Recuerdos del tiempo viejo: 29


EPÍLOGO

Durante los catorce meses que había yo pasado en mi casa de Castilla, habían ocurrido en Madrid muchas novedades, de las cuales apenas tenía yo noticia. Una era la instalación de un Teatro Español, con una compañía en la cual trabajaban todos los primeros actores de España; Arjona, Valero, Romea, Teodora, etc. Se había inaugurado aquel teatro con toda la ostentación y pretensiones de un templo del arte, que auguraba infalible la regeneración del teatro para el porvenir. Bajo la protección y con la subvención del Gobierno y bajo la dirección de los más sabios e inteligentes literatos, iban la flor de los cómicos, los maestros viejos y los genios nuevos a dar a conocer y a infiltrar en el pueblo de Madrid las obras maestras de nuestros buenos autores y el buen gusto literario, estragado por los excesos de los dramaturgos revolucionarios que le habíamos corrompido.

Asistí a una muy esmerada representación del Sí de las niñas, de MORATÍN; y por la gente que vi en la sala, por los actores que vi en el escenario y por lo que vi y oí en el saloncillo y en los cuartos de los actores, comprendí que aquel suntuoso edificio flaqueaba por sus cimientos, porque lo en él establecido llevaba en su seno el germen de la disolución. Tratábase sin rebozo de una reacción clásica, como hoy de una reacción carlista, y de dar sobre el teatro toda la preponderancia posible a la Academia y a los aspirantes a ella: al elemento estéril de la erudición académica, que nada produce, pero que aspirando a saberlo todo, todo quiere que la esté sometido; y que atento sólo a las teorías, a las reglas y a la forma, que es el círculo en que su improductivo saber se encierra, quiere coartar, dominar y avasallar al instinto innato, a la inspiración espontánea, a la facultad creadora del genio que produce las obras, el estudio de las cuales ha producido las reglas. Ésta es la consecuencia natural de todas las revoluciones, así literarias como políticas, y éste el procedimiento de todas las reacciones.

Las revoluciones engendradas por el tiempo, y traídas naturalmente por las necesidades del progreso impuesto por Dios a la incesante e inatajable marcha de éste, no son tormentas asoladoras, sino tempestades oportunas que purifican la atmósfera y que fecundan la tierra con sus vendavales, que la limpian de brezos y plantas parásitas, y con sus lluvias torrenciales, que la enlaman y la preparan para futura germinación. Las reacciones cogen la tierra en el vigoroso, rápido y salvaje brote de las semillas germinales y en la lujuriosa eflorescencia de su aún no podado ramaje; y so pretexto de cultivarle, meten la tijera y el compás de sus reglas, y se empeñan en convertir aquel fértil terreno, del cual podrían hacer una extensa huerta de ubérrima producción, en un pulido, copiado y versallesco parterre a lo Luis XIV, adornado de amaneradas estatuas, de mitológicas grutas y de fuentes churriguerescas.

Si las reacciones fueran lógicas, sensatas, imparciales y precavidas, lograrían siempre ser útiles, deseadas y bendecidas; pero como vuelven sañudas y se levantan ciegas sobre las envejecidas, pasadas y ya por sí mismas rendidas revoluciones, no se sirven, por no reconocerlo útil, de nada de lo que crearon y germinaron las revoluciones; y por no querer aceptar ni aprovechar nada de ellas, se convierten a su vez en tan repulsivas y destructoras como inútiles revolucionarias.

Y así sucedió con nuestra fogosa y desatalentada, pero necesaria y espontánea, revolución romántica.

Pero veo que divago emitiendo aquí ideas que no son de este lugar; más adelante, y en otro estudio que sobre nuestro teatro pienso meterme a escribir y a publicar, volveré a anudar el hilo que aquí dejo cortado, para volver al epílogo de mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO y a mi despedida del teatro, de la corte y de mi patria.

La reacción clásica no pudo cuajar; el romanticismo había echado de nuestra poesía popular a las divinidades mitológicas, y el tonante Júpiter, el furibundo Marte, la afrodita Venus, el alípedo Mercurio y demás olímpica compañía, no volverán a tener altares ni templos en la tierra católica de las catedrales de Toledo, León y Burgos, y de los moriscos alcázares de Sevilla, Granada y Córdoba. A los pocos meses, el Ministerio Sartorius, de quien se había colocado una lápida conmemorativa sobre la puerta del teatro del Príncipe, tuvo que convertirla en lápida sepulcral, declarando su teatro en estado de tisis; y discurrió entregarlo en brazos de los autores dramáticos, para que en ellos y no en los suyos muriera, dejando de ser teatro nacional y teniendo que pasar a la dirección de un empresario forzosamente especulador, sea actor o comerciante.

