Recuerdos del tiempo viejo: 61
XVI
editarPor el camino, es decir, en el carruaje colorado de Casimiro, no había modo de explicarse, porque no lo había de aislarse dentro de su único departamento, el cual constaba de tres banquetas de a cuatro puestos; dos en los testeros de la caja y uno en medio, suspendido de los costados: la entrada tenía lugar doblando los dos asientos laterales de la banqueta central. Los que ocupaban ésta daban la espalda a los que iban en la banqueta posterior, por lo que se hacía difícil la conversación general, y nadie dejaba nunca de ser mirado constantemente por los compañeros que de frente llevaba: los de la banqueta posterior y los de la del centro por los de la anterior, y éstos por los de las otras dos. La carretera no lo era más que en el nombre; el movimiento del vehículo insoportable, los encontrones perpetuos, y se necesitaba una perpetua atención para guardar el equilibrio y no desnarigarse con su vecino; no recuerdo haber viajado de manera más incómoda.
Caminábamos despacio para no apurar al ganado, y llevábamos constantemente a veinte varas delante de nosotros un coche ocupado por tres monjes Agustinos, quienes se asomaban frecuentemente a las ventanillas para ver si les seguíamos, como nosotros para ver si nos precedían: parecían ambos carruajes dos barcos navegando en conserva, cuidadosos de no perderse el uno al otro de vista.
No tuvo Cagigas precisión de satisfacer la curiosidad que en mí excitaba la por él anunciada compañía de aquellos tres frailes, porque pronto la conversación entablada por nuestros compañeros de viaje me puso al corriente de su falsa o verdadera historia, tal como algún periódico poco clerical la había contado, y tal como la había aceptado el vulgo, que lo peor piensa siempre y de lo más inverosímil se paga.
Y contaba que una tarde de aquel apenas trascurrido otoño, presentáronse dos extranjeros en el convento de los PP. Agustinos pidiendo hospitalidad, a la cual con derecho se declararon como afiliados a aquella orden en el país de donde venían. El destierro del venerable Prelado, el secuestro y venta de parte de los bienes del clero regular y la libertad en que éste se hallaba, exente de vigilancia por parte de la autoridad eclesiástica, a causa del disturbio de aquel primer período revolucionario e innovador, tenía a los frailes de polendas mejicanos desperdigados por los pueblos, haciendas y rancherías, en casa de sus protectores devotos y de sus devotas hijas de confesión, lo que en Méjico se llama gráficamente mudar temperamento. Ocupaban, pues, solamente la casa conventual de los Agustinos el P. Procurador, el viejo maestro de novicios con los pocos que ya había, y el mayordomo encargado de la administración interior, a cuyas órdenes estaban la repostería y los legos de servicio, cuando les llegaron los dos citados y desconocidos huéspedes.
Recibióles tan cortés como receloso el P. Procurador, y después de procurarles un refrigerio en el refectorio, les condujo al aposento que les había destinado. En vano había el desconfiado P. Procurador procurado sacar las palabras de la boca a los dos poco expansivos forasteros; el uno hablaba un español muy mezclado de italiano, y el otro callaba como si en vez de Agustino fuese Cartujo, o como si por inferior a su compañero no debiera más que escucharle. Mientras el P. Procurador les buscaba la lengua sin encontrársela, aquellos viajeros, abriendo sus maletas, sacaron de ellas, y se endosaron tranquilamente, unos hábitos Agustinos tan completos, que uno de ellos mostró en el suyo los atributos de la suprema dignidad de la Orden al estupefacto Padre Procurador, que le contempló abriendo tamaña boca y ojos tamaños, como jamás hubiera creo que pudiera dilatársele.
—Mande, hermano, tocar la campana —díjole el recién venido —y reúna la comunidad en la Sala de Capítulo.
Pero como el P. Procurador sabía que ni el sonido de todas las campanas de la catedral podría llegar a donde sus monjes no podían oírlas, permanecía boquiabierto y ojiazorado, sin saber ni qué decir ni qué decidirse a hacer. Resuelto, por fin, a ganar tiempo, dijo muy compungido que aquella hora era de paseo, y que los monjes que en la ciudad estaban volverían a la noche, y que iba a mandarlos a visar; y afectando una obediencia ciega y una diligencia sorda, desapareció, dejando a los recién llegados esperar ceñudos e impacientes la vuelta del escapado Procurador y de sus paseantes monjes.
