Recuerdos del tiempo viejo: 18
XVIII
editarCUATRO PALABRAS SOBRE MI «DON JUAN TENORIO»
Corría la temporada cómica del 43 al 44: Carlos Latorre había trabajado en Barcelona, y Lombía solo sostenía el teatro de la Cruz con su compañía, para la cual había yo escrito aquel año tres obras dramáticas: El Molino de Guadalajara, drama estrambótico y fatalista, en el cual Lombía hizo un tartamudo de mi cosecha: papel erizado de dificultades inútiles, que él superó con una paciencia y un estudio que no sabré yo nunca ponderar ni agradecer, y cuyo tercer acto hicieron él, la Juana Pérez, Azcona y Lumbreras de una manera inimitable; que fué lo que hizo el éxito de aquella mi extravagante elucubración, forjada con tan heterogéneos elementos.
La Juanita, disfrazada de sobrino del molinero, cantando la canción de Iradier para dormir a Azcona, arrancó aplausos hasta de las bambalinas; pero repito que el éxito de esta obra se debió al esmero con que los actores la representaron, y al gasto con que la empresa la decoró; pagando además las palomas, los versos y las flores que sus amigos, y no el público, me arrojaron la primera noche. Lombía no se descuidaba, y era preciso que las obras que yo para él escribía no tuvieran éxito inferior a las de Latorre.
La mejor razón, la espada, refundición o rapsodia de Las travesuras de Pantoja, fué otro de mis triunfos de aquel año; pero na hay para qué alabarme por él, puesto que lo que en aquella obra vale algo es de Moreto, y no mío.
En febrero del 44 volvió Carlos Latorre a Madrid, y necesitaba una obra nueva: correspondíame de derecho aprontársela, pero yo no tenía nada pensado y urgía el tiempo: el teatro debía cerrarse en abril. No recuerdo quién me indicó el pensamiento de una refundición del Burlador de Sevilla, o si yo mismo, animado por el poco trabajo que había costado la de Las travesuras de Pantoja, di en esta idea registrando la colección de las comedias de Moreto; el hecho es que, sin más datos ni más estudio que El burlador de Sevilla, de aquel ingenioso fraile, y su mala refundición de Solís, que era la que hasta entonces se había representado bajo el título de No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague o El convidado de piedra, me obligué yo a escribir en veinte días un Don Juan de mi confección. Tan ignorante como atrevido, la emprendí yo con aquel magnífico argumento, sin conocer ni Le festin de Pierre, de Molière, ni el precioso libreto del abate Da Ponte, ni nada, en fin, de lo que en Alemania, Francia e Italia había escrito sobre la inmensa idea del libertinaje sacrílego personificado en un hombre: Don Juan. Sin darme, pues, cuenta del arrojo a que me iba a lanzar, ni de la empresa que iba a acometer; sin conocimiento alguno del mundo ni del corazón humano; sin estudios sociales ni literarios para tratar tan vasto como peregrino argumento; fiado sólo en mi intuición de poeta y en mi facultad de versificar, empecé mi Don Juan en una noche de insomnio, por la escena de los ovillejos del segundo acto entre D. Juan y la criada de doña Ana de Pantoja. Ya por aquí entraba yo en la senda de amaneramiento y mal gusto de que adolece mucha parte de mi obra; porque el ovillejo, o séptima real, es la más forzada y falsa metrificación que conozco: pero afortunadamente para mí, el público, incurriendo después en mi mismo mal gusto y amaneramiento, se ha pagado de esta escena y de estos ovillejos, como yo cuando los hice a oscuras y de memoria en una hora de insomnio. Escribilos a la mañana siguiente, para que no se me olvidaran y engarzarlos donde me cupieran; y preparando el cuaderno que iba a contener mi Don Juan, puse en su primera hoja la acotación de la primera escena, poco más o menos como había hecho en El Puñal del godo, sin saber a punto fijo lo que iba a pasar, ni entre quiénes iba a desarrollarse la exposición. Mi plan, en globo, era conservar la mujer burlada de Moreto, y hacer novicia a la hija del Comendador, a quien mi D. Juan debía sacar del convento, para que hubiese escalamiento, profanación, sacrilegio y todas las demás puntadas de semejante zurcido. Mi primer cuidado fué el más inocente, el más vulgar, el más necesario a un autor novel: el de presentar a mi protagonista, a quien puse enmascarado y escribiendo, en una hostería y en una noche de Carnaval; es decir, en el lugar y el tiempo que creía peores un colegial que todavía no había visto el mundo más que por un agujero; y para calificar a mi personaje, lo más pronto posible, como temiendo que se me escapara, se me ocurrió aquella hoy famosa redondilla:
«¡Cuál gritan esos malditos!
