Recuerdos del tiempo viejo: 0
Este libro no necesitaba prólogo: la carta del señor Velarde, con la cual va honrado, y la primera mía, contestación a ella, justifican la publicación en El Imparcial de los artículos cuya colección forma el texto de este volumen; y el motivo de coleccionarlos en él, es la demanda que de su colección me han hecho los amigos que me leen y los libreros que me venden.
Y que no se me ofenda ningún librero, ni se me engalle ningún Académico por esta frase: porque se dice que se lee y que se vende a Quevedo o a Valera cuando se leen y se venden sus obras: lo mismo me sucede a mí; unos me leen y otros me venden; y si los que me venden no me vendieran, no me leerían los que me leen, y yo publico este libro por agradecimiento a los unos y a los otros.
La razón y la excusa de lo que en él de mí mismo digo, van también alegadas en su relato; pero de las circunstancias en que le he escrito y del motivo de imprimirle dividido en dos partes y no en Madrid, sino en Barcelona, me conviene, aunque necesario no sea, decir cuatro palabras; siquiera no encuentren cuatro lectores a quienes leérmelas interese, ni media docena que en leérmelas se complazcan.
Un 27 de junio, a las siete de la mañana, entró la muerte calladamente en casa, y dispersó con su guadaña una familia, para cuya reunión había yo trabajado mucho tiempo y agotado mis ahorros. En el inmenso y legítimo duelo en que aquella muerte dejaba sumida mi casa, en cuyo escondido hogar me había ya sumido modestamente a vivir en el olvido y a morir en paz con Dios, quedábame por solo recurso y por última esperanza el resto de las dos veces mermada pensión, que en 1871 me había concedido el Gobierno, cuyo ministro de Estado era el Excmo. Sr. D. Cristino Martes; pero llegado el ocho de julio, y trascurrido el nueve, y pasado el diez, y visto que la libranza en que de Roma debía venir mi mensualidad vencida no venía, telegrafié a mi apoderado en la capital del Orbe Cristiano, preguntándole por ella. ¡Ay de mí!, con mi telegrama se cruzó la carta suya, en que me participaba que por causa de economías inexcusables en la Administración de los Lugares Píos españoles en Italia, mi comisión había sido suprimida: en consecuencia, y ajustadas por él mis cuentas con aquella piadosa Administración, me remitía los últimos sesenta y cinco duros que me restaban que cobrar hasta la fecha de la supresión de mi sueldo.
Quedéme yo con la libranza delante de los ojos, el verano delante de mí y detrás de mí los siete individuos de mi familia; y el ministro de Estado en los baños, y el Fomento en sus haciendas, y el Sr. Cánovas, mi amparador, en Cauterets, y en Francia mi paño de lágrimas el Capitán General Jovellar; quien en tales casos molesta por mí a todos los ministros, y no pierde ocasión ni perdona empeño por sacarme del mío. La moda, que deja a Madrid desierto durante el verano, me dejaba a mí en Madrid como en medio del Sahara: la tierra bajo mis pies, el cielo sobre mi cabeza, mi esperanza en Dios, y Dios tras el velo azul del aire; que es impenetrable cortinaje del pabellón que le guarda de las miradas de los hombres. ¿Cómo pasé yo aquellos tres meses?
No puedo hacer al tiempo volver atrás: no puedo quitarme de encima ni uno solo de mis sesenta y cuatro años: no puedo hacer volver a mis manos el capital pagado por las deudas de mi herencia paterna, ni lo por mí gastado en vivir bien o mal: no puedo rescindir los contratos de venta de mi Don Juan ni de mi Zapatero y el Rey, escritos cuando la ley de propiedad no existía: esta ley no tiene efecto retroactivo ni protege mi propiedad por lesión enorme: y no puedo pedir limosna en España, sino poniéndome al pecho un cartel que diga: «éste es el autor de Don Juan Tenorio, que mantiene en la primera quincena de noviembre todos los teatros de verso de España y América; pero para esto sería preciso que yo explicase cómo el autor de tal obra podía pedir limosna; cosa muy fácil de explicar, pero muy difícil de comprender.
