Recuerdos del tiempo viejo: 87
XIII
editarTres meses después, un acontecimiento que sólo dependía de Dios, varió completamente mi posición social, y pedí permiso a Maximiliano para volver a Europa. Aunque yo no era nada en su Imperio ni en su corte, pues la dirección de un Teatro Nacional que aún no existía no era un empleo, sino un pretexto para darme tres mil duros de sueldo, y el título de lector me había sido dado a condición de no leer, Maximiliano me negó el permiso que solicitaba: insistí yo en mi demanda y él en su negativa; paséle por el gabinete civil escrita la dimisión positiva de mis dos fantásticos empleos, y al fin me citó un día para el siguiente, con el objeto, según decía, de fijar las condiciones de mi viaje.
Y he aquí en qué consistieron y cómo concluyeron mis efímeras relaciones con aquel príncipe desventurado, de quien me veo obligado a conservar una triste y poética memoria en la última hoja de mis recuerdos.
En una larga conversación que a solas tuvimos, comprendió Maximiliano mi firme resolución de volver a España, las razones que para ello tenía y la necesidad que para emprender tal viaje me apremiaba. He dicho ya que me había confesado con él (fué su expresión), y no ignorando nada de lo que de mí le importaba saber, más el hecho con el cual Dios acababa de hacer en mi posición social un cambio tan radical como inesperado; convino en que mi viaje era inexcusable; pero como el desinterés y la circunspección que en mis relaciones con él y con su corte había yo demostrado, le habían convencido de que yo no era un cortesano adulador ni un calculador egoísta sobre el favor que él me había dispensado, tuvo que decidirse a revelarme las esperanzas por él sobre mí fundadas.
Maximiliano no podía menos de apercibirse, por más que a nadie pudiera confesar sus recelos, de que su Imperio no tenía aún, ni podría tener nunca, sólido fundamento. Él no había ido nunca por su gusto, ni menos por ambición de mando ni de riqueza, a ocupar el carcomido trono de los Aztecas: una voz misteriosa, la de la poesía del pueblo, le había dicho por la pluma de un italiano aún hoy desconocido como la voz de una Sibila, que
Il trono fracido de Moctezuma
è nappo Gallico colmo di spuma;
y aquellos tres pareados, esculpidos en su memoria, le cosquilleaban alguna vez en el fondo de la conciencia; aunque no creyera posible la predicción del último, que él interpretaba, cuando más, por una lejana y tan digna como necesaria abdicación. Maximiliano era cristiano sincero y católico sin restricciones; pero, como alemán, era también un tanto supersticioso, y no reunía nunca trece a su mesa, ni le gustaba que cayera en martes el santo de su mujer, o que se hiciera en tal día a la mar el buque en que partía una persona estimada; no era, pues, posible que la fatídica predicción de los tres pareados italianos se borraran de su memoria, ni desertaran de su conciencia; él mismo me los recitó una vez, después de hacerme yo el ignorante de ellos; y si en ellos no hubiera él pensado, no me los citara, por más que lo hiciese en tono de broma y afectando no darlos importancia. La superstición está en todos los corazones: de un agüero feliz casi todos se olvidan, pero nadie deja de recelar de una fatídica predicción: la superstición es el mayor enemigo de la sencilla y sublime religión del Crucificado. Maximiliano, pues, imaginaba una doble exposición-defensa de sus actos como Emperador, en dos diferentes trabajos, que pensaba encomendar a dos distintas personas; la de su política al príncipe de Salm-Salm, y a mí la de su historia, mejor dicho, la de su leyenda; y al pedirle yo permiso para ausentarme de su Imperio, temiendo por una parte de su idea, se decidió a revelármela antes de tiempo y de que yo emprendiera un viaje sin vuelta, de la cual quiso asegurarse.