Pero mal rayo me parta,
si en acabando mi carta
no pagan caros sus gritos.»
La verdad sea dicha en paz y en gracia de Dios; pero al escribir esta cuarteta, más era yo quien la decía que mi personaje D. Juan; porque yo todavía no sabía que hacer con él, ni lo que ni a quién escribía: así que comencé a hacer hablar a los otros dos personajes que había colocado en escena, sólo porque lógicamente lo requería la situación: el dueño de la hostería, y el criado del que en ella había yo metido a escribir.
La prueba más palpable de que hablaba yo en ella y no D. Juan, es que los personajes que en escena esperaban, más a mí que a él, eran Ciutti, el criado italiano que Jústiz, Allo y yo habíamos tenido en el café del Turco de Sevilla, y Girólamo Buttarelli, el hostelero que me había hospedado el año 42 en la calle del Carmen, cuya casa iban a derribar, y cuya visita había yo recibido el día anterior. Ciutti era un pillete, muy listo, que todo se lo encontraba hecho, a quien nunca se encontraba en su sitio al primer llamamiento, y a quien otro camarero iba inmediatamente a buscar fuera del café a una de dos casas de la vecindad, en una de las cuales se vendía vino más o menos adulterado, y en otra, carne más o menos fresca. Ciutti, a quien hizo célebre mi drama, logró fortuna, según me han dicho, y se volvió a Italia.
Buttarelli era el más honrado hostelero de la villa del Oso: su padre Benedetto vino a España en los últimos años del reinado de Carlos III, y se estableció en aquella hoy derribada casa de la calle del Carmen, cuya hostería llevaba el nombre de la Virgen de esta advocación, y en donde yo conocí ya viejo a su hijo Girólamo, el hostelero de mi Don Juan. Era célebre por unas chuletas esparrilladas, las más grandes, jugosas y baratas que en Madrid se han comido, y tenía vanidad Buttarelli en la inconcebible prontitud con que las servía. Tenían las tales chuletas no pocos aficionados; y con ellas y con unos tortellini napolitanos, se sostenía el establecimiento. Viví yo seis meses alojado en el piso segundo de su hostería, tratado a cuerpo de rey por un duro diario, y allí tuve por comensales a Nicomedes Pastor Díaz y a su hermano Felipe, a García Gutiérrez, a Eugenio Moreno López y a otros muchos a quienes gustaban los tortellini y las chuletas de Buttarelli. Este buen viejo, desanidado de su vieja casa, murió tan pobre como honrado y desconocido, y de él no queda más que el recuerdo que yo me complazco en consagrarle en estos míos de aquel tiempo viejo.
Por lo dicho se comprende fácilmente que no podía salir buena una obra tan mal pensada; pero no quiero decir aquí lo que de ella pienso, porque tengo determinado decirlo en un libro que se titula Don Juan Tenorio ante la conciencia de su autor, publicado a fines de un mes de octubre, para que el público tenga presente mi opinión al asistir en noviembre a sus obligadas representaciones; en nuestro país nadie se acuerda en el mes de octubre de lo dicho en el mes de mayo.
Haré, sin embargo, brevísimas observaciones sobre mis más pasaderos descuidos, para probar tan sólo la ligereza imprevisora y la falta de reflexión con que mi obra está escrita.
