Recuerdos del tiempo viejo: 3


III Sr. D. José Velarde:

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Ofrecí a usted, mi cariñoso amigo y generoso encomiador, decirle algo del 15 de febrero de 1837, y no se me cuece el pan por cumplirle a usted mi oferta; no sólo para que usted sepa a qué atenerse sobre lo acontecido en aquel día y especialmente en aquella tarde, al viejo y asendereado poeta, a quien usted hoy tanto encomia, sino para disipar la neblina de cuentos y de pormenores absurdos en que los narradores vulgares, los chistosos de oficio y los amigos indiscretos o pretenciosos han rodeado después la verdad de lo que en aquel día sucedió. La gente meridional, y sobre todo los españoles, tenemos la pretensión de ser todos buenos narradores, y cuando algo se nos cuenta, no lo repetimos jamás sin añadir cada cual algo de su cosecha: con cuya manía resulta que el hecho más sencillo, al pasar por unas cuantas bocas, queda tan desfigurado, que pueden contárselo como nuevo al primero que lo relató, sin que éste reconozca ya lo relatado por él, en la décima relación del hecho, que en vez del suyo, corre de boca en boca.

Y hay otra circunstancia peor en este modo de narrar, inherente también a nuestro país; y es, que la mayor parte de los que, añadiendo pormenores a la narración de los hechos, convierten al fin las más sencillas verdades en absurdas y fantásticas mentiras, llegan a creerse éstas de buena fe; y pueden jurar que han sido de ellas parte o testigos, alucinados por su fantasía meridional, que les hace preferir a la deseada verdad la fábula más fantástica e inverosímil.

He aquí por qué, mi buen amigo Sr. Velarde, quisiera yo contar a usted algunas cosas de aquel buen tiempo viejo, que no está aún tan lejos de nosotros que de él no vivan presenciales testigos, pero a quienes el afán de ponderar, o de darse personal importancia, ha hecho desfigurar de tal manera las cosas que en él pasaron, que hay quien hoy me cuenta a mí de mí mismo lo que jamás pasó, ni pudo pasar por mí; y yo callo y escucho, convencido de lo inútil que sería intentar convencerle de que yo, y no él, soy quien debe saber la verdad; pero vamos al 15 de febrero de 1837.

Permítame usted que le recuerde a vuela pluma los ensayos por que pasé, antes de representar mi papel en la escena del cementerio.

Metióme mi padre a los nueve años en el Real seminario de Nobles, establecido por los jesuítas en el edificio que es hoy, en la calle del Duque de Alba, cuartel de la Guardia Civil, y trasladado en 1828 al que hoy es hospital militar, en la calle de la Princesa. Tengo para mí que la idea de los buenos Padres de la Compañía de Jesús, al establecer un colegio tan lujoso y tan privilegiado, para entrar en el cual era preciso hacer pruebas de nobleza, fué la de tener más tarde por discípulos a los hijos de todas las familias nobles, importantes o influyentes de España; como quiera que fuese, halléme yo allí condiscípulo de los primeros títulos de Castilla, y recibí una educación muy superior a la que hasta entonces solían recibir lo jóvenes de la clase media; mi padre era el primero de mi familia que, saliendo de nuestro modesto solar de Torquemada, había, por sus estudios, llegado a un honroso puesto en la alta magistratura.

En aquel colegio comencé yo a tomar la mala costumbre de descuidar lo principal por cuidarme de lo accesorio: y negligente en los estudios serios de la filosofía y las ciencias exactas, me apliqué al dibujo, a la esgrima y a las bellas letras, leyendo a escondidas a Walter Scott, a Fenimore Cooper y a Chateaubriand, y cometiendo, en fin, a los doce años, mi primer delito de escribir versos. Celebráronmelos los jesuítas y fomentaron mi inclinación; dime yo a recitarlos, imitando a los actores a quienes veía en el teatro, cuando alguna vez iba al del Príncipe, que presidían entonces los alcaldes de casa y corte, cuya toga vestía mi padre; híceme célebre en los exámenes y actos públicos del Seminario, y llegué a ser galán en el teatro en que se celebraban éstos, y se ejecutaban unas comedias del teatro antiguo, refundidas por los jesuítas; en las cuales, atendiendo a la moral, los amantes se transformaban en hermanos, y con cuyo sistema resultaba un galimatías de moralidad que hacía sonreír al malicioso Fernando VII y fruncir el entrecejo a su hermano el infante Don Carlos, que asistían alguna vez a nuestras funciones de Navidad. Don Carlos enviaba a sus hijos a nuestras aulas y a cumplir con la iglesia en nuestra capilla; a la cual había enviado Su Santidad Gregorio XVI su bendición y los cuerpos de cera de dos santos jóvenes mártires, degollados en Roma en tiempos de no recuerdo qué monstruo imperial, cuyas figuras degolladas me daban a mí tal miedo, que no pasé jamás de noche por delante de la capilla en cuyos altares laterales yacían.