Y he aquí el resumen de aquella conversación. En caso de que los negocios del Imperio se enredasen perdidos en el mal camino que llevaban, y se hiciese necesaria una abdicación, el príncipe de Salm-Salm recibiría todas sus cuentas, correspondencia y documentos políticos para escribir su obra, que aparecería impresa en alemán, en español, en francés y en italiano, y a mí me confiaría las notas de sus impresiones personales, para que yo las consignara en una especie de legendario, desde que se aconsejó a él y a Carlota aprender el castellano, hasta el hecho de la abdicación que les condujera de vuelta al castillo de Miramar, donde yo tendría aposento, sueldo y acceso en sus aposentos como lector y cronista suyo.
Y como yo no había aceptado las ocasiones que él me había ofrecido de lucrarme en negocios que para otro hubieran sido muy lucrativos, él sería editor del libre que me encargaba; sólo que el editor me le pagaría como Emperador, de modo que sus precio cubriese, y aún doblase, el de todas las deudas mías y de mi casa en Méjico y en Europa.
No había razón para no aceptar tan imperial propuesta; y como él sabía la suma de mis deudas, yo aceptaba la cantidad por él marcada: dos tomos a 25.000 duros cada uno; pero yo tenía una condición que poner, y se la puse: que ni en Méjico ni en Miramar, si así llegábamos a volver, perdería yo mi nacionalidad; que estaría siempre bajo el pabellón español, y que a caber en la previsión humana, yo vendría a morir en España, aunque fuera en un hospital.
Yo tengo esta idea muy metida en el cerebro, y esta convicción muy arraigada en mi conciencia: que un poeta, que no es más que poeta, por popular que sea en España, ha de morir en el hospital o en el manicomio; y aunque de esta idea mía se reía mucho Maximiliano, también afectaba reírse del sotto la clamide —trova la corda, y encontró al fin las balas con que le fusilaron, sin volverme a ver a mí, que era el único amigo que para él tenía el temor de la cuerda, como para sí el del manicomio o el hospital.
Quedamos, pues, en que mi viaje duraría un año y tendría vuelta; que conservaría mi sueldo durante mi ausencia, recibiendo adelantada una anualidad como gasto de viaje; que me acompañaría mi secretario de la dirección del teatro, mojo de tanto sentido práctico como entendido en administración, también con su sueldo; que el primer miércoles de mayo me entregaría de sobremesa sus instrucciones, partiendo, sin despedirme de nadie más que de él y de Carlota, en el vapor La France.
Y a las cinco de la tarde del miércoles 2, concluíamos de comer y entrábamos en sus despacho de la torre del Mediodía del palacio de los Virreyes, donde, con la cordialidad de un amigo y el cariño de un hermano, me entregó un paquete de notas, una libranza de 4.100 duros sobre París, sesenta y dos onzas y media para el pasaje y una letra sobre Madrid para los gastos de la vuelta, que debía verificarse entre junio y septiembre del 67, previo aviso suyo.
A las seis menos cuarto se levantó de la silla para despedirme, y me abrazó: él era de aventajadísima estatura, y mi frente llegaba apenas al lugar en que latía su corazón, contra el cual me estrechaba: sentí que los ojos se me inundaban de lágrimas; y cuando me condujo hasta la puerta, yo no pude articular palabra; apretóme la mano, y diciéndome: «Hasta la vuelta, y puede usted escribirme por mi gabinete civil», me despidió. Atravesé el inmenso salón vacío en que la puerta de su gabinete abría, y al llegar a la puerta de aquél, sintiendo yo que aún me esperaba en la de éste, me volví a hacerle el último saludo. Estaba, efectivamente, sonriéndome bajo el dintel de aquella puerta; los rayos del sol poniente, que por el balcón del gabinete que tras ella y sobre la plaza se abría, iluminaban por detrás su figura inmóvil, que destacaba sobre aquel fondo de resplandor de incendio: su cabeza rubia parecía cercada de una aureola de luz purpúrea, y nunca he podido olvidar esta coincidencia supersticiosa.
La primera vez que le vi, entrando en la capital, bajo su manto rojo de púrpura y escoltado por su guardia palatina de uniforme rojo, me pareció que tras de sí dejaba un rastro de sangre; y la última me dejó la impresión de haberle visto circundado de fuego como si saliera o cayera en un volcán.
