Recuerdos del tiempo viejo: 16


XVI - Los dos virreyes editar

Suum cuique

Este drama está ya olvidado del público de Madrid, y apenas si se representa alguna vez ne provincias, afortunadamente para mi honra.

De él se ocupó la crítica muy somera aunque muy agriamente, y tuvo razón: es la más miserable rapsodia representada en el teatro moderno; y si andando el tiempo algún curioso bibliómano o algún crítico investigador tropezaran con ella en algún juicio retrospectivo, seguramente exclamarían con asombro: «¡Cómo diablos fué posible que aquel poeta escribiera esto!»

Y no puedo negar que lo escribí, y es lo peor, que al afirmarlo no me avergüenzo de haberlo escrito; materialmente escrito, porque el argumento, la forma y las escenas en prosa, no son míos: están rastreramente cogidos y literalmente copiados de una mala novelucha de un autor italiano enjerto en francés, a quien todo París literario y artístico ha conocido, pero cuya reputación no ha llegado a España: la novelucha se titulaba El virrey de Nápoles, y su autor se llamaba Pietro Angelo Fiorentino.

¿Cómo llegó a mis manos esta novela? ¿Quién me puso en mientes trasformarla en drama, copiando en él servilmente los amanerados diálogos de su falso relato, y sin curarme de corregir sus errores históricos, ni de dar a mis personajes otro carácter más acusado y dramático, más verdadero y más español?

Es una historia que debía de quedar para contada después de mi muerte; pero que se me antoja contar en vida, porque nada hay en ella que no abone mi lealtad de amigo y mi buena fe de hombre honrado; porque no quiero que piense ninguno de los que en mi tiempo viven, que temo abordar en mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO ninguna cuestión personal sobre el pasado que no vieron, y porque no quiero cargar para el porvenir con culpas que no fueron mías. En cuanto a mi reputación literaria, confieso que no me trae con mucho cuidado; porque sólo la posteridad depura y acrisola lo que vale la fama adquirida en vida por un autor de loca fortuna o de gran favor entre los profesores de bombo; y tengo yo para mí, aunque pese a los pocos amigos que me quedan, que más me va a honrar después de mi muerte, la sinceridad y digo sinceridad, por no atreverme a decir modestia; virtud que creo que no existe ya en España, y que es un capital que… quien lo pone lo pierde: sabiendo lo cual, aunque lo tuviera no lo pondría yo.

No quiero, sin embargo, que mis amigos renieguen de mí, tomando mi sinceridad por hipocresía; y voy a decirles de paso, y aún a peligro de que en vez de hipócrita me crean vanaglorioso, que tengo cierta conciencia de mí mismo, teniendo por bien hecho y por valioso algo de lo por mí hecho: mi Cristo de la Vega, mi Capitán Montoya y mi Margarita la tornera, son tres leyendas muy imitadas, pero no corregidas aún por otro poeta mejor narrador, o más legendario y tradicional; y Dios y el tiempo nuevo me perdone mi pretensión de creer que me dan derecho a tenerme por legendario buen narrador. Por poeta dramático no me tuve jamás, y sólo puedo presentar sin vergüenza los dos primeros actos de Traidor, inconfeso y mártir y la segunda mitad del tercero y primera del cuarto de El Zapatero y el Rey; lo cual no es tanto que sirva para bravear, ni tampoco que me humille y me cierre las puertas del teatro; y en cuanto a mis poesías líricas… ¡ay de mí! no son más que hojarasca; y en ellas hay muchas hojillas verdes y algunas florecillas frescas, pero cuando el tiempo seque tal hojarasca, poca sombra dará a mi fama el follaje que deje su soplo en las pobres ramas del laurel de mi gloria.

Volvamos a la historia de mis Dos virreyes.

Había en 1838 y 39 una tienda de gorras en la Puerta del Sol, cuya dueña, honradísima mujer, tenía un hermano menor que de ella dependía y que era taquígrafo de las Cortes. Alto, desgarbado, de pesados movimientos, modales vulgares y saltones ojos, era en su exterior el tipo de la honradez, y en sus características manifestaciones la expresión de la buena fe.

No recuerdo cómo, ni por quién, tropezó y comenzó a juntarse conmigo; pero ello es que paró en ser mi inseparable sombra y que no pasaba día que no pasara conmigo y en mi casa las horas que su ocupación de taquígrafo le dejaba libres. Alababa todo lo que yo hacía, celebraba todas mis excentricidades de poeta y mis niñerías de muchacho; y como si en mi cronista se hubiese constituído, propalaba y encomiaba por donde quiera mis hechos y mis dichos, clasificándolos todos entre los más chistosos y originales del mundo; lo cual contribuía, más que a mi buena fama, a procurarle a él la de mi único amigo, confidente único de los secretos del muchacho que iba haciéndose popular.

Llevaba yo por entonces, como he llevado siempre, una vida aislada, que me ha obligado a llevar el trabajo necesario a mi subsistencia y mi poca simpatía por las banalidades que forman base de la vida social de Madrid. Las visitas inútiles, las relaciones superficiales y los convites sin cariño, han sido cosas que no he aceptado jamás en mis costumbres: y he preferido siempre para mis alegrías y expansiones el interior modesto de mi pobre hogar, al suntuoso salón y la opípara mesa del opulento y millonario anfitrión. Mi idea fija era hacer famoso el nombre de mi padre, para que éste, volviéndome a abrir sus brazos, me volviera a recibir para morir juntos en nuestra casa solariega de Castilla; única ambición mía y único bien que Dios no ha querido concederme. Bajo esta idea huí siempre de la sociedad política y rechacé el favor y la protección de los gobiernos, a quienes no pudo ligarme nunca compromiso alguno personal; mi padre era realista, tuvo que irse con el infante D. Carlos María Isidro a las Provincias Vascongadas y que emigrar a Francia un mes antes del convenios de Vergara; y puse mi empeño en probarle que la fama que yo había dado a su apellido, la debía sólo al trabajo y al favor del pueblo, no a haber vendido mi pluma a un partido contrario a sus opiniones; y sin cuya revolución no hubiera yo, sin embrago, tenido una prensa en que publicar los versos que me hicieron popular.

Pasábame, pues, la vida en mi casa dado a mi asiduo trabajo, del cual descansaba y me distraía en el tiro de pistola y en el circo de la plaza del Rey; mis dos únicos vicios, porque en vicio les constituía mi diaria presencia en el tiro y en el circo, donde constantemente me acompañaba X el taquígrafo, tosco eslabón humano que con la humana sociedad me encadenaba. X no tiraba; juzgaba de los tiros, convenía las apuestas, aplaudía los triunfos, y tomaba parte muy principal en los almuerzos en que las ganancias se invertían. Mr. Arnaud, el propietario del tiro, tenía para su establecimiento el reclamo de nuestra fama, y en el actor Monreal, en D. Juan Valleras y en mí, tres seguros mantenedores de las apuestas que él con extranjeros generalmente entablaba, y que el bueno de X con él organizaba y llevaba a cabo; almorzando siempre, como árbitro y adlátere mío, con los vencidos y los vencedores.

No puedo resistir al deseo de consagrar aquí cuatro renglones al recuerdo de aquellos viejