Recuerdos del tiempo viejo: 85
XI
editarVolvíme yo al campo, y quedáronse los emperadores en su palacio; ni ellos juzgaron ocasión suficiente aquélla para hacerme oferta alguna, ni yo hice nada de mi parte para que me las hicieran. Yo no era allí nadie, ni tenía, como extranjero, derecho a aspirar a nada; el emperador me fué simpático desde la vez primera que le vi; pero además de que la emperatriz no me lo fué nunca, comprendí desde su llegada que jamás el imperio echaría raíces en aquel país; porque ni Maximiliano podía llegar a comprenderle nunca, ni Méjico a Maximiliano.
La diplomacia conducía la intervención por el camino de una política que jamás podía ir acorde con los sentimientos, los instintos y el carácter de aquel pueblo, a quien los franceses no conocían, y Maximiliano tuvo allí, desde que llegó, dos elementos que neutralizaron todas las probabilidades de éxito y estabilidad que le daban su inteligencia, su amabilidad, su sincera voluntad de hacer bien al país, y la asiduidad con que en hacerla trabajó, adoptando una vida modesta que no chocara con la sencillez republicana que halagaba a aquella nación, recientemente emancipada y desvanecida ya por las teorías de una libertad a cuya práctica no había llegado, pero de la cual creía gozar en su independencia de la antigua dominación española.
Los franceses, que suelen generalmente no estudiar la lengua, ni la historia, ni las costumbres de los países adonde van, creían que la mayor parte de los mejicanos tocaban aún su cabeza con plumas, cubrían su cintura con taparabo, y se armaban con arco y flechas; y al desparramarse los zuavos por la capital, vieron a las mejicanas que seguían atrasadas no más de un trimestre las modas de París, y oyeron a todos los mejicanos que no pasaban de los treinta años hablarles la lengua francesa, en sus escuelas hacía ya cuarenta enseñada.
Y a los que crean exagerada esta opinión mía, les diré que todavía se cree en Francia que las señoras españolas llevan la navaja en la liga, y que los hombres vestimos de toreros, cuyos trajes cambiamos por los suyos cuando atravesamos por su frontera. Ahí están sus periódicos y sus grabados; una estampa de España no pasa por española si el paisaje no está animado por una procesión de frailes con la teja de D. Basilio en la cabeza y una pareja de bailarines ejecutando un bolero al son de una guitarra, mientras pasa la procesión. El pueblo francés seguirá aún muchos años viéndonos a través de este prisma, a pesar de los ferrocarriles y de la prensa; y si tal cree de nosotros, a quienes tan vecinos tiene, ¿cómo juzgará a los pueblos entre quienes y él extiende Dios la inmensidad de los mares, y levantan sus escritores las inauditas patrañas de sus libros?
Así que los franceses, queriendo imponer a la fuerza su política al imperio y al pueblo de Méjico, hacían el vacío en torno del engañado Maximiliano; y agrandaban este vacío las exigencias irrealizables de partido allí llamado religionero, el cual creía que el emperador católico debía de despojar y desterrar a todos los compradores de bienes nacionales eclesiásticos y de manos muertas enajenados por Juárez y Comonfort, a cuyos hechos consumados no podía aplicar el nuevo emperador más que sus justas leyes de revisión de títulos y escrituras de adquisición.
Yo no me he mezclado jamás en política, porque no he sabido hacer más que versos; pero no se necesitaba más que no haber perdido el sentido común para comprender la posición en Méjico del emperador Maximiliano. Mi simpatía por él no tuvo más base que la profunda compasión que me inspiró aquel noble príncipe, a quien desde su llegada consideré como la víctima expiatoria de los errores de la casa de Hapsburgo en América. ¡Preocupaciones vagas del poeta cristiano, que cree que Dios castiga en este mundo, como a los individuos, a las razas y a las naciones!
Un día me dijo una dama de la emperatriz que el emperador deseaba hablar conmigo de teatros y poesías, y utilizar mi fama y mi práctica en la gaya ciencia; pero que habiéndole dicho que yo era un furioso republicano, temía de mi parte una grosera repulsa al más sincero avance o a la más cortés oferta. Respondió la dama a la Emperatriz de lo absurdo de semejante aserto; aseguróla que yo era completamente extraño a la política, y prometióla que, cuando el Emperador visitara su hacienda, me encontraría en ella dispuesto a serle útil como lo creyera conveniente.