Pero antes de todo voy a responder a algunas objeciones a que da lugar la severidad de mis juicios. No hablo con la crítica racional, sino con la malevolencia, la envidia y la necedad, que no dejarán de decir:
1.° Que insulto al público criticando y dando por mediana una obra que aplaude hace treinta y seis años. —No.
2.° Que soy ingrato y mal español, despreciando la reputación fabulosa que por mi Don Juan me ha acordado. —Tampoco.
3.° Que de lo que con mi crítica trato, es de perjudicar a mis editores y a las empresas, porque no me dan parte de los productos de mis obras. —Mucho menos.
A lo primero, respondo que mi Don Juan, tal como está, tiene condiciones para merecer el favor de que goza; pero al cabo de treinta años, es natural que un autor reconozca los defectos de una obra, lo cual no implica ni sombra de pensamiento injurioso para el público que la aplaude, reconociendo como él sus defectos: es decir, la parte inteligente del público, porque el vulgo no es nunca juez competente ni aceptable ni aceptado en materias literarias.
A lo segundo, que el no ser vanidoso, no es ser ingrato, y el aceptar con modestia lo que me corresponda solamente de gloria por lo bueno de mi obra, no es despreciar mi popularidad, sino aceptarla con justa medida en lo que vale. Y aquí me ocurre una observación, y es, que si un vanidoso hubiera en mi lugar escrito mi Don Juan Tenorio y alcanzado el éxito colosal que yo con el mío, hubiera sido probablemente necesario echarle de España o encerrarle en un manicomio; porque hubiera querido ser ministro de Hacienda, gobernador de Cuba y tener estatuas en vida.
Y a lo tercero, que en lugar de intentar acción alguna retroactiva contra mis editores, poseedores legales de la propiedad de mi Don Juan en época en que aún no existía la ley de propiedad literaria, en vez de dirigirme contra ellos, al ver que Dios alargaba mi vida más de lo que yo esperaba, me dirigí francamente al Gobierno, diciéndole: «Mi Don Juan produce un puñado de miles de duros anuales a sus editores, y mantengo con él en la primera quincena de noviembre a todas las compañías de verso en España; pero como tu ley no tiene efecto retroactivo, no por el mérito de mi obra, sino por lo que a los demás produce, no me dejes morir en el hospital o en el manicomio.»
El Gobierno, teniendo por razonable mi demanda, me dió pan y con él me he contentado.
Pero reclamo el derecho de ver y reconocer los defectos de mi obra; Revilla y otros críticos juiciosos los han indicado ya, con la opinión de que deben corregirse y de que su autor está, no sólo en el derecho, sino en la obligación de refundirla. Mi obra tiene una excelencia que la hará durar largo tiempo sobre la escena, un genio tutelar en cuyas alas se elevará sobre los demás Tenorios: la creación de mi doña Inés cristiana; los demás Don Juanes son obras paganas; sus mujeres son hijas de Venus y de Baco y hermanas de Príapo; mi doña Inés es la hija de Eva antes de salir del Paraíso; las paganas van desnudas, coronadas de flores y ebrias de lujuria, y mi doña Inés, flor y emblema del amor casto, viste un hábito y lleva al pecho la cruz de una Orden de caballería. Quien no tiene carácter, quien tiene defectos enormes, quien mancha mi obra, es D.Juan; quien la sostiene, quien la aquilata, la ilumina y la da relieve, es doña Inés; yo tengo orgullo en ser el creador de doña Inés y pena por no haber sabido crear a D. Juan. El pueblo aplaude a éste y le ríe sus gracias, como su familia aplaudiría las de un calavera mal criado; pero aplaude a doña Inés, porque ve tras ella un destello de la doble luz que Dios ha encendido en el alma del poeta: la inteligencia y la fe. D. Juan desatina siempre; doña Inés encauza siempre las escenas que él desborda.
Desde la primera escena, ya no sabe D. Juan lo que se dice; sus primeras palabras son:
Ciutti…, este pliego
ira dentro del horario
en que reza doña Inés,
a sus manos a parar.
¡Hombre, no! En el horario en que rezará, cuando usted se lo regale; pero no en el que no reza aún, porque aún no se lo ha dado usted. Así está mi D. Juan en toda la primera parte de mi drama, y son en ella tan inconcebibles como imperdonables sus equivocaciones, hasta en las horas. El primer acto comienza a las ocho; pasa todo: prenden a D. Juan y a D. Luis; cuentan cómo se han arreglado para salir de su prisión: preparan D. Juan y Ciutti la traición contra D. Luis, y concluye el acto segundo diciendo D. Juan:
A las nueve en el convento
a las diez en esta calle.
Reloj en mano, y había uno en la embocadura del teatro en que se estrenó, son las nueve y tres cuartos; dando de barato que en el entreacto haya podido pasar lo que pasa. Estas horas de doscientos minutos son exclusivamente propias del reloj de mi D. Juan. En el tercer acto se oye el toque de ánimas; yo tengo en mis dramas una debilidad por el toque de ánimas; olvido siempre que en aquellas épocas se contaba el tiempo por las horas canónicas; y cuando necesito marcar la hora en la escena, oigo siempre campanas, pero no sé dónde, y pregunto qué hora es á las ánimas del purgatorio. La unidad de tiempo está maravillosamente observada en los cuatro actos de la primera parte de mi D. Juan, y tiene dos circunstancias especialísimas; la primera es milagrosa: que la acción pasa en mucho menos tiempo del que absoluta y materialmente necesita; la segunda, que ni mis personajes ni el público saben nunca qué hora es.
En el final, D. Juan trae a los talones toda la sociedad, representada en el novio de la mujer por engaño desflorada, en el padre de la hija robada y en la justicia humana, que corren gritando justicia y venganza tras el seductor, el robador y el sacrílego: en aquella situación está el drama; por el amor de doña Inés, va a matar a su padre y a D. Luis, y tiene preparada su fuga y el rapto en un buque de que habla Ciutti; pues bien, en esta situación altamente dramática, aquel enamorado, que por su pasión ha atropellado y está dispuesto a atropellar cuanto hay respetable y sagrado en el mundo, cuando él sabe muy bien que no van a poder permanecer allí cinco minutos, no se le ocurre hablar a su amada más que de lo bien que se está allí donde se huelen las flores, se oye la canción del pescador y los gorjeos de los ruiseñores, en aquellas décimas tan famosas como fuera de lugar: doña Inés las encarrila desarrollando a tiempo su amor poético y su bien delineado carácter, en las redondillas mejores que han salido de mi pluma.
De la desatinada ocurrencia mía de colocar en tan dramática situación tan floridas décimas, resulta que no ha habido ni hay actor que haya acertado ni pueda acertar a decirlas bien. El público, que se las sabe de memoria, le espera en ella como el de un circo a un clown que va a dar el doble salto mortal: si el actor, verdadero y concienzudo artista, las quiere dar la suavidad, la ternura, la flexibilidad y el cariño que sus suaves, cariñosas y rebuscadas palabras exigen… ¡ay de mí!, como aquellas décimas no fueran por mí escritas acendrándolas en el crisol del sentimiento, sino exhalándolas en un delirio de mi fantasía, resulta su expresión falsa y descolorida por culpa únicamente mía; que me entretuve en meter a la paloma y a la gacela, y a las estrellas y a los azahares, en aquel dúo de arrullos de tórtolas, en lugar de probar en unos versos ardientes, vigorosos y apasionados, la verdad de aquel amor profundo, único, que, celeste o satánico, salva o condena; obligando a Dios a hacer aquellas famosas maravillas que constituyen la segunda parte de mi D. Juan.
Si el actor, pasando sobre su conciencia y haciendo caso omiso de la del autor y de su deber de imponerse al vulgo, por dar gusto a éste y arrancar un aplauso, las declama a gritos y sombrerazos, como se hace hoy por nuestros más roncos y aplaudidos actores…, el aplauso estalla, es verdad; pero ¿a quién pertenece? Al actor, no; porque al exponerse a arrojar por la boca los pulmones, arroja con ellos al sentido común por encima de la batería del proscenio, en cambio del aplauso de los engañados espectadores: al poeta, tampoco; porque aquellas palmadas resultan poco menos que bofetadas para él, a quien jamás pudo ocurrírsele que tuvieran que aullarse y berrearse unas décimas tan artificiosas y tan mal traídas, pero forjadas con los más poéticos pensamientos y expresadas con las más suaves, armónicas y cariñosas palabras.
