Recuerdos del tiempo viejo: 75
I
editarArribamos a Veracruz el 22 o 23 de marzo. Los generales mejicanos buscaban con el anteojo del capitán y con mi «Dollong» las tiendas de Miramón ante la ciudad; pero ni sombra de hombre aparecía sobre el estéril y monótono arenal de los médanos veracruzanos; todo era calma y soledad en torno de la primera ciudad fundada por Hernán Cortés en las playas del Nuevo Mundo. Juárez dominaba todavía en ella y, o no había aún bajado Miramón, o había sido rechazado. Rómulo Vega y sus compañeros temían tener que volverse a Cuba si lo segundo había acontecido, y no podían desembarcar para entregarse como conejos desperdigados en manos de los juaristas, ni yo podía por ellos detener el buque indefinidamente ante Veracruz. Era forzoso tomar lenguas y saber a qué atenerse: enviamos, pues, a tierra a Agustín Aynslie con los demás viajeros, como a persona que, insignificante en política y conocida en Méjico, nada tenía por qué temer. Hasta la puesta del sol permaneció en la ciudad, y ya por él comenzábamos a inquietarnos, cuando en el bote de un buque inglés volvió a bordo del Méjico: los ingleses, los catalanes, los jesuítas y los masones se reconocen y ayudan en todas partes: Aynslie se había encontrado con un capitán Mac-Intosch, su paisano, y tornaba trayendo en el bote que nos le devolvía una docena de frascos de aquella cerveza superior de Edimburgo, tan espirituosa y tan cara como el Jerez; y la rubicundez de sus mejillas, y lo encandilado de sus ojos, probaban que en su estómago fermentaba el líquido de la botella que completaba el número trece de la docena del fraile.
Aynslie bebía, pero no se embriagaba: volvía satisfecho de volver bajo el pabellón de Inglaterra y de saber lo que en tierra nos esperaba, que no era, en verdad, muy satisfactorio.
Juárez sabía que Miramón acampaba ya en La Soledad; que los cuatro generales del Méjico volvían para unirse con él; y estaba persuadido de que yo, como había ayudado cuatro meses antes a escaparse de Veracruz al difunto Cagigas, iba a ayudar ahora a sus enemigos a desembarcar en la costa, en algún bote del barco que a mis órdenes venía; por cuyas dos fechorías me enviaba a advertir con Aynslie que si desembarcaba en Veracruz, tendría el disgusto de mandarme fusilar como amparador de traidores.
Mis lectores conocen mi inocencia inconsciente en ambos hechos; pero yo me guardé bien de intentar sincerarme con el presidente indio de Veracruz, queriendo sobre todo evitarle el disgusto de tener que cumplirme su palabra.
Quedámonos, pues, todos a bordo del Méjico aquella noche, y a las cuatro de la tarde del siguiente día, vimos jinetear por la playa los exploradores de la vanguardia de Miramón, mandados por un oficial superior que inmediatamente cambió señales de correspondencia con los generales que de la Habana volvían.
Al cerrar la noche, me dijo Rómulo Vega:
—Dispóngase usted a desembarcar; Miramón va a enviarnos una canoa.
—No puedo —le respondí—; sería un acto de adhesión a un partido, y no puedo mezclarme en la política de este país; yo nada significo en él.
—¿Vuelve usted, pues, a la Habana?
—No; estoy obligado a subir a Méjico.
—¿Va usted a desembarcar en Tampico?
—Tampoco; me quedaré en uno de los buques de guerra españoles aquí estacionados hasta que pueda tomar tierra por Boca del Río; y flanqueando por detrás del campamento de Miramón, tomaré a caballo el camino de Orizaba.
—Es una mala idea, mi querido poeta —exclamó el general, después de un momento de reflexión—; o cae usted en manos de los mañosos antes de pasar el Chiquitruite, si Miramón toma a Veracruz, o cae usted en las de los jarochos si levanta el sitio; y los jarochos le traerán otra vez ante Juárez, que no olvidará su promesa.
—Yo me las compondré para llegar a Méjico, general.
Insistió y resistí; adhiriéronse a su opinión Wolf, Castillo y su compañero; pero en la oscuridad de las primeras horas nocturnas desembarcaron sin mí, y Aynslie y yo pasamos con nuestro equipaje a bordo de la Berenguela, cuyo comandante, don Juan Topete, nos recibió en su fragata, en la cual mantenía la másrigurosa disciplina, alejándome a mí en su cámara, tan coquetamente amueblada como el tocador de una duquesa, sólo que sus alfileres y sus horquillas eran bayonetas, sables y hachas de abordaje. El Méjico levó anclas y zarpó para Tampico a la media noche, y al día siguiente nos preparamos a presenciar el bombardeo de Veracruz. Pero pasó aquel día, y trascurrió el segundo, y amaneció el tercero, y no podíamos explicarnos la inmovilidad del campamento y el silencio de los cañones de Miramón, cuya inmovilidad y silencio veían los juaristas tan asombrados como nosotros, pero recelosos ellos de alguna estratagema que no podían adivinar.