Salió mi padre desterrado de Madrid y Sitios Reales el 1832, y yo del Seminario el 33. Murió a poco el Rey Don Fernando VII. Sopló la revolución; encendióse la guerra civil, envióme mi padre desde su destierro de Lerma a estudiar leyes a la Universidad de Toledo, donde, siguiendo mi mismo sistema del Seminario, en vez de asistir asiduamente a la Universidad, me di a dibujar los peñascos de la Virgen del Valle, el castillo de San Servando y los puentes del Tajo; y vagando día y noche como encantado por aquellas calles moriscas, aquellas sinagogas y aquellas mezquitas convertidas en templos, en vez de llenarme la cabeza de definiciones de Heinecio y de Vinnio, incrusté en mi imaginación los góticos rosetones y las preciosas cresterías de la Catedral y de San Juan de los Reyes, entre las leyendas de la torre de D. Rodrigo, de los palacios de Galiana y de Cristo de la Vega, a quien debo hoy mi reputación de poeta legendario.

Mi tío, el prebendado a cuya casa me había enviado mi padre, que había creído recibir en ella a un pajecillo que le ayudara a misa y le acompañara al coro llevándole el paraguas y el breviario, se escandalizó de que yo leyera a Víctor Hugo; a quien él confundía, sin que lograra yo sacárselo de la cabeza, con Hugo de San Víctor, expositor de Sagrada teología, de quien él suponía que los franceses habrían encontrado algunos versos inéditos; tomó muy a mal mi amistad con algunos estudiantes de la alta sociedad de Madrid, que como Pedro Madrazo eran condiscípulos míos de colegio, y concluyó por escribir a mi padre que yo no era más que un botarate, que más iba para pinta-monas que para abogado, según los papelotes que llenaba de piedras, de torres y de inscripciones, ya en posesión de los buhos y cubiertas de telarañas.

No pluguieron mucho a mi padre los informes del prebendado toledano; y al año siguiente me envió a continuar mis estudios a Valladolid, bajo la inspección de un procurador de aquella Chancillería, y la protección del Rector de la Universidad, el ilustrado D. Manuel Tarancón, Obispo después de Córdoba y muerto Arzobispo de Sevilla. Hícelo yo allí mucho peor que en Toledo; y evocando mis recuerdos de niño en la ciudad donde había nacido, y encontrándome otra vez a Pedro Madrazo en aquella Universidad, continué dándome a estudiar piedras, ruinas y tradiciones, ayudado por los periódicos y publicaciones literarias que recibía de Madrid Pedro Madrazo; cuya casa era entonces emporio del arte, donde brillaban ya los cuadros de su hermano Federico, y donde Ochoa tenía la redacción de El Artista, el primer periódico literario e ilustrado de España.

Atraquéme, pues de Casimire de la Vigne, de Víctor Hugo, de Espronceda y de Alejandro Dumas, de Chateaubriand y de Juan de Mena, y del Romancero y de Jorge Manrique, y no pude digerir cuatro páginas del Heinecio, ni de las Pandectas: en vista de lo cual, el procurador a quien por él estaba encargado, escribió a mi padre punto más de lo escrito por el prebendado: esto es, que yo no era más que un holgazán vagabundo, que me andaba por los cementerios a media noche como un vampiro, que me dejaba crecer el pelo como un cosaco, y que era, en fin, amigo de los hijos de los que no lo habían sido nunca de mi padre, como Miguel de los Santos Álvarez. Parece que su padre y el mío, ambos abogados relatores en otro tiempo de la Chanciller, realista mi padre y liberal el de Álvarez, no se habían mirado nunca de buen ojo. Los hijos, inconscientes y ajenos de las divisiones de los padres, nos amamos de mozos y aún somos amigos en la vejez: cuestión de los tiempos y de los caracteres.

Enojóse mi padre, y con razón, con las noticias del bilioso procurador; gané yo curso por favor del Sr. Tarancón, y díjome mi padre, al enviarme por tercera vez a la Universidad de Valladolid: «tú tienes traza de ser un tonto toda tu vida, y si no te gradúas este año de bachiller a claustro pleno, te pongo unas polainas y te envío a cavar tus viñas de Torquemada». Era mi padre muy hombre para hacer tal con su hijo; pero ya era yo hombre perdido para los estudios serios: odiaba a Justiniano y se me daba una higa de todos los doctores in utroque de todas las universidades de España: adoraba en sueños a García Gutiérrez, a Hartzenbusch y a Espronceda; y ver una obra mía impresa, y apretar la mano de amigo a estos ilustres poetas, me parecía destino de más prez que el de llegar a ser un Floridablanca; el demonio de la poesía estaba ya posesionado de todo mi ser; y con disgusto de Tarancón y estupefacción del procurador, anuncié redondamente que así me graduaría yo a claustro pleno aquel año, como que volaran bueyes. Metiéronme, pues, en una galera, que iba para Lerma, a cargo del mayoral: pensé yo en el camino que mi vida en mi casa no iba a serme muy agradable; y sin pensar, ¡insensato!, en la amargura y desesperación en que iba a sumir a mi desterrada familia, en un descuido del conductor eché a lomos de una yegua, que no era mía y que por aquellos campos pastaba, y me volví a Valladolid por el valle de Esgueba, que era otro camino del que la galera había traído.