Llegaron cuando pudieron los seis o siete que por la ciudad andaban, y criados bien montados trajeron a los que tomaban el temperamento por la temperatura, según el lenguaje del país, en el trascurso del siguiente día. Echóles el Superior una soberana reprimenda, y volvió a abrirse la iglesia al despuntar el alba, y a llenarse los altares de celebrantes de la santa misa, y los confesonarios de devotas pecadoras, y el templo de fieles, y volvieron a volear las argentinas campanas, a estremecer y perfumar la sacra nave el órgano y el incienso; y con asombro del Gobierno y satisfacción de los verdaderos creyentes, tornó a ser la comunidad ejemplo de fervor en el cumplimiento de su santo ministerio en las difíciles circunstancias por que la política del de Comonfort les obligaba a atravesar. Cambióles el meticuloso Superior en negras las medias blancas que usaban, y que jugaban con sus negros hábitos, y la ridícula canoa de su sombrero por un gracioso y acandilado tricornio, como el que él de Roma traía; y todo el mundo les tuvo en cuenta y aceptó con respeto tan inesperado cambio.
Pero no era ésta la cuenta de los PP. Agustinos, un poco más latos en su disciplina en aquellas latitudes, cuyo clima respira molicie, independencia y poesía, que en las de la fría Europa. Un domingo llevaron al severo Superior a decir misa a una opulenta casa de una señora devota sincera y buena cristiana. Al fin de la misa, un ujier le ofreció en una bandeja de plata un ramo de flores; alargó el Agustino la mano para agradecer graciosamente el obsequio; pero no pudo llevárselo al olfato, porque las treinta rosas de que el ramo se componía contenían treinta onzas de otro que pesaban más que olían. El P.Procurador le advirtió que era costumbre del país, cuya no aceptación era una ofensa; y en vista de que el mitrado Agustino guardó el ramo en su celda y no envió sus onzas a mayordomía, al domingo siguiente le prepararon sus monjes otro mayor en la misa de las monjas de Coyoacan o de otro inmediato pueblo, hasta que un lunes, llevándole ante un arcón donde guardaban sus capitales, le dijeron: «La tormenta política se nos viene encima. Vuestra Ilma. no conoce nuestro país: nos tendremos que disolver, o nos disolverán; tomo lo que le convenga, y déjenos con nuestras medias blancas y nuestras canoas arrostrar una tempestad a la cual es inútil que se exponga el jefe de quien necesita toda la Orden.»
Dicen que el Superior de los Agustinos, que iba en el coche delante de nosotros, llevaba letras sobre la Habana por dos mil onzas, y que el P. Procurador le acompañaba a embarcarse en Veracruz para verle embarcar y asegurar de su partida a los monjes.
Tal fué la falsa o verdadera historia que de él contaron nuestros compañeros. ¡Quién sabe!
Algunos de ellos se fueron quedando en Orizaba y Córdoba. Aquí se empaquetó con nosotros en el coche un judío llamado Salomón, a quien en Méjico llamaban «Salomón el de los brillantes», no sé por qué, y el cual Salomón traía consigo una hermosísima judía, su legítima mujer. El tal judío sabía tanto como su real homónimo el hijo de David: de todo hablaba y a todos conocía en Méjico y en Veracruz: con todos había hecho o tenía pendientes negocios, y después de haber servido en Méjico a Miramón, pensaba hacer a Juárez el servicio de revelarle los secretos de aquél. Felizmente, no nos conocía ni a Cagigas ni a mí. Cagigas me dijo:
—Déjele usted hablar y hágase el tonto.
Y así, después de haber impedido Cagigas que los indios nos robasen, como he dicho en un artículo anterior, topamos con este judío hablador y con su hermosísima judía, con los cuales llegábamos ya al pueblo de La Soledad, casi a vista de Veracurz. Si no podíamos pernoctar en aquella ciudad aquella misma noche, no podíamos ya embarcarnos; el buque levaba anclas al día siguiente al mediodía.
Pero ya a vista del pueblo, nos hallamos a nuestros tres PP. Agustinos, que nos esperaban apeados y desesperados. El coronel Andrade, cuyos quinientos hombres estaban a doscientos pasos de nosotros, iba a atacar a La Soledad y les había mandado hacer alto. Cagigas me dijo:
—Si no podemos llegar a tiempo de embarcarnos, yo no puedo entrar en Veracruz. Si Juárez me coge, me fusila.
Yo conocía al coronel Andrade, que era un joven de tan buena familia como de buena educación. Le expuse nuestra situación, y me dijo:
—Usted sabe que nadie puede pasar delante de un jefe que efectúa un movimiento estratégico. Voy a atacar a los jarochos. Si los desalojo de La Soledad, pasarán los viajeros inmediatamente. Si me resisten, haré una tregua para que pasen vuestras mercedes.
Expliqué yo a los Agustinos y a mis compañeros lo dicho por el coronel Andrade, y mustios, inciertos y cariacontecidos, nos agrupamos en silencio a esperar el resultado del ataque del coronel Andrade, que disponía su tropa para atacar por dos lados, simultáneamente, el cerrillo en que ese eleva la aldehuela de La Soledad.