Recuerdos del tiempo viejo: 14

INTERRUPCIÓN

Sr. Director de Los Lunes de El Imparcial

Mi querido amigo: Siento mucho no poder enviar a usted original de mis Recuerdos del tiempo viejo para el número de mañana: pero la primavera que Dios prematuramente nos ha enviado esta semana a los que en Madrid vivimos, ha hecho fermentar en mi viejo corazón el espíritu vagabundo y holgazán de todo buen español en la estación primaveral. Confieso a usted, y sin que tal confesión me pese o me ruborice, que no he hecho más en toda la transcurrida semana que pasear al sol mi pellejo, que con el frío comenzaba ya a apergaminarse, conversar con dos amigos tan viejos como yo, del tiempo que no volverá, y vagar por las calles de Madrid como un gorrión nuevo recién escapado del nido, que no piensa en volver a él mientras luzca el sol sobre el horizonte.

En esta ociosa vagancia me ha cogido el sábado, mi querido Munilla, sin haber escrito ni acordarme de escribir una palabra del artículo de mañana: así que, mi Puñal del godo pendiente se está como quedó en nuestro número del 1.° de marzo, y no lo volveré a coger hasta el del lunes 15: y para bien sea; porque un puñal en manos de un viejo loco, puede acarrear a cualquiera un susto, si no un disgusto. Yo quisiera sincerar mi falta dando a usted alguna razón que de ella con usted me disculpara: pero, la verdad es que no la tengo: si le escribiera a usted en verso, ya inventaría yo alguna mentira, por excusa; pero escribiendo en prosa, debo decir la verdad como hombre honrado.

El lunes, satisfecho de haber publicado y cobrado mi artículo, me salí al sol a espaciar el ánimo y a descansar del trabajo hecho. Los martes son malos días para empezar negocio ni labor alguna: el miércoles me volví a salir al sol para prepararme a oír por la noche en el Ateneo al Sr. Moreno Nieto; a quien voy yo siempre a escuchar cosas que yo no sé, y las dice de una manera tan de mi gusto, que le escucho arrobado, y me pesa siempre de que concluya de exponer aquellos sus tan bien hilados discursos, tan lógicamente hilvanados en tan primorosas frases. El jueves continué paseándome al sol, para rumiar lo oído al Sr. Moreno Nieto; y a las siete y media (costumbre mía de los jueves) me senté a la mesa de la condesa de Guaqui, quien siendo hija de mi condiscípulo el duque de Villahermosa, es al mismo tiempo hermana del ángel rubio encargado por Dios de abrir las puertas de la aurora y de derramar la luz y la alegría sobre la tierra. Recibe conmigo a su mesa los jueves esta gentilísima señora al prodigio de memoria, de erudición y de precocidad, el joven Menéndez Pelayo, al infatigable Grilo, que nos recita sus versos, los míos y los de todos los poetas que conoce; a Pepe Esperanza, quien me hace concebir la de escuchar el celeste concierto del Paraíso, cuando él pone las manos en el piano, y otros renombrados ingenios y conocidísimos personajes, de quienes no cito a usted los nombres, porque no le parezca que trato de darme más importancia de la escasa que mis versos me han adquirido, más por el ajeno favor que por su mérito propio. Puede usted comprender que no tendría perdón de Dios, si empleara los viernes en otra cosa que en saborear los recuerdos en prosa y verso del salón de aquella condesa Carmen, con la cual no tienen flor comparable ninguno de los Cármenes escalonados en el valle de los Avellanos de la morisca Granada.

Del viernes ya pensé emplear la noche en escribir mi artículo; pero fatalmente para usted, los viernes ha dado en reunir en su casa la señora de Malpica a algunos amigos suyos, entre los cuales me cuenta; y ¡ay, señor Director de Los Lunes de El Imparcial! recibe esta señora con tal cariño y con tan buen gusto en una tan elegante morada, y van a casa de esta señora dos niñas morenas, que cantan como dos ángeles, dos rubias que tocan como dos serafines, y otras dos de tez apiñonada y cabello castaño que tocan y cantan como dos Santas Cecilias… en fin, de aquella casa se sale con pesar a las cuatro de la mañana; y el sábado hay que pasarlo en soñar con aquellas tres parejas de muchachas, que le dejan a uno en los oídos para veinticuatro horas el eco de todas las harpas de Sión, y de los gorjeos de todos los ruiseñores de los bosques de la Alhambra.

