Recuerdos del tiempo viejo: 60
XV
editarNo recuerdo ya bien cómo cumplió su cometido; pero el 12 de junio del 56 fué reconocido Miguel de los Santos Álvarez como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de S. M. C., cuyo acto solemne se había diferido hasta allanar algunas dificultades que para ello se habían presentado; pero en consecuencia de su reconocimiento y recepción, el Gobierno de Comonfort mandó que se pusiera en vía de pago la convención española, satisfaciendo a sus acreedores los dividendos que hubieran dejado de percibir, hasta igualarlos con los de las convenciones inglesa y francesa.
Álvarez dejó tan bien a España como mal a mí. Álvarez fué mi más íntimo amigo y mi más asiduo compañero en la Universidad de Valladolid por los años del 35 a 36. Nuestros padres, liberal el suyo y realista el mío, habían sido rivales, primero en la Chancillería, de la cual fueron relatores, y enemigos después cuando se envenenaron los odios políticos al renegar Fernando VII de la Constitución el 23. El padre de Álvarez tuvo al fin que emigrar a Portugal, y el mío salió de Valladolid para la intendencia de Burgos; y ambas familias conservaban, a causa de la obcecación que producen las pasiones políticas, mala memoria una de la otra. Mi padre, desterrado en Lerma, atribuía mi perdición a mi amistad con el hijo de su rival; y el tío de Álvarez, nacional o urbano, como entonces se llamaban los milicianos, me atribuía a mí la carrera de perdición, en la cual habíase metido su sobrino por la afición a los versos y a las artes que yo infiltré en el claro ingenio de Miguel Álvarez; pero uno y otro ignorábamos las circunstancias en que nuestros padres se habían encontrado en anteriores y menos ilustrados tiempos. Simpatizamos desde que nos vimos, y nos quisimos y vivimos como hermanos en la Universidad; y al siguiente día del en que en el entierro de Larra me puso en evidencia en Madrid, mi primer cuidado y mi mayor orgullo fué presentar a mi amigo a todos los que lo fueron míos; y nunca ha flaqueado nuestra amistad ni el tiempo ni la separación, ni las opiniones nos han hecho hasta hoy, uno con otro, ni desdeñosos ni olvidadizos.
Al llegar a Méjico Álvarez con la alta investidura de su plenipotencia, nos volvimos a encontrar allí como cuando los dos andábamos con manteos en la Universidad: retrocedió para mí el tiempo veinte años; olvidé los pesares y el hastío, bajo cuya influencia había yo cruzado el mar con la sola esperanza de morir pronto, y la palabra chispeante de ingenio de Miguel me volvió a abrir el paraíso de los recuerdos de la edad de la esperanza en el alma desesperada. Álvarez me abrió sus brazos, su corazón y su bolsillo como cuando todo era común ente ambos; pero yo no pude abrirle mi alma… y Álvarez me creyó feliz por algo que él no comprendía y cuyo secreto o capricho respetó.
—Vente conmigo—me dijo al partir.
—No puedo—le contesté.
Y nos abrazamos despidiéndonos, y él se volvió a España tranquilo por mí, y yo me quedé en Méjico con las tinieblas en el alma y la angustia en el corazón. La preciosa hacienda en que me hospedaba, rodeada de jardines, en una loma desde la cual veía yo el valle entero de la Mesa Central, en cuyo fondo se vislumbraba desde su terrado la blanca ciudad de Méjico, destacándose sobre el azul de la laguna de Tezcoco como uno de esos maravillosos trabajos de marfil que los chinos colocan en el país de un abanico; aquella familia propietaria de la hacienda, y la sociedad numerosa que la visitaba, compuesta de las más lindas muchachas, y la gente de arte más alegre que Méjico albergaba, se me convirtieron en oscuro y desierto paisaje y en desagradable compañía.
Ensillé mis caballos, y me volví a los Llanos de Apam, donde al sol y al viento de aquellas llanuras me pasaba los días cazando ardillas y las noches durmiendo, forzado a dormir por el cansancio del día, sin libros, sin periódicos, sin tintero y sin plumas. Y allí más tarde, en una delas fiestas conmemorativas que en la hacienda se celebraban, y a que él asistió, me vió con asombro D. Joaquín Pesado ayudar respetuosamente a la misa y acompañar al ex-fraile capellán de la casa a curar, y a sacramentar y a olear a los pobres indios; y entonces cayó en la cuenta del por qué le había dado tan mal rato y escandalizado tanto con mis heréticas opiniones sobre el santo Rosario y Santo Domingo de Guzmán.