Antes de pedirla escribí a mis editores de Barcelona, los señores Montaner y Simón, dándoles cuenta de la suspensión de mi sueldo y pidiéndoles trabajo en su casa. Los señores Montaner y Simón me contestaron que «los editores no tenían en su casa trabajo digno de mí: pero que los amigos me enviaban adjunta una letra contra su corresponsal». El Arzobispo de Valencia, de cuya ciudad soy hijo adoptivo, partió conmigo la limosna de sus pobres; el empresario del Teatro español me ofreció una cantidad que jamás pude cobrar en contaduría; y al volver a Madrid el Sr. Conde de Toreno, ministro de Fomento, me presenté en su antecámara, en la cual no me detuvo ni un minuto. Expúsele en dos palabras mi posición: asombróse de ella, confesándome que estaba muy lejos de imaginársela tal; y prometiéndome exponerla en Consejo de Ministros, en la primera ocasión, me dió cita para el día siguiente en el gabinete del señor Cárdenas, subsecretario, con quien iba inmediatamente a consultar un medio de venir en mi auxilio. Al día siguiente el Sr. Cárdenas, con una delicadeza y un tacto que no podré jamás olvidar, me dijo: «que el señor Conde de Toreno, sabiendo que para continuar ciertos trabajos legendarios en que me ocupaba, necesitaría hacer algún viaje a alguna biblioteca o archivo de provincia, me daba por su mano una pequeñez para ayuda de gastos», y puso en la mía un bono de dos mil pesetas contra el Tesoro.
Pero mientras todas estas cosas pasaban, había pasado otra, principal engendradora, origen y causa más inmediatos de la confección de lo en este libro compaginado. El señor don Federico Balart, a quien suelo pedir opinión y consejos sobre mis obras antes de publicarlas, y a quien voy ahora muchas veces a distraer de una mortal pesadumbre con mi excéntrica conversación y mis ideas estrafalarias, había ido a hablar en mi favor al propietario de El Imparcial. El Excmo. Sr. D. Eduardo Gasset y Artime me abrió su casa, sus brazos y las columnas del Lunes de su periódico, pagándome mis artículos en más de lo que valen; el Sr. Ortega Munilla, director de los Lunes, me hizo la distinción de colocármelos inmediatamente después de su semanal revista, y en la redacción de El Imparcial encontré una nueva familia, que aceptó mi compañía con cariño tan afectuoso y tan respetuosa cordialidad, que me hicieron subir a los ojos dos lágrimas de gratitud, que no pudieron ya sostener las ralas hebras que me restan de mis antes espesas pestañas.
Mientras, gracias al Sr. Gasset y Artime, volvía a contar con el pan cotidiano, pasó al Ministerio de Estado el Sr. Conde de Toreno, volvió del extranjero el Sr. Presidente del Consejo de ministros, y falleció el del Congreso, Adelardo López de Ayala. Pocos días después del entierro de éste, el Sr. Cánovas del Castillo, cuya casa he tenido siempre abierta y cuya amistad nunca se ha desmentido, me envió una carta para el ministro de Estado; a cuya presentación el Sr. Conde de Toreno me dijo: «por el correo de hoy va a Roma la orden de continuar pagando a usted su sueldo: pero tengo el sentimiento de haber tenido que mermar de él doce mil reales, porque las economías ya hechas en la Administración de los Lugares Píos, no me han permitido devolverle los treinta y seis mil reales que antes cobraba.» Recibí con gratitud lo que se me daba, y me volví a mi casa, no ya como antes resuelto
a vivir en el olvido
y a morir en paz con Dios,
como mi edad y conveniencia de retirarme ya de la arena literaria me lo exigían, sino decidido por necesidad a luchar otra vez con la vida y a morir sobre el trabajo; a lo que parece que me condenan mis viejos pecados y las nuevas economías de los Lugares Píos. Ya varias veces en algunos periódicos, que no sé por qué me son hostiles, se me ha echado en cara el no saber retirarme a tiempo; pero no me han dicho a dónde; puesto que saben que no puedo retirarme a un monasterio. Ya me había yo retirado a mi casa, y hacía ya año y medio que rehusaba presentarme hasta en el ateneo, donde tantas consideraciones se me han tenido y tantos aplausos se me han prodigado: pero al retirarme el Gobierno el sueldo con que únicamente podía retirarme como se me aconsejaba, tuve yo por mejor consejo volver al trabajo y vivir honradamente de él mientras con él sustentarme pueda, que dejarme morir de inanición y de pesadumbre por dar gusto a los que ya no le tienen de que viva yo entre la gente, porque conceptúan que sesenta y cuatro años son demasiada larga vida para un hombre a quien aun hay algunos que estiman y aplauden.
Pero juguemos limpio y hablemos claro por última vez. Yo no he pedido amparo al Gobierno para mi vejez alegando mérito alguno en mis obras, ni yo he dicho a la nación ni al Gobierno que tuviesen obligación de ampararme: no: pero he propuesto esta cuestión: «Mis obras, que son tan malas como afortunadas, han enriquecido a muchos, y mi Don Juan mantiene en el mes de octubre todos los teatros de España y las Américas españolas; ¿es justo que el que mantiene a tantos muera en el hospital o en el manicomio, por haber producido su Don Juan en tiempo en que no existía la ley de propiedad literaria?»