Y el 13 de junio de 1866 me hice a la mar en Veracruz.
Maximiliano telegrafió a Veracruz para que el vapor La France, donde me embarqué, no partiera el 13; pero no participando ni su capitán ni yo de aquella preocupación del príncipe austríaco contra el número 13, nos hicimos a la mar, alegando el prejuicio que tal retraso ocasionaba a la Compañía de aquellos buques-correos.
Yo he estudiado todas las supersticiones de las creencias y todas las preocupaciones del vulgo en todos tiempos y países, y de ellas me he valido para dar interés con lo maravilloso a mis leyendas y a mis dramas; pero con estas cosas sucede a los poetas lo que a los sacristanes con los santos: que a fuerza de despolvar y manosear sus imágenes, se familiarizan de tal modo con ellos, que concluyen por perderles el respeto. Jamás ha hecho buque francés viaje más feliz a través del Atlántico; ni una nube en el cielo, ni una racha en el aire, ni una ola espumosa en el mar; apenas el agua se rizaba, y casi nos era fastidiosa la eterna monotonía de aquella perpetua tranquilidad.
Había yo pasado once años y medio en Méjico esperando una muerte que siempre me desdeñó, en la indolencia del hastío de la vida y en el poco caso que de ella se hace en aquel delicioso país, en el cual todo se toma conforme viene. Y ¿quién sabe si éste es mejor modo de pasar de la cuna al sepulcro, adonde y de donde vamos y venimos, por la voluntad del Criador, sin ser consultados ni a la llegada ni a la partida? Ello es que yo había desperdiciado sin conciencia mi tiempo en aquellos once años y medio, cinco de los cuales pasé sin libros, tintero, papel ni plumas, cazando ardillas y tostándome al sol, sin recibir ni enviar una carta a España, y procurando no más de mí mismo para que los demás me olvidaran.
De cuando en cuando, en mis breves estancias en la capital, me caían a las manos Los Monfíes, de Manuel Fernández y González; El tanto por ciento, de Ayala; Las querellas del rey sabio, de Eguílaz, y el relato de La guerra de África, de Alarcón. Extasiábame yo con Los Monfíes, y adoraba en sueños a aquel fecundísimo ingenio andaluz que me hacía andar por las calles y cuevas del Albaicín entre las sombras de los moros, evocados por él, de la Granada fantástica de la Edad Media, y tenía que defender contra la crítica agresiva aquellas comedias que me testificaban la vida literaria de mi patria, y aquel libro de Alarcón que con tan característica originalidad ponía tan alta la gloria de España en aquella tierra donde aún se miraba de reojo a los gachupines, que le habíamos descubierto y poseído desde los tiempos de Carlos V y le habíamos perdido en los del inolvidable Fernando VII.
Esta admiración que me causaba allá la sorpresa de leer y la necesidad de defender sus obras, me encariñaba con sus autores, a quienes no conocía; y el que no ha estado por allá, no sabe cuánto se estima y con qué idolatría se adora lo que acá nos honra y allá llega en las alas de la fama. Nada me deben, pues, ni Alarcón, ni Fernández y González, ni Tamayo, ni los otros más jóvenes ingenios que durante mi ausencia de la patria han salido a luz en ella, como yo en 1837, por el cariño fraternal que allá por ellos engendraba en mi corazón el orgullo de ser español y poder llamarme hermano suyo.
La vida es una perpetua lucha, y de ella nace el amor a lo por que se lidia: y por triste o desapacible que sea el lugar enque habitamos con nuestros pesares y nuestras peleas, siempre le abandonamos con sentimiento. Dejaba yo pocas amistades en Méjico: mi vida huraña, mis costumbres poco sociales, mi afición a la soledad y al campo, concluyen siempre por enajenarme las voluntades.