La tarde del sábado, cuando ya iba disipándose la especie de embriaguez en que envuelven el espíritu de los poetas, aunque seamos viejos, el recuerdo de tanta poesía, tanta música y tantos serafines con forma humana…, ella bajando y yo subiendo, tropecé en la calle de la Montera con la marquesa de D.H., que es la más mona de todas las marquesas de los reinos unidos y desunidos de Europa; una malagueña que tiene una mata de rayos de sol por cabellos, un puñado de azucenas por cara, dos pedazos de cielo por ojos y dos ramilletes de jazmines por manos, y que me dió justísimas quejas, y que la di merecidísimas satisfacciones, y que me ofreció el perdón suyo y el de su esposo, y que la prometí enmienda, y que me fuí a mi casa entre la niebla del crepúsculo, mareado y andando a tientas con el recuerdo de sus palabras y la imagen de su hermosura.

Envié a mi familia al teatro de Apolo, y dejando el estreno de la comedia Ángel por oír a Blasco, me dirigí al Ateneo.

Pero Blasco es más vagabundo que yo, y a las diez nos dijo el secretario que Blasco no daba su lectura aquella noche. Un poco despechado de aquel chasco que con su ausencia me pegaba Blasco, eché hacia el teatro de Apolo, desesperanzado de acabar la semana tan poética y armoniosamente como la había pasado, puesto que daban una comedia en prosa para mí desconocida: Lo positivo.

A más de la mitad iba ya la representación del acto segundo, cuando ocupé yo mi butaca de primera fila; ignoraba el argumento y dábame apenas cuenta de lo que en la escena sucedía, cuando la Hijosa, que en ella estaba sola, dejó un periódico en que había leído y tomó una carta que tenía delante por leer. Desplegó poco a poco el papel de aquella carta y comenzó su lectura con una indiferencia que cambió en atención, y que fué pasando de ésta al interés, y de éste al sentimiento, y luego a la ternura, y vi con mis gemelos que las lágrimas brotaban de los ojos de la actriz, y sentí las mías anublarme los cristales a cuyo través la contemplaba, y oí por fin estallar un aplauso universal, y solté mis anteojos para aplaudir su final de acto, cuya ejecución hacía mucho tiempo que no había yo visto par.

En el tercero desplegó Pepita Hijosa un lujo de pormenores, un estudio de detalles tan minucioso, un cuadro tan acabado de cómica coquetería, manifestó tal seguridad y franqueza, tal posesión de la escena, que envidié la fortuna del Sr. Tamayo o Estévanez, como quiera llamarse el académico autor de aquella comedia, en la cual se me revelaban a un mismo tiempo el más práctico de nuestros autores, y una actriz incomparable para el estudio de sus papeles.

Puede un gran poeta desarrollar en ricos versos o en castiza prosa, un gran pensamiento, y dar cima a una gran creación; pero el mejor poeta no puede hacer más que escribir sus palabras; y si el actor no da a cada una de las de su papel una intención, una inflexión, un movimiento y una vitalidad competentes, de la palabra no resulta más que un sonido sin vibración que excita seca, pálida y fría la idea en ella expresada. En lo que yo ví de Lo Positivo, el poeta ha confeccionado sus palabras y sus escenas como maestro; pero la Hijosa da a su palabra el movimiento, el relieve y la vida del sentimiento del arte.

Yo no conocía, amigo Munilla, a esta actriz que ha hecho su reputación durante mis treinta años de ausencia de España; y como todavía su acento me resuena dentro del tímpano, su figura y su juego escénico me bailan aún en las pupilas, y el recuerdo de la actriz me turba la memoria, no tengo ni tiempo ni ánimo para escribir el artículo de mañana.

Compóngase usted, pues, como pueda, que yo voy a probar si durmiendo doce horas seguidas, puedo desembarazarme de la deliciosa pesadilla que me producen en vigilia las encantadoras imágenes de las nueve bienhechoras hadas, con quienes he tenido la fortuna de tropezar en la semana que acabó ayer. Si Dios me da otras cuatro como ésta, el premio grande de la lotería en la quinta, y la gloria después de la muerte… reclame usted, señor Munilla, reclame usted ante todos tribunales humanos y en el divino, porque no habrá justicia ni en la tierra ni en el cielo.

Suyo afectísimo…


Los redactores de El Imparcial no quisieron dejar pasar el número de aquel lunes sin artículo mío, y sustituyéndole con mi anterior epístola, le completaron con la siguiente nota y los subsiguientes versos: todo lo cual dejo yo en este lugar, interrumpiendo mis recuerdos como ellos lo intercalaron en los Lunes de su periódico.