Y el Gobierno, ante quien expuse esta cuestión, me subvencionó sobre los fondos de los Lugares Píos españoles en Roma, y mi subvención tiene el carácter piadoso y de limosna con el que yo la pedí, sin que por ello me crea ni deshonrado ni humillado: y mientras con ella he vivido, en lugar de echarme a dormir sobre mis doradas pajas, he entregado concluído en 1873 a los editores Montaner y Simón, mi leyenda del Cid, que consta de diez y nueve mil versos, y mi leyenda de los Tenorios, que tiene ocho mil; y hoy, cuando lo que de mi subvención me resta no me basta por la posición en que mi reputación me coloca, recojo los últimos destellos de mi decadente ingenio, los últimos alientos de mis cansados pulmones y los últimos átomos de honra y de brío que en el corazón me restan, y me arrojo otra vez en los brazos del trabajo, en vez de arrojarme por el balcón, o en el fango de la holgazanería a quejarme de la nación y de sus Gobiernos, a quienes no alcanza ni obligación ni responsabilidad alguna en la posición en que me han colocado mis circunstancias personales y mis negocios de familia.
Dime, pues, al trabajo, y entré en el del periodismo; que es el más rudo por ser el más perentorio y asiduo, el más expuesto a la crítica y el más coartado y riesgoso por la estrechez de la ley de imprenta, que suele tener que regir en nuestro inquieto país; y siguiendo a medias, por no poderlo seguir por entero, el consejo de los que retirarme me aconsejaban, me retiré al segundo recinto del alcázar de las Bellas Letras, descendí de sus salones de su piso principal a su piso bajo con puerta y vistas al patio; es decir, que me retiré del gremio de los poetas y renunciando a la poesía, me despedí del público de Madrid en un romance cuyos versos son los últimos que he escrito, no volví a presentarme como versificador ni como lector en acto alguno público y anuncié que iba a escribir en prosa; comenzando a devanarme los sesos en discurrir cómo servir con mi prosa los intereses del Sr. Gasset y Artime, y algún manjar no indigesto a los suscriptores de El Imperial.
La primera carta del bravo Velarde me dió pie para contar lo pasado en el cementerio al borde de la tumba de Larra: y por este recuerdo, como quien tira de un hilo de una madeja enredada, fuí yo tirando de mis pobres recuerdos del tiempo viejo, hasta formar con ellos el mal devanado ovillo de lo contenido en este libro. Viejo e ignorante, no supe escribir más que mis personales memorias: los lectores de el imparcial, tal vez sorprendidos de leerme en prosa, tal vez pagados de la anticuada construcción de la mía, y acaso más que de lo que yo en ella decía, de la ingenuidad algo infantil con que yo lo iba diciendo, encontraron entretenidos mis artículos del TIEMPO VIEJO: unos porque refrescaban los suyos, y otros, porque no habiendo alcanzado la época de que en ellos hablo, o lo que en ellos traigo a cuento ignoraban, o lo habían oído contar de muy diferente modo.
Como quiera que fuere, mientras los publicaba en el periódico, recibí varias cartas, unas anónimas y otras firmadas, en las cuales me aconsejaban que coleccionase mis artículos; y el Sr. Gasset y Artime, renunciando generosamente en mi favor sus derechos a la propiedad de mi por él tan bien pagado trabajo, me otorgó omnímoda y perpetua facultad para hacer de él lo que más me conviniera. El Sr. Ortega Munilla se ofreció espontáneamente a ayudarme en tal publicación, y se ocupaba ya de sus preliminares pormenores, cuando ocurrieron a la par su desastrada caída del caballo y mi impensado viaje a Barcelona: cuyos dos imprevistos acontecimientos me obligan a publicar este libro en la capital del Principado y no en la coronada villa.
Pero, ¿por qué? ¿A qué vine yo a Barcelona por siete días y por qué me quedo en ella por siete meses?
En uno y medio que en ella llevo no he tenido tiempo hasta hoy de hacerme tal pregunta, y voy a ver si averiguo alguna razón que me sirva de respuesta.