Yo sé que el hombre se debe a la sociedad, y el cristiano al prójimo; pero hay dos cosas que me hacen a mí romper con el prójimo y con la sociedad: la falsedad de los cumplimientos y los versos; como no he hecho más, nadie me habla más que de ellos; y como a mí me divierten los ajenos y me hastían los míos, a donde de mis versos me hablan dos veces suelo no volver la tercera.
Dejaba, pues, pocos amigos en Méjico, de donde partía para volver, y esperaba hallarme olvidado en España, donde hacía quince años que de mí no tenía nadie noticia ni correspondencia; y, sin embargo, bogaba yo en La France con alegría hacia España, e inspirábame poética melancolía el alejarme de Méjico. El corazón del hombre es un abismo de deseos, un tesoro de esperanzas y un manantial inagotable de recuerdos; y con los recuerdos, las esperanzas y los deseos de mi inquieto corazón, y con la versatilidad de mi voluble espíritu vagabundo, arribé a la Habana, por donde fué imposible pasar incógnito. Convenía a mis intereses que los periódicos de Cuba no anticipasen en España la noticia de mi vuelta a Europa; pero no podía menos de dar un apretón de manos a mi hospedador Manuel Calvo, un abrazo a mi condiscípulo Trifón Modet, y la enhorabuena de haberse casado con una hermosísima cubana a mi feo hermano en Apolo, el mozárabe Juan Ariza.
Ajeno estaba yo al estrecharle entre mis brazos de que era la última vez que nos veíamos. ¡Allá quedó con Cagigas, y Federico Bello, y el doctor Sanchíz, y en aquella isla tan alegre, tan rica y tan codiciada, cementerio de mis más leales amigos! Y Juan Ariza, autor del Don Juan de Austria, valía mucho más, y mucho más merecía, que el olvido en que le hemos echado. Nada me debe tampoco por cumplir mi deber al rendir con este cariñoso recuerdo el homenaje debido a su talento.
Tenía además que reunirme en la Habana con un personaje, de quien aún no he dicho una palabra, pero que tuvo la mayor influencia en mi vida y negocios en América, y que allí iba a embarcarse conmigo para Europa. Debíale yo grandes servicios, sin haberle tratado más que por correspondencia, porque no lo conocía personalmente, y no pude dar con él hasta que estuvimos a bordo. Era éste un francés de Strasburgo (que todavía era departamento de Francia), librero y quincallero en la Habana, donde hay muchas librerías a medias con la quincalla, no sé por qué.
Llamábase este librero León Williez, y era sobrino del relojero del mismo nombre, a quien todo Madrid ha conocido en la calle del Príncipe. Este relojero lo fué de mi padre desde que vivíamos en la casa hoy palacio de Santoña, y cuidó de los relojes por los cuales conté las horas en que escribí todos mis dramas y mis leyendas. El Williez librero trabó conmigo relación por una carta que desde la Habana me escribió a Méjico, con motivo de la muerte desastrosa en desafío que acabó con el honrado y pundonoroso director del Diario de la Marina, Isidoro Lira, que me protegió, franqueando a mis escritos las columnas del folletín de su periódico, con un sueldo de tres mil duros anuales, en 1860. Williez, al participarme la muerte de Lira, me decía que el periódico cambiaba de propietario, de redacción y tal vez de opinión con la muerte de Isidoro; que como yo, fiado en la amistad y protección de éste, había dado la mitad del original por todo el sueldo, que mensualmente me remitía aunque no escribiera, él se me ofrecía a pagar lo que me reclamaran (si me lo reclamaban), y a seguir pagándome el mismo sueldo, si aceptaba los trabajos que a continuación me proponía. Concluía su carta diciéndome con el más familiar desenfado que, habiéndose presentado a él para pedirle mi dirección el apoderado de un acreedor de mi casa por mil ciento diez y ocho pesos, con un tono y una cara que no le había parecido de buen augurio, se había tomado la libertad de satisfacer aquel crédito, cuyo recibo me enviaba adjunto, para evitarme el disgusto de ver la cara y oír el tono de semejante acreedor.