Estableció Miramón su cuartel general en Medellín y sus avanzadas en Casa-Mata: nosotros veíamos con nuestros anteojos aquella parte de su campamento, en la cual varios generales no cesaban de dirigir los suyos sobre el mar, y comprendimos que esperaban por él algo que por él no aparecía. Los juaristas tenían a Veracruz rodeada de fosos, trampas, empalizadas y caballos de Frisa, y tranquilos o inquietos, estaban en silenciosa expectativa, resueltos a ver venir lo único que venirles debía, los proyectiles de los cañones de Miramón, que no levantaba sus baterías.
Al cuarto día supimos por un pescador que lo que levantaba era su campo, y al caer la tarde vimos, efectivamente, retirarse de la Casa-Mata sus avanzadas.
Sin comprender nada de la incomprensible conducta del general mejicano, y comprendiendo que el recelo de alguna rara estratagema, de que Miramón era muy capaz, iba a mantener a los absortos juaristas al abrigo de sus murallas hasta estar seguro de las intenciones de su enemigo, me dispuse a tomar tierra por Boca del Río y a alcanzar la retaguardia de Miramón, antes de que los veracruzanos volviesen a ocupar a Medellín.
Aynslie tenía ajustada, y a vista de la Berenguela, una barca pescadora; tomamos en un saco de mano los papeles y lo estrictamente necesario, y encomendé al comandante de la Isabel la Católica, don Tomás Hacha, que había conocido a mi padre, los tres baúles en que consistía nuestro equipaje. En ellos apareció, y con ellos quedó para siempre perdido, el envoltorio del regalo del elegante Porzio; contenía tres trajes de verano de tela Nankin y uno completo de montar, tras de cuya casaca de terciopelo morado con botonadura de plata, se me fueron un instante los ojos, por más que no haya sido nunca extremado en el vestir.
Y sea dicho de paso, y de epitafio sirva de aquel descuartizado equipaje: Hacha se lo dejó a Montojo, capitán de no recuerdo qué bergantín español; Montojo a Marivault, comandante del Lucifer; éste a otro que en aquellas aguas relevó su bergantín, hasta que, perdida la memoria de a quienes perteneciesen, se pudrieron los cueros de mis baúles en las bodegas, se escaparon por sus boquetes las averiadas prendas, y joyas, ropas, retratos, memorias y manuscritos, quedando sólo los cuatro primeros capítulos de mis Dos escondidos y una tapada, que fueron a parar no sé cómo a manos de mi hospedador en la Habana don Manuel Calvo, de quien hoy los espero para concluirlos y publicarlos, si encuentro editor que me los quiera imprimir.
Dejando todo esto en el mar tras de nosotros, y después de despedirnos de Hacha, Topete, Montojo y Marivault, de quienes conservaré siempre el más agradable recuerdo, nos echamos a media noche Agustín y yo en la barca por aquél retenida para ambos; pero con asombro suyo y no poco disgusto mío, la encontramos ya ocupada por dos silenciosos personajes que habían resuelto por sí y ante sí ser nuestros compañeros de viaje. El tiempo, el lugar y el caso no eran para andar sin saber con quién: interpelé, pues, a los intrusos y al barquero, y resultó que uno era pariente de Bustamante y propietario en Puebla, y el otro español de categoría, recomendado a la casa de su pariente de la Habana por el arzobispo de Méjico, Labastida. Pasé por el primo de Bustamante, a quien vivo aún hondamente agradecido; pero no me pasaba del gaznate el recomendado del inquieto arzobispo, hacia quien no me arrastró nunca la más mínima simpatía; apeché, sin embargo, con ambos y nos hicimos a la mar.
Aynslie nos dejó en una hacienda cuyo nombre he olvidado, y se metió tierra adentro hasta Medellín, de donde no volvió hasta las cuatro de la tarde.
—Pronto —nos dijo—, vámonos de aquí. Traigo un carricoche que no nos cuesta más que seis mil reales hasta La Soledad, cinco leguas, al cabo de las cuales, si no damos con los jarochos o con los juaristas, daremos con Miramón, que vuelve a Méjico, único modo de que lleguemos nosotros.
Cogimos nuestros sacos; nos empaquetamos en el fementido carricoche, que en una revuelta del camino nos esperaba, y atravesando el chaparral para no entrar en Medellín, llegamos a la orilla izquierda del río de este nombre, al tiempo mismo que treinta juaristas al mando de un capitán se metían en su vado por la orilla derecha; iban a tomar posesión en nombre de Juárez de aquella villa mejicana, homónima de la extremeña. Por perdidos nos dimos, y sólo de sus sospechas nos libertamos porque no pudo ocurrirles que no fuéramos amigos y del país, hallándonos en él veinticuatro horas después de la retirada de Miramón. A Veracruz creyeron que íbamos, y allá les dejamos creer que nos dirigíamos; pero en cuanto salimos del río por sus opuestas orillas, doblamos a la izquierda, y con tanto placer cuanto había sido el miedo al verlos, les perdimos y nos perdieron de vista. El carruaje era detestable, lo que llaman allí un guayín, como quien dice, un rompecabezas; pero los cinco caballos que lo arrastraban tenían más aliento que estampa. Nos sacaron del arenoso chaparral más pronto de lo que creímos, aunque no tan pronto como deseábamos, y a las dos de la mañana nos metimos, alarmándole, en el campo de Miramón, donde fuimos reconocidos con sorpresa y recibidos con júbilo por los generales del Méjico.