A pesar de mi necesidad de descanso, de la tenacidad con que ha cerca de dos años que rehuso toda invitación a presentarme en público, y a pesar, en fin, de mi deseo de complacer a los que me dicen «retírese usted», es decir, «quítese usted de en medio», aún hay algunos que recordando mis mejores años y olvidando los trascurridos, me buscan y me solicitan con la vana ilusión de que aún puedo, como en otro tiempo, cooperar en beneficio de sus empresas; y el país en donde por mí se conservan más ilusiones y simpatías, es en Cataluña y sobre todo en Barcelona. Así que el 27 de octubre próximo pasado, el empresario y el director de la compañía de verso del teatro Principal de esta ciudad, me ofrecieron una indemnización por gastos de viaje, si emprendía uno para enderezar y poner derecho sobre la escena a mi buen Don Juan Tenorio; quien no sé por qué no quería tenerse este año muy en equilibrio. Tenía yo que abocarme con mis editores Montaner y Simón, para tratar de poner también en pie de imprenta a mi valiente burgalés Rodrigo Díaz, que agarrado al pupitre de mis editores, parece que tampoco quiere dejarse meter en prensa; y con la esperanza de matar dos pájaros de una pedrada, acepté la proposición del viaje a Barcelona; pero mientras la libranza del empresario llegaba a Madrid y ciertos asuntos de mi joven amigo el pintor Padró, que debía de acompañarme, se allanaban, se perdieron cuarenta y ocho horas y llegué yo tarde para enderezar a mi rebelde y voluntarioso Don Juan, y aún no he tenido tiempo para tener cinco minutos de conversación con mis editores del Cid; porque el pueblo barcelonés, que no me había olvidado en los once años que he pasado ausente de Cataluña, que se acordaba de que en Barcelona había yo tenido casa y me había recasado en su parroquia de Santa Ana, y le había leído muchos versos y me había dado muchas fiestas, en las cuales había yo procurado derramar toda la expansiva alegría de mi corazón de muchacho y toda la poesía de mi desordenada imaginación de loco, creyendo que para mí el tiempo no había pasado, y que no habían pasado por él ni por mí los once años transcurridos, se empeñó en pedirme, como quien pide peras al olmo, que hiciera y le dijera lo que para él había hecho y dicho cuando, con once años menos, aún tenía once partes de aliento más. Echó a un lado a mi pobre Don Juan, y poniéndome en lugar suyo sobre la escena, oyó mi palabra ronca con la cariñosa atención de una madre que escucha la respiración de su hijo que duerme; me colmó de aplausos, me coronó de flores, no me dejó ni dormir ni trabajar a fuerza de obsequios y convites; sus periódicos publicaron mi retrato, las sociedades literarias se apoderaron de mí y enfloraron el teatro catalán para escucharme, el Ateneo me dió una velada y una primorosa medalla, y los Sucesores de Ramírez pusieron a mi disposición su magnífico establecimiento tipográfico; y esta vuelta mía a Cataluña fué la vuelta del hijo pródigo al paterno hogar, y el pueblo barcelonés me dijo: «Sorrilla, parla, enrahona: ets a casa teva»; y cayó en gracia cuanto hice y dije, y se me abrieron todas las puertas y me recibieron como a hermano en todas las familias: y de aquí cómo y por qué se imprimen en Barcelona estos mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO.
En ellos repito y amplifico lo que en este prólogo apunto: ni sé hasta dónde con ellos iré a parar, ni me detendrá en mi marcha el temor de encontrarme al fin de ella cara a cara con mis contemporáneos, después de haberme juzgado a mí mismo y a los que conmigo abrieron las puertas a la revolución política y literaria del primer tercio de nuestra centuria. La ingenuidad infantil y la sincera buena fe con que hasta aquí los he escrito, creo que garantizan mi leal veracidad para el porvenir: pero una vez que Dios prologa mi vida hasta los actuales y corrientes días, a ellos pertenezco aún y en ellos voy a vivir y de ellos voy a hablar y en ellos voy a meter mi baza y voy por ellos a trabajar como trabajé por los pasados; y espero en Dios que este trabajo no me deshonrará, porque fío en la justicia de mi pueblo español que me rodeará del respeto a que siempre ha considerado acreedor a quien envejece y muere sobre el trabajo, por no sucumbir a la miseria y deshonrarse en la haraganería vergonzosa de los ingenios vergonzantes por holgazanes.
Para no hacer de estos recuerdos un libro demasiado voluminoso, y en tan pequeños caracteres impreso que resulte tan difícil como enojoso de leer y de tener en las manos, lo he dividido en dos tomos pequeños. No teniendo además la vanidad de creer que este miserable y prosaico engendro mío, sea para mí la gallina de los huevos de oro, y deseando saber el número de ejemplares que necesito para mis lectores, y por el pedido del primero regular la tirada del segundo, suplico a mis suscriptores que hagan la suscripción al segundo al recibir o comprar el primero, en el recibo que le acompaña.
El tomo II llevará un apéndice nuevo en verso y prosa; y toda la obra corregida y ampliada como permite el libro y no admite el periódico, va dedicada al más moderno y al mejor y más bravo de mis amigos.