Y en un viaje que hizo por los Llanos para ver el acueducto de Tempoala, se hospedó en una hacienda a cuyo lindero salí yo a recibirle con los propietarios de ella, y fuí de los invitados a su mesa y de los que tomaron parte por la noche en una tertulia en la cual se hizo música, y leí y recité cuantos versos él me pidió; pero no habiendo tenido ocasión de hablarme a solas durante aquel largo festín y de los prolongados obsequios que allí se le hicieron, me dijo al retirarse después de la media noche:
—Mañana saldremos a las cinco, y tendré mucho gusto en que me acompañe usted, que debe conocer este país.
A la partida para el acueducto tuve yo buena cuenta de que mis criados tuviesen ensillados mis caballos, y me ingerí entre su escolta austríaca, cuando arrancó de la hacienda la carretela en que viajaba con un secretario.
Las mañanas de la estación de las lluvias son deliciosas en aquellas llanuras. Los días amanecen claros y el sol espléndido, y las nubes no empiezan a cuajarse hasta una o dos horas después del mediodía. La tierra despide el balsámico vapor de la humedad absorbida el día anterior a través de las yerbas, y las plantas aromáticas que alfombran aquellas extensas praderas, y un aire salubre y vivificador, refrescan los pulmones al respirar.
Si no estuviera poblada aquella tierra por nuestra raza, inquieta y torpemente germinadora de guerras civiles, allí se viviría con la vida que Dios acordó al hombre al crearle en el Paraíso; porque Dios ha derramado allí la luz, la vida y la alegría, y el hombre desprecia allí los favores de Dios, tornándoselos en pesares y desventuras. Maximiliano, o contemplaba absorto aquel maravilloso amanecer, o rezaba como católico sus oraciones matutinales; ello es que marchamos los primeros minutos en religioso silencio y a lento paso, porque no le gustaba correr en sus viajes ni en sus paseos; al fin, tinado atrás la capota de su ligera carretela, dijo, volviendo la cabeza: «Así gozaremos del aire y podremos hablar.» Miré yo a mi alrededor, y vi sólo oficiales y soldados austríacos, autómatas de la disciplina y esclavos de la consigna; los de la hacienda, no creyendo tan madrugador a Maximiliano, enganchaban sus tiros y ensillaban sus caballos para alcanzarnos; espoleé, pues, mi cabalgadura, y me coloqué al estribo, esperando que el Emperador me dirigiera la palabra. A las primeras nos entendimos:
—El secretario que me acompaña —me dijo— es alemán, y no comprende el castellano; habla usted sólo conmigo: hable usted, pues, sin rebozo.
No se lo dijo a sordo ni tartamudo: preguntó claro, y no respondí turbio; quedamos en que, no buscando en mí un adulador ni un palaciego más, yo debía ayudarle a crear un teatro nacional mejicano, del cual me nombraría director, con la condición de que no me mezclaría ni en la política del país ni en las intrigas de palacio; no me obligar a usar uniforme ni distintivo alguno, y tendría derecho a ser recibido por él inmediatamente que yo le pasara mi tarjeta por la secretaría del gabinete civil.
Y seguimos alegremente el camino, visitamos el acueducto, cuya arquería compite en altura y extensión con los de Segovia, Mérida y Tarragona, y que es obra de un buen fraile, a quien los indios llamaron el padre Motolinia, que significa «el hombre pobre». Este buen fraile, que dejó en Méjico tan buena memoria como San Francisco Javier en Goa, se mesaría hoy las barbas y lloraría si pudiera resucitar y ver que su acueducto, destruído por el abandono y robadas sus piedras una a una, no sirve ya para llevar a Otumba el agua de Zempoala, que fué para lo que él le construyó; y ¿quién sabe si, como Dios le acordó la perseverancia para construirle piedra a piedra, acordar a su indignación el milagro de convertir con una palabra de su inmóvil e inútil esqueleto de piedra en un gigantesco ciempiés que moviese todas sus mil columnas para marcharse tras él de aquella ingrata comarca, que se ahoga de sed por haber cortado la médula cristalina que el fraile hizo correr por su hueca columna vertebral?
Maximiliano ordenó su recomposición; pero esta orden, como otras muchas que dió, no tuvieron tiempo de cumplirse; y en medio de una de aquellas lluvias tropicales de que Europa apenas tiene idea, el Emperador se tornó para la capital y nosotros a los magueyales de los Llanos.