Recuerdos del tiempo viejo: 58
XIII
editarContemplaba yo con asombro aquel cargamento de cruces; contemplábame a mí asombrarme mi hospedador sonriéndose, contemplábannos a ambos con extrañeza los indios, y con desconfianza el cura, su vicario y el sacristán, los cuales estaban situados en un corredor sobre el que nuestra ventana se abría. Bajaron éstos a la iglesia, y fuéronse aquéllos acomodando por todas partes; y entre ellos se establecieron los buhoneros, los rosquilleros, los vendedores de comestibles, los de medallas y religiosas baratijas, más o menos prohibidas por los santos Concilios, y más o menos ostensiblemente patrocinadas por la superstición y la logrería; la mayor parte cintas de algodón, seda y tisú de plata, en cada una de las cuales había una inscripción que decía: «Medida de la cabeza del Santísimo Cristo de Chalma para todos los dolores de cabeza», «Medida de la cintura de la Santísima Virgen de los Remedios para el feliz parto de las preñadas», etc. Esta exhibición y venta de piadosos objetos no me llamó la atención en aquel pueblo extraviado y asilado de la sociedad civilizada, por haberlo ya visto en el mismo suntuoso y famosísimo templo de Nuestra Señora de Guadalupe, en cuyo fondo, y en dos magníficos mostradores de cedro y caoba fileteados de raíz de olivo y de limoncillo, los vendían dos presbíteros con sobrepellices cuando yo llegué a aquella República y visité por vez primera aquel célebre santuario.
La fiesta y feria de Chalma fué como todas: misa, sermón y procesión por la mañana, y procesión y sermón por la tarde; toros y peleas de gallos en la plaza, cohetes y cámaras casi sin interrupción, y árbol de pólvora y torito de fuego por la noche. El tercer día fué la solemne bendición de las cruces, contadas por los curas y el sacristán, en los dos anteriores, que se pasaron enteros en tan fatigosa y constante operación. Comenzó el desfile de los indios por delante de la ventana que de la sacristía daba al exterior en la fachada de la iglesia; y según iban pasando los grupos, decía el sacristán leyendo en un libro que tenía delante: «Pueblo de tal, 20 de 1.° clase, 150 de 2.° y 300 de 3.°» Y el jefe del grupo, tribu, familia o ayuntamiento, le dejaba en el alféizar de la ventana un saco o esportilla (en lengua india tompeate), en el cual iba la cuota que por sus cruces a la familia, tribu o grupo correspondía; y tasadas desde peseta a una, dos y tres onzas, lo contenido en los tompeates sumaban muy respetable cantidad de pesos.
Y que ningún alma timorata y creyente extrañe ni se escandalice de estas infracciones de lo expresamente prohibido por el santo concilio de Trento, que es el que a los católicos nos rige; porque en aquellas regiones, de la metrópoli romana tan apartadas, los sacerdotes tienen que andar todo el año la ceca y la meca para doctrinar aquellos puebluchos y aquellos aduares, donde los pobres indios viven diseminados y en poco contacto con la población blanca y civilizada; y como muy pocos de aquellos puebluchos podrían ni se avendrían a sostener un párroco, es preciso inculcarles de una manera u otra los principios religiosos, el afecto a las ceremonias de la iglesia y el respeto a sus sacerdotes.
Los indios, por su parte, son todo lo buenos cristianos que les deja ser su escasa inteligencia, y adoran a Dios y creen en el cura, por quien son cristianos, por cuya dirección han de conservar sus territorios en vida, y por cuya absolución han de salvar sus almas después de la muerte. La del indio mejicano es la raza más tacaña y apegada al dinero que yo he conocido. Un indio trota dos horas y tres leguas cargado como su asno con una enorme saca de carbón; y cuando lo vende en el mercado, tantea cincuenta veces cada peseta, contra las piedras la suena, la muerde, y ruega a todo el mundo que le diga si es buena, y suplica con lágrimas al comprador del carbón que no le engañe; y cuando, por fin, se decide a envolverla y anudarla en la punta de su faja, es cuando ya no le queda la más mínima duda de la bondad de la moneda. Pues bien; este indio que es todo mezquindad, miseria y tacañería, tiene sus ideas religiosas tan barajada en su espeso cerebro, que oculta su dinero hasta a sus propios hijos, vive entre harapos en una cabaña, cambia furtivamente su plata en onzas, las entierra en un lugar de él sólo conocido, y se muere sin declarar lo que tiene ni dónde lo tiene, porque cree que su dinero sigue a su alma al otro mundo y le sirve para pagar a San Pedro su entrada en el paraíso.
¡Quién sabe si esta superstición obedece a una lógica india, hija de la observación de toda su vida! Desde el tiempo de la conquista el indio ha visto que el blanco no ha buscado allí nunca más que dinero; y suponiendo que San Pedro, siendo blanco, no ha de hacer nada sino por dinero, lo guarda para aquel paso supremo y no tiene inconveniente en darlo pro las cruces; aunque en este caso cede su fe al demonio de la vanidad, que tienta lo mismo, y lo mismo pierde por ella, a los que habitan, huelgan y mandan en los alcázares que a los que acampan, trabajan y sirven en las cabañas y en los aduares.