¿Qué quiero yo decir con esto? ¿Que los actores no saben representar mi D. Juan Tenorio? No: quiero decir que en mala situación no hay actor bueno; que obra mía es aquella situación mala; y que yo, que no transijo con mi conciencia al juzgar mis obras, no transijo con los actores que transigen con la suya en las mías.
¿Intento yo, como se ha supuesto, al decir la verdad sobre mi D. Juan, y al habar con tal ingenuidad de mí mismo, desacreditar mi obra y conspirar contra su representación y éxito anuales, por el inútil y villano placer de perjudicar a mis editores y a los empresarios y actores, porque la propiedad de mi obra no me pertenece?
Estúpida o malévola suposición. D. Juan Tenorio, que produce miles de duros y seis días de diversión anual en toda España y las Américas españolas, no me produce a mí un solo real; pero me produce más que a ningún actor, empresario, librero o especulador: porque la aparición anual de mi D. Juan sobre la escena, constituye a su autor su fénix que renace todos los años. D. Juan no me deja ni envejecer ni morir: D. Juan me centuplica anualmente la popularidad y el cariño que por él me tiene el pueblo español: por él soy el poeta más conocido hasta en los pueblos más pequeños de España, y por él solo no puedo ya en ella morir en la miseria ni en el olvido: mi drama D. Juan Tenorio es al mismo tiempo mi título de nobleza y mi patente de pobre de solemnidad: cuando ya no pueda absolutamente trabajar y tengo que pedir limosna, mi D. Juan hará de mí un Belisario de la poesía: y podré sin deshonra decir a la puerta de los teatros: «Dad vuestro óbolo al autor de D. Juan Tenorio», porque no pasará delante de mí un español que no nos conozca o a mí o a él.
¿Cómo, pues, he de anhelar yo desprestigiar ni desterrar del teatro a mi venturoso desvergonzado D. Juan, que es el ser de mi ser y la única esperanza de mi porvenir?
Pero ¿qué intereses ataca, qué amor propio ofende el modesto conocimiento de sí mismo que el autor del tal D. Juan manifiesta al juzgar su obra, cuando ha tenido treinta y tres años para estudiarla? ¿Cuando, velis nolis, le han hecho presenciar ochenta veces su representación, durante la cual, a no haber sido de piedra como su estatua del Comendador, tiene forzosamente que haberla visto y héchose cargo de cómo pasa lo que en ella sucede?
¿Sería posible, aunque para mí inconcebible sería, que se ofendiera la crítica de que yo, a mis sesenta y cuatro años, al ajustar cuentas con mi conciencia, dijera de mi D. Juan lo que ella, o por consideración al autor o por no atreverse a ir contra la corriente de la opinión, no ha dicho en los mismos treinta y tres años? Es imposible; la crítica tiene que ser hidalga y leal en España, como lo es su pueblo, y no puede tornarse nunca en injusta, corrigiendo sólo al autor, no concediéndole ni permitiéndole nada, ni aún reconocer y corregir sus defectos, sin corregir el mal gusto, cuando extravía los juicios del público y el arte de los actores, ocasionando los excesos y faltas de las empresas; todo lo cual constituye lo que se llama el teatro: que no es sólo la palabra escrita del poeta.
Dejémoslo aquí. Con todo lo dicho y lo que por decir me queda, no he pretendido más que alegar el derecho y la obligación que tengo de ser modesto confesando mis defectos y errores, para que ni mis contemporáneos que me aplauden, ni la posteridad si de mí se acuerda, tengan motivo dado por mí en que apoyarse, para creer que yo vivo hinchado y esponjado como el pavón y sueño conmigo mismo cuando duermo, por la vanidad de ser quien soy, y de haber hecho y escrito lo que he escrito y hecho.