Mal satisfechos con esta carta del Sr. Zorrilla, corrimos a su casa, pero no le hallamos en ella. Registramos osados su pupitre, y encontrando en él el borrador de las siguientes octavas, las publicamos a continuación de su carta, en lugar del artículo que hoy no contaba darnos.

Dios te ha dado, Valenciana,
la beldad de las huríes;
en tu faz, cuando sonríes
se abre el cielo y se ve a Dios;
quien al darte en carne humana
modelada tu hermosura,
dijo: «Ahí va esa criatura,
y como esa no hago dos.»

Y eres única por eso:
yo creí que era mi Rosa,
la primera y más hermosa
en el ámbito español;
pero a ti, prez y embeleso,
luz y gloria de Valencia,
te creó la Omnipotencia
sola y sin par, como el sol.

En tus ojos nace el día,
que ajimeces son del cielo
por los cuales manda al suelo
de Valencia Dios la luz.
Ha supuesto Andalucía
que era Venus sevillana…
no lo creas, Valenciana;
erró vano el andaluz.

Al matar el cristianismo
a la Venus de Citheres,
se asió a ti Cupido, y eres
quien le lleva de sí en pos;
si hizo a aquella el paganismo
de la espuma de los mares,
de capullos de azahares
y de luz te hizo a ti Dios.

Tú eres Venus, Valenciana;
tu hermosura es más perfecta
que la helénica, romana,
bizantina y oriental:
tú eres la obra más correcta
de las manos de aquel numen
que es la cifra y el resumen
de lo bello y lo ideal.

Y contigo, almo trasunto
de aquel germen de hermosura,
de sin par modeladura
en su inmensa creación,
no tiene el más leve punto
de adhesión comparativa
criatura alguna viva
en belleza y perfección.

No creó naturaleza
ningún tipo de hermosura
que no fuera a tu belleza
algún rasgo a demandar;
te pidió el cisne blancura,
el armiño tu limpieza,
el halcón tu gentileza,
y el antílope tu andar.

Tienes ojos de paloma
y hebras de sol por pestañas;
Dios te ha puesto en las entrañas
los efluvios del rosal:
y respiras los aromas
que desprende en las montañas,
de sus troncos y sus gomas,
el calor primaveral.

Tu cabeza toca airosa
tu abundante cabellera,
como al cedro y la palmera
su ramaje secular:
de las ondas de tus rizos
la espiral es más graciosa
que los arcos movedizos
de las ondas de la mar.

Tu cintura, más esbelta
que los vástagos del mimbre,
hace el paso que se cimbre
de tu andar de garza real;
y tu leve falda suelta
flota en torno de tu talle,
cual la niebla que en el valle
alza el sol matutinal.

Mas sutilmente no liba
colibrí de cien colores
en el cáliz de las flores
el rocío que en él ve;
más ingrávida no estriba
la ligera mariposa
en las hojas de una rosa,
que al andar pisa tu pie.

De tus labios la sonrisa
como un alba se desprende
que por la atmósfera extiende
viva luz y aura vital,
y tu aliento es una brisa
que del cielo baja al suelo
por tus labios, que del cielo
son las puertas de coral.

Son más dulces tus palabras
que la miel de las abejas;
el olor que tras ti dejas
aventaja al del clavel:
y tu amor, con el que labras
mi ventura, reasume
la dulzura y el perfume
de la flor y de la miel.

Tú eres Venus, Valenciana:
tus dos labios carmesíes
al abrir, cuando sonríes,
se abre el cielo y se ve a Dios;
quien al darte en carne humana
modelada tu hermosura,
dijo: «Ahí va esa criatura:
mas como esa no haré dos.»


Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - XV - XVI - XVII - XVIII - XIX - XX - XXI - XXII - XXIII - XXIV - XXV- XXVI - XXVII - XXVIII - XXIX - XXX - XXXI - XXXII - XXXIII - XXXIV - XXXV - XXXVI

Parte 2: tras el Pirineo

I - II - III - IV - V

Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - XI - XII - XIII - XIV - XV - XVI - XVII - XVIII - XIX (En la Habana) - XX - XXI - XXII - XXIII - XXIV - XXV - XXVI - XXVII - XXVIII - XXIX

Apéndices

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - XV - XVI - XVII - XVIII - XIX - XX

Hojas traspapeladas

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X