Dejóme sumido en un mar de confusiones esta extraña carta de tan extraño personaje, y dudé mil veces si era una broma; pero el recibo en papel sellado, legalizado por ante escribano, el timbre del papel y un paquete de libros en rústica que me trajo después un dependiente de las mensajerías, me hicieron por fin tomar por lo serio aquel inesperado editor y aquella extraordinaria manera suya de hacer negocios. Contesté que aceptaba sus proposiciones, que comenzaría la traducción de aquellos libros que me enviaba, a condición de no poner mi nombre en su portada, y bajo las condiciones que iríamos conviniendo en nuestra subsiguiente correspondencia.
Mal convencido aún y receloso, sin embargo, escribí a Juan Ariza pidiéndole noticias del hombre e informes de su establecimiento; contestóme Ariza con una concisión espartana: «acepta», y acepté. Traduje del francés y del italiano una porción de librejos, cuya traducción no creí deber firmar, y Williez me envió exactamente las mensualidades estipuladas y cuantas sumas necesité; mil doscientos pesos que dejé al Sr. D. Manuel Mendoza Cortina para pagar mis cuentas atrasadas y del semestre antes de partir, y trescientos y pico que recibió por saldos de cuentas conmigo el señor D. Pío Bermejillo, fueron remisión de Williez en letra contra el banquero Portilla; y todo este crédito y estas remesas me las hacía Williez sin la más mínima observación.
Tal era el hombre con quien me reuní a bordo de La France, y a quien no me cansaba de examinar y estudiar. Sencillo y vulgarísimo era su exterior, modesto, pero limpio hasta la pulcritud, en su vestir; claro y conciso en el hablar, con poco acento francés en el castellano y con inmensa facilidad en el alemán; nacido y criado en Strasburgo, el alemán y el francés eran simultáneamente sus lenguas maternas; y esa fué su desventura y la mía, porque, el tiempo andando, mientras arreglaba en Strasburgo sus negocios de familia, tomándole por espía, le fusilaron los prusianos.
Hombre práctico y nada poético ni ideal, estaba siempre dispuesto a todo; y comprendí, al estudiarle, que se había metido en negocios chicos y grandes, según la necesidad de su situación y de su bolsillo. Durante la navegación no permitió que mi secretario ni yo pagáramos ningún extraordinario, declarándose nuestro tesorero; y al desembarcar en san Nazaire, os dió una muestra impagable de su audacia y savoir faire en el ejercicio de su gramática parda mercantil.
Mi secretario y yo traíamos poco equipaje; una maleta de cuero inglés cada uno; pero Williez traía dos enormes mundos, que nosotros creímos llenos de libros y de papeles. Depositados en el muelle los equipajes para registrarlos, y ojo avizor sobre ellos los aduaneros franceses, Williez dejó que dos de éstos registraran nuestras dos maletas y la suya, que puso al lado, diciéndome mientras, y en francés, y alto de modo que los aduaneros lo oyeran:
–Usted trae unos cuantos cigarros; vaya usted a declararlos y pagar los derechos a la administración.
—Este señor tendrá la bondad de acompañar a usted —dijo volviéndose a uno de los dos aduaneros, y le añadió:
—Este caballero llega por primera vez a Francia, y no está enterado de los trámites administrativos de nuestro país.
Partí yo con el aduanero, declaré mis cigarros, que me había regalado Ariza para el viaje, pagué por ellos una enormidad, y cuando volví al muelle hallé a Williez y a mi secretario sentados tranquilamente sobre los mundos de aquél.
—Vámonos, nos dijo en cuanto yo llegué.
Cargólos en un carro con las maletas, y nos fuimos a un hotel a esperar, almorzando, la hora de tomar el tren de París. Federico (mi secretario) me dijo que mientras yo estuve en la administración había arrimado sus dos mundos sin registrar a nuestros baúles ya registrados, y con el más diestro disimulo les había puesto la cifra de registrados que los aduaneros ponían con su yeso en los ya vistos, sentándose con él a esperarme sobre ellos, y suponíamos que había introducido libros impresos en los Estados Unidos.