Pero desde la partida de Miguel de los Santos Álvarez, los negocios políticos convirtieron el país en un volcán, con la fermentación de las ideas y la eterna lucha del progreso con la reacción. El 25 de junio había el Gobierno promulgado la ley de despropiación de dominio de las corporaciones religiosas sobre fincas rústicas y urbanas. Protestó el Arzobispo, no sólo contra esta ley, sino contra el art. 15 de la Constitución política de la República, que establecía la tolerancia religiosa. Siguieron otros Prelados el ejemplo del de Méjico; desbordáronse algunos curas en el púlpito, incitando a los pueblos a la desobediencia y a la rebelión a la Constitución, y el Gobierno decretó que a todo trance se llevara a efecto la desamortización sin concurrencia de las corporaciones intervenidas, en vista de la oposición del clero, y subrogando en su lugar en la autoridad política todos los derechos legales; y el Arzobispo que no, y el Gobierno que sí, entraron en el negocio, primero los escribanos y después los soldados, y el supremo Gobierno desterró algunos Obispos y algunos curas, y el 11 de septiembre el coronel Castejón se pronunció en Iguala, levantó acta desconociendo al Gobierno de Comonfort, proclamó en su lugar a Rómulo Díaz de la Vega presidente de la República; tremoló la bandera con la divisa de Religión y Fueros, y comenzaron los mejicanos a fusilarse ne nombre dela religión, de la libertad y de los fueros, como nosotros en la guerra delos siete años, desde el 33 al 40. Los frailes Franciscanos apadrinaron una conspiración; y sorprendidos en sus claustros los conspiradores, Comonfort suprimió la comunidad, declaró nacionales sus bienes y vendió el convento, dejando en pie la iglesia para el culto, y entregándosela con los vasos sagrados, paramentos, reliquias e imágenes al diocesano. A los Agustinos aconteció punto menos de lo mismo; y divididos los pareceres de los gobernadores de los estados, unos afectos al supremo Gobierno, otros disidentes, se llenó la República de partidas y de bandoleros, y nos fué ya tan difícil como arriesgado vivir en las haciendas, a la merced de los creyentes sublevados de buena fe y de las bandas de gente baldía que se ampara siempre malamente de la sombra de una bandera leal. Mi hospedador, el propietario de los Llanos de Apam, fiado en que de todos era conocido, se arriesgaba a permanecer en ellos más tiempo del conveniente; y aunque los Llanos, como productores de grandes riquezas, no son turbulentos, sucedióse más de una vez tener a la mesa a la hora de cenar al general del Gobierno, en la misma silla en que había almorzado el general insurrecto. Capoteábamos a unos y a otros como podíamos, y poniéndonos la capa como venía el viento, teníamos la casa aspillerada y fortificada, las azoteas guarnecidas de sacos de arena, sesenta carabinas Minié y cuarenta hombres dentro de la casa, y dormíamos con vigías en el terrado, centinelas en la puerta y las carabinas a la cabecera de la cama.
Y cayó Comonfort, y volvieron a coger el mando los de religión y fueros, y volvieron a ser echados al campo, y Anselmo de la Portilla se tuvo que ir a Nueva York tras de Comonfort, de quien era amigo particular; y por recobrar y conservar los bienes secuestrados, y por los conventos derribados y las casas vendidas, se armó un zipizape de mil diablos, en medio del cual recibimos una mañana una carta de Cagigas que nos anunciaba su llegada al siguiente a Otumba en la diligencia, y pedía que le enviáramos allí un coche que le condujera a la hacienda. Llegó Cagigas, recibiéronle las señoras alegremente, comió con su sonrisa, tranquilidad y apetito habituales, y cuando se halló conmigo a solas, me dijo.
—Vengo por usted; mande usted que en cuanto anochezca nos pongan un carruaje o caballos para irnos a Méjico, y pasado mañana saldremos para Veracruz a embarcarnos para Cuba.
—Pero, hombre —repuse yo con asombro— si Veracruz está en manos de Juárez; si apenas corre una diligencia por semana y los caminos están llenos de pronunciados.
—No importa —replicó interrumpiéndome. —Todo está calculado; he escrito a Portilla que esté en la Habana el 8 de noviembre; nosotros llegaremos allá el 4; yo tengo pase con los fueristas, usted lo tiene con los republicanos; iremos en compañía y al amparo del Padre General de los agustinos, que irá en un coche; ya le contaré a usted esto, y veremos de pasar por Veracruz sin tropezar yo con Juárez.
Y se engancharon cinco caballos a una carretela, y corriendo toda la noche llegamos a Méjico al amanecer, y al día siguiente salimos para Veracruz en una diligencia colorada de Casimiro Collado, quien nos previno que tardaríamos ocho días en el viaje, porque no podía cambiarnos los tiros más que en Puebla y en Orizaba.
Y yo partí sin darme razón de por qué ni a qué, esperando que Cagigas me lo explicara por el camino.