Y si hay alguno que me envidia el ser autor del Don Juan, ¡ojalá pudiera yo traspasárselo para que gozara en mi lugar las consecuencias de haberlo escrito!
La veracidad de mi opinión sobre esta obra, la expresé muy claramente y de todo corazón en las últimas redondillas de las que leí en un beneficio que con él me dió Ducazcal en el Teatro Español el año pasado, que inserto aquí para concluir, y por creer que aquí tienen su legítimo puesto y lugar.
En los años que han corrido
desde que yo le escribí,
mientras que yo envejecí
mi Don Juan no ha envejecido:
Y fama tal por él gozo
que se cree, a lo que parece,
porque Don Juan no envejece,
que yo he de ser siempre mozo:
Y hoy el bravo Ducazcal
os anuncia en su cartel,
que he de hacer aquí un papel,
que tengo que hacer ya mal.
Yo no soy ya lo que fuí:
y viendo cuán poco soy,
dejo a los que más son hoy
pasar delante de mí;
Pues por Dios que, por más brava
que sea mi condición,
la fiebre rinde al león,
la gota la piedra cava.
Aún latir mis bríos siento:
pero es ya vana porfía;
no puedo ya la voz mía
pedirle otra vez al viento:
Y a quien me lo quiere oír,
digo años ha por doquier,
que pierdo el ser de mi ser
y que me siento morir.
Pero nadie me hace caso
por más que hablo a voz en grito,
porque este Don Juan maldito
por doquier me sale al paso.
Y ni me deja vivir
en el rincón de mi hogar,
ni deja un año pasar
sin dar de mí qué decir.
Yo me apoco día a día,
y este bocón andaluz,
a quien yo saqué a la luz
sin saber lo que me hacía,
me viste con su oropel
y a luz me saca consigo;
por más que a voces le digo
que ir no puedo a par con él.
Mas tanto favor os debo
por él, que en verdad me obliga
a que algo esta noche os diga
de este insolente mancebo.
Oíd… es una leyenda
muy difícil de contar,
porque tiene algo a la par
de ridícula y de horrenda:
una historia íntima mía.
Yo era en España querido
y mimado y aplaudido…
y me huí de España un día.
Vivía a ciegas, y erré:
y una noche andando a oscuras,
tropecé en dos sepulturas,
y de Dios desesperé.
Emigré: me di a la mar;
y esperando en el olvido
una muerte hallar sin ruido,
en América fuí a dar.
No llevando allá negocio
ni esperanza a que atender,
al tiempo dejé correr
en la oscuridad y el ocio.
Once años anduve allí
vagando por los desiertos,
contándome con los muertos
y sin dar razón de mí.
Los indios semi-salvajes
me veían con asombro
ir con mi arcabuz al hombro
por tan agrestes parajes;
y yo en saber me gozaba
que nadie que me veía
allí, quién era sabía
el que por allí vagaba;
y esperé que de aquel modo
de mí y de mi poesía
como yo se olvidaría
a la fin el mundo todo.
Mi nombre, pues, con intento
de dejar perder, y en suma
sin papel, tinta, ni pluma,
ni libros ya en mi aposento,
bebía en mi soledad
de mis pesares las heces:
mas tenía que ir a veces
del desierto a la ciudad.
Vivo el cuerpo, el alma inerte,
a caballo y solo, iba
como una fantasma viva,
sin buscar ni huir la muerte.
Y hago aquí esta narración
porque sirva lo que digo
a mis hechos de castigo,
y a modo de confesión.
Sobre mí a un anochecer
un nublado se deshizo,
y entre el agua y el granizo
me dejó una hacienda ver.
Eché a escape, y me acogí
de la casa entre la gente,
como franca lo consiente
la hospitalidad allí.
Celebrábase una fiesta:
que en aquel país no hay día
que en hacienda o ranchería
no tengan una dispuesta;
Y son fiestas extremadas
allí por su mismo exceso,
de las hembras embeleso,
de los hombres emboscadas.