Se creó una Junta para el caso, según la oficinesca costumbre de nuestro país, y de ella fuí yo nombrado individuo; pero en la misma sesión que tuvimos en casa del Excelentísimo Sr. D. Antono Benavides, alegué cortésmente mi necesidad de partir para Francia, e hice renuncia y fuí relevado de aquel honorífico cargo.

Levanté mi casa, vendí la mesa sobre la cual había escrito todas mis incorrectas obras dramáticas, envié a mi mujer a Burdeos y me quedé en Madrid una semana para arreglar mis cuentas con la sociedad literaria La Publicidad, ya en liquidación. CÁNDIDO NOCEDAL transigió con ella como abogado mío, y me rescató de ella el manuscrito y la propiedad de lo que llevaba escrito y entregado del poema de Granada en la cantidad de veintidós mil reales, que adelantó el honrado librero D.LEÓN VILLAVERDE, a cuenta del derecho exclusivo de la venta de aquella obra mía en España; de cuya entrega de ejemplares se encargó don Dionisio Hidalgo, gerente-librero que había sido de La Publicidad, y que debía pronto ir a establecer en París una casa-librería en comisión.

He dicho esto en este lugar, porque en esta nuestra tierra de los garbanzos y las guitarras, alimento y distracción nacionales de holgazanes alegres y desocupados difamadores, se ha dado, por supuesto en ausencia mía, que yo había estafado a La Publicidad, y que legalmente no me pertenecía ni tenía derecho de propiedad sobre el mi incompleto poema de Granada.

Viven aún Nocedal y Villaverde… y si el tal poema ha quedado incompleto, no es porque tenga sobre sí impedimento alguno legal para salir a luz.

Y aquí concluyen mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO, con mi voluntaria, extemporánea, inmotivada e injusta expatriación, porque nadie me había dado en mi patria motivo para semejante fuga. Mis versos corrían como moneda de buena ley: la Academia me había aceptado por aclamación, y los Gobiernos me habían ofrecido lo que yo había rehusado con el honor que me había hecho la Academia.

Pero yo tenía, por lo visto, dentro de mí un espíritu vagabundo, y me fugaba de mi patria como me había fugado del paterno hogar. ¿De quién huía yo?

De mí mismo, de mi inconstante corazón, siempre por mi imaginación dominado; tal vez, en fin, de mi conciencia; porque yo, que no debo ni mi escasez ni mi falta de amigos más que a mí mismo, a mi falta de sentido práctico y de tacto social, no he andado jamás perseguido más que por mi propia reputación, y no me ha dado nunca miedo más que mi propia sombra.

Una sola cualidad me resta para creerme con derecho a la benevolencia, si no al respeto, de mis contemporáneos, y es que mi sola vanidad ha sido siempre la de no tener ninguna; la de no tenerme ni darme nunca por superior a nadie; y conociéndome a mí mismo, juzgo a mis obras como muy inferiores a la fama que han alcanzado.

¿Y por qué he escrito yo en El Imparcial estos recuerdos, y por qué he hablado yo en ellos por mi propia cuenta, exhibiendo y adelantando en cada renglón mi egoísta personalidad?

¿No está esta petulante conducta mía en contradicción con la modestia de que hago alarde, y con el filosófico conocimiento de mí mismo que acabo de alegar como única cualidad que mi carácter abona?



Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - XV - XVI - XVII - XVIII - XIX - XX - XXI - XXII - XXIII - XXIV - XXV- XXVI - XXVII - XXVIII - XXIX - XXX - XXXI - XXXII - XXXIII - XXXIV - XXXV - XXXVI

Parte 2: tras el Pirineo

I - II - III - IV - V

Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - XI - XII - XIII - XIV - XV - XVI - XVII - XVIII - XIX (En la Habana) - XX - XXI - XXII - XXIII - XXIV - XXV - XXVI - XXVII - XXVIII - XXIX

Apéndices

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - XV - XVI - XVII - XVIII - XIX - XX

Hojas traspapeladas

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X