Sirvióme mucho la equitación que en el colegio me enseñaron, porque la yegua era reacia y antojadiza; mas no me convenía en modo alguno dejarla volverse a la querencia de su establo, y entré sobre ella en Valladolid al anochecer, donde la vendí: y acomodándome en otra galera que para Madrid al amanecer salía, me desembanasté a los tres días en la calle de Alcalá, y me perdí a la ventura por las de esta coronada villa, huyendo de mis santos deberes y en pos de mis locas esperanzas, ahogando la voz de mi conciencia, y escuchando y siguiendo la de mi desatinada locura.

Mi familia, no creyéndome capaz de la resolución de abandonar para siempre mi casa paterna, me buscó por las de mis parientes de las provincias de Burgos y de Palencia, donde suponía que me habría guarecido; y habiendo yo hecho mi fuga dándome por hijo de un artista italiano, gracias a mis principios de dibujo y a la lengua italiana que me era familiar, tardó mucho en dar con mi rastro. Presentéme yo a mis amigos y condiscípulos de Madrid; pero pronto tuve que esquivarme de los duques de Villahermosa y de los Madrazo, que recibieron cartas de mi padre, y que en vista de mi tenaz resistencia a volver a mi hogar, no creyeron prudente insistir con quien tan obstinadamente rechazaba sus amistosas amonestaciones.

Entonces…, ¡ay de mí!, busqué y contraje otras amistades; unas de las que no quiero volver a acordarme, otras de las que jamás me olvidaré; como la de Manuel Assas, con quien gané algunos pocos reales enviando mis dibujos de la torre de Fuensaldaña y otros con artículos arqueológicos escritos por Assas en francés, al Museo de las familias de París, y la de Jacinto Salas y Quiroga: poeta ya casi olvidado, que contó con mi pluma en donde quiera que llegó a meter los puntos de la suya. Entonces prediqué en las mesas del Café Nuevo una política de locos, que hizo reír sin hacer, afortunadamente, prosélitos; y entonces escribí en un periódico que solo duró dos meses, al cabo de los cuales dió la policía tras de sus redactores, con el objeto de encargarles de hacer un viaje a Filipinas por cuenta del Ministerio de Gobernación. Vi yo la justicia, por el balcón entrar por la puerta principal que bajo él estaba; y montando en la baranda de otro que se abría sobre un patio de una vecina casa, por la parte posterior de la redacción, caí diestra y silenciosamente a cuatro pies sobre sus enyerbadas losas; emboqué un callejón oscuro que ante mí se abría, y justificando mi apellido, me escurrí por él hasta la calle opuesta de la manzana; enfilé tranquilamente la de Peregrinos, subí la de Postas, mirando atentamente las tiendas como si tuviera letras que cobrar en alguna de ellas; y de recodo en recodo, y de callejón en pasadizo, di conmigo en la de la Esgrima, y en ella de manos a boca con un gitano a quien había salvado de ser fusilado dos años hacía en la tierra de Aranda. Vile y conocióme; preguntóme y respondíle; comprendióme a media palabra, y llevándome a un cuarto del número 30 y… tantos, trenzóme la melena, coloróme el semblante, y endosándome unas calzoneras y una chaqueta de pana, con un sombrero con más falda que una dolorosa de procesión, y una faja más ancha que la del Zodíaco, me sacó entre los de su cuadrilla por la puerta y puente de Toledo; sirviéndome de infalible seña gitanesca mi trenzada melena, que, riza y suelta, servía de seña personal a los que me buscaban, de parte de mi familia, para volverme a mi casa, y de orden del Gobernador de las tres ppp, D. Pío Pita Pizarro, a los que pretendían enviarme a saber lo que en Filipinas ocurría. Pasó una revolución a los pocos días, con la desastrosa muerte del general Quesada en Hortaleza; pasó… lo que pasa en las revoluciones, un juicio final en cuarenta y ocho horas; y al cabo de diez días torné yo a pasar destrenzado y desteñido por la Puerta de Toledo, y volví a vivir a salto de mata, y a dormir en casa de un cestero, que de portero habíamos tenido en la redacción de marras… y así me cogió en Madrid el día 12 de febrero de 1837, anterior con tres al del entierro de Larra, cuyos pormenores quedarán para una siguiente carta, a la cual sirve de preliminar ésta de su afectísimo y agradecido amigo.



Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

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