Y a no ser de mi leyenda
por no cortar la ilación,
hiciera aquí descripción
de una fiesta en una hacienda,
donde nadie tiene empacho
de usar a gusto de todo;
porque son fiestas a modo
de las bodas de Camacho.
Allí acuden sin convite
buhoneros, comerciantes
y cirqueros ambulantes;
sin que a nadie se le quite
de entrar en corro el derecho,
de gastar de dos abastos,
ni de colocar sus trastos
donde quiera que halle trecho.
Jamás se apaga el hogar,
jamás el servicio cesa;
siempre está puesta la mesa
para comer y jugar.
Por salas y corredores
se oye el son a todas horas
de carcajadas sonoras,
de onzas y de tenedores.
Todo es peleas de gallos,
toros, lazos, herraderos,
manganas y coleaderos
y carreras de caballos;
Y al fin de un día de broma,
que nada en Europa iguala,
todo el mundo entra en la sala
y sitio en el baile toma.
Entré e hice lo que todos:
y cuando creí que al sueño
se iban a dar, di yo al dueño
gracias por sus buenos modos:
mas mi caballo al pedir,
asiéndome por la mano,
me dijo el buen campirano
soltando el trapo a reír:
«¿Y a quién hay que se le antoje
dejar ahora tal jolgorio?
Vamos, venga usté a la troje
y verá el Don Juan Tenorio».
Y a mí, que lo había escrito,
en la troje me metía;
y allí al paso me salía
mi audaz andaluz precito.
Mas ¡ay de mí, cuál salió!
Lo hacía un indio otomí
en jerga que el diablo urdió;
tal fué mi Don Juan allí,
que ni yo le conocí
ni a conocer me di yo.
Tal es la gloria mortal,
y a quien Dios se la confiere,
si librarse de ella quiere
se la torna Dios en mal.
A mí no me la tornó,
porque por mi buena suerte,
del olvido y de la muerte
doquier Don Juan me salvó.
¡Dios no quiso allá de mí!
Y de mi patria el olvido
temiendo, como había ido,
a mi patria me volví.
¡Feliz malogrado afán!
Al volver de tierra extraña,
me hallé que había en España
vivido por mí Don Juan.
Comprendí en su plenitud
de Dios la suma clemencia:
Don Juan había en mi ausencia
borrado mi ingratitud.
Monstruo sin par de fortuna,
mientras yo de España huía,
en España me ponía
en los cuernos de la luna.
Y ni fuerza ni razón
han podido derribar
tal ídolo del altar
que le ha alzado la opinión.
Pero hablemos con franqueza,
hoy que todo coadyuva
para que aquí se me suba
a mí el humo a la cabeza.
Desvergonzado galán,
siempre atropella por todo
y de atajarle no hay modo:
¿qué tiene, pues, mi Don Juan?
Del fondo de un monasterio
donde le encontré empolvado,
yo le planté remozado
en mitad de un cementerio.
Y obra de un chico atrevido
que atusaba apenas bozo,
os parece tan buen mozo
porque está tan bien vestido.
Pero sus hechos están
en pugna con la razón:
para tal reputación
¿qué tiene, pues, mi Don Juan?
Un secreto con que gana
la prez entre los don Juanes:
el freno de sus desmanes:
que doña Inés es cristiana.
Tiene que es de nuestra tierra
el tipo tradicional;
tiene todo el bien y el mal
que el genio español encierra.
Que, hijo de la tradición,
es impío y es creyente,
es baladrón y es valiente,
y tiene buen corazón.
Tiene que es diestro y es zurdo,
que no cree en Dios y le invoca,
que lleva el alma en la boca,
y que es lógico y absurdo.
Con defectos tan notorios
vivirá aquí diez mil soles;
pues todos los españoles
nos la echamos de Tenorios.
Y si en el pueblo le hallé
y en español le escribí,
y su autor el pueblo fué…
¿Por qué me aplaudís a mí?
Dejémoslo aquí hasta que veamos a mi D. Juan ante la conciencia de su autor, que también veremos a los actores ante mi Don Juan.