tan sin bajeza como sin miedo: porque sólo los necios ignoran que la lealtad es hermana de la gratitud. Así lo entendimos Puig y yo al juntarnos, y en su casa creí por aquel tiempo que la fortuna iba por fin a darme la cara.

Una buena mañana se nos presentó inopinadamente León Williez, tan excéntrico y estrafalario como el difunto Puig, diciéndome, sin tiempo casi para abrazarnos ni aun saludarnos: «Vengo de Madrid, y vuelvo a Francia para establecer casa editorial en París. La muerte de aquel señor le desliga a usted de su palabra; he aquí lo que le propongo; un contrato por diez años; tres tomos de leyendas, verso y prosa, y quince mil francos en cada un año y casa en París; cuentas, cada tres años. Si se pierde, usted no debe nada; si se gana, cubiertos gastos de impresión, correo, administración, etc., a partir utilidades. Libres a usted las obras de teatro, libre a mí la especulación.»

Quise hacer observaciones, pero me interrumpió cogiendo el sombrero: «No tengo más que horas de que disponer; se toma o se deja; yo me embarco esta noche en el correo de Celte. Volveré a comer y a despedirme.» Y se marchó.

Conocido el personaje, y consultado con Puig, acepté; y entre los dos, él dictando, como ducho en fórmulas de tales documentos, y yo escribiendo, porque fuera de mi letra, hicimos la minuta del contrato provisional.

Tornó Williez al anochecer: firmó mi manuscrito; un escribiente de Puig hizo a la carrera una copia, que, firmada por mí, se guardó Williez; y dejándome una cantidad para que no excusara el viaje a París cuando él me llamara, le acompañamos, y partió en el buque correo de Celte, que es el más feo de cuantos surcan el Mediterráneo.

Creí asegurado mi porvenir; pero, por lo visto, nací de espaldas a la fortuna. Williez fué a Strasburgo a arreglar sus asuntos de familia; y al cogerle allí con aquella excéntrica facha, aquel carácter tan sin aprensión, y metiéndose por todas partes, hablando correctamente el francés y el alemán, me le fusilaron los prusianos tomándole por espía.

Conque, según mi cuenta, yo he muerto mercantilmente tres veces: la primera en la Habana, el 60, con Cagigas, cuya falta echó por tierra el negocio que debía enriquecernos a él, a Portilla y a mí; la segunda en Méjico, fusilado con Maximiliano, y la tercera en Strasburgo, con Williez.

Nadie dirá, al encontrarme tan tranquilo por las calles de Madrid y de Barcelona, que yo soy un muerto tres veces resucitado; pero advierto a mis lectores que a la conclusión de estos recuerdos estoy amagado de una cuarta defunción, y que de ésta si que no resucito.




Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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