Recuerdos del tiempo viejo: 69
XXIV
editarAl dejar en el cementerio los restos mortales del honrado Cipriano de las Cagigas, nadie quiso dejarnos ni a Portilla ni a mí volver a la casa mortuoria. Quintín Suzarte quiso hospedarme con su familia, pero vivía en aquella misma casa. Isidoro Araujo de Lira, que hacía poco había comprado el Diario de la Marina, nos llevó a la suya y me ofreció, además de alojamiento, mesa y carruaje, tres mil duros al año, por espacio de tres, comprometiéndome yo a escribir en el folletín de su diario. A Portilla le señaló dos mil duros por un año, por artículos políticos, históricos y de administración.
Pero la falta de Cagigas, y las circunstancias y consecuencias de su muerte, engendraron en mi corazón una insuperable tristeza. Los cuidados fraternales y la lujosa hospitalidad de Isidoro Lira; las atenciones asiduas de que me colmó el capitán general, marqués de la Habana; el trato cariñoso de la marquesa y la cordial simpatía de sus dos hijas, no pudieron arrancarme más que las forzadas sonrisas y la ficticia alegría necesarias para no parecer mal en la mesa y en los salones de su palacio. Invitábanme a comer todos los domingos y a todas sus nocturnas recepciones; llevábanme a su palco en el teatro y en su carruaje a los paseos; pero cuando volvía en alta noche en casa de Lira, éste, que me esperaba todas para dejarme acostado, salía de mi cuarto con la penosa impresión de mis inextinguibles lágrimas. Un día, al sentarme a la mesa, la casa giró en torno de mí y la tierra me faltó bajo los pies; un gran ruido, como música y campaneo lejanos me resonó atronándome en el cerebro, y perdí el sentido. Levantóme asustado Isidoro, y llamó inmediatamente a su médico; me hicieron acostar; sentía náuseas, vahidos y somnolencia. Así estuve cuarenta y ocho horas. Siempre que me desvelaba, lo primero con que daban mis ojos era con los de Isidoro Lira, fijos en ellos. La madre más cariñosa no cuida de su hijo como aquel leal y pundonoroso caballero cuidó de mí. Al tercer día me encontró el médico trabajando a las siete de la mañana; opinaron que había pasado el vómito, y se congratularon de ello. ¡Ay de mí! Era el primer amago de una afección epiléptica que combato hoy con unas dosis de bromuro que asusta al farmacéutico a quien por primera vez presento la receta del Dr. Cortezo, al cual, por ella, debo probablemente la vida.
Me entregué a un trabajo tenaz, del que Isidoro y Portilla me arrancaban para distraerme; y sin recibir ni pagar visitas, sin recorrer los institutos, ni las fábricas, ni nada de lo notable que entonces en la Habana existía, me enajené la voluntad de los amigos, exasperé la malevolencia delos envidiosos o malquerientes, y fuera delas seis lecturas que di por cumplir en el Liceo, nada reveló en la Habana la presencia del poeta popular, a quien todo el mundo se cansó de hacer inútiles invitaciones y no aceptados obsequios. Mi tristeza era más fuerte que mi voluntad, y mi atonía más que mi educación y que mi interés. Lira y Portilla se desesperaban, y yo permanecía en mi aposento diez o doce horas, en aquel clima, entregado a un trabajo afanoso y febril. Yo veía, a través de la amarillez que la vista del cadáver de Cagigas me había dejado en las pupilas, aquella deliciosa isla de tropical y exuberante vegetación; y aquel sol deslumbrador me parecía pajizo, y pajizo y amarillento aquel mar turquí, y aquellos verdes y perfumados platanares; y aquellas criollas ricas de sangre y de vida, pasaban ante mi vista como las visiones amarillas y calenturientas del delirio de la fiebre.
Un caso extraño que debía de haberme servido de distracción y consuelo, vino a poner colmo a mi pavorosa melancolía. Había yo trabado relaciones y dejado en Méjico a un mozo de veintiséis años, a quien hab muchas veces fiado copias de mis versos y encargos en la ciudad, cuando a la hacienda en que yo habitaba venía. Era aquel mancebo hijo de un escocés que tenía una gran fundición de plomo, cuyo establecimiento dirigía con su padre; pero éste, casado de segundas nupcias con una hermosa mejicana en quien tenía dos querubines rubios, descuidaba, si no aborrecéä, al hijo de la primera mujer. Jorge se llamaba el padre, ej mejor y más trabajador hombre del mundo, pero de recio carácter, y Agustín se llamaba el hijo, el más amante y menos amado de su padre, de quien llevaba la contabilidad, y de quien recibía sueldo como si empleado, y no hijo, de aquél, fuera en su fundición. Yo tenía cariño a Agustín porque, aunque completamente iliterato, andaba siempre encantado con mis letras, leía mis libros, asistía a mis lecturas, y creyéndome de buena fe una notabilidad, estaba muy pagado de mi franqueza con él y dispuesto a boxa y romperse el bautismo con quien con él no conviniera en que era yo el primer poeta del universo; cuestión de la cual no se le alcanzaba un átomo y en la cual era profundamente lego. Agustín Aynslie era un mozo robustecido con el ejercicio continuo de su oficio: volcaba él solo una caldera de doce arrobas de plomo fundido, arrollaba una plancha de veinte pies, y movía, arrastraba, fijaba y soldaba una tubería de ciento veinticinco metros en una mañana. Se imponía por su fuerza y su actividad a todos los dependientes de su padre, y hacía las compras, los negocios y los viajes ocasionados por el tráfico del establecimiento; y con el mandil, el hornillo y las herramientas, iba a las obras en nombre de su padre como su primer obrero, sin que su padre tuviese que dirigir sino señalar el trabajo. Agustín tenía muy buen corazón, pero muy ligera cabeza: decía la verdad tal como la sentía, pero solía estar continuamente fuera de toda buena forma social: era, en fin, un hombre muy bueno, muy leal, muy servicial y muy trabajador, pero de muy descuidadada educación. Hablaba el inglés y el francés, era fuerte en contabilidad, muy buen jinete, muy amigo de las mujeres que no tienen amigos, y gran bebedor de cerveza y de cognac.
El día 22 de diciembre interrumpió mi trabajo un gran ruido de voces que se levantó en el piso bajo de la casa de Isidoro Lira, el cual a poco se presentó en mi cuarto, diciendo que un joven que acababa de llegar de Méjico se empeñaba en entrar a verme; y antes de que Lira me lo hubiera acabado de decir, tenía ya en mis brazos a Agustín Aynslie, a cuya vista sentí el frío del terror paralizarme el corazón. Lo primero que me ocurrió al verle tan robusto, vigoroso y colorado, fué que iba inmediatamente a atrapar el vómito y a morírseme como Cagigas. ¿Y qué iba yo a responder a su padre, el cual se habría quedado tal vez pensando que yo le había sacado de su casa a su hijo, y de la fundición a su primer dependiente?
—¿Pero cómo y a qué viene usted? —le dije.
—Pues así que leí en los periódicos la muerte de Cagigas —me respondió,— empeñé mi alfiler y mi sortija de brillantes, vendí mi caballo, y vengo a sustituir al difunto; usted no puede estar aquí solo, y aquí estoy yo.
Supliqué a Lira que le buscase alojamiento, le ofrecí cien duros mensuales y le prohibí que fuera a ninguna parte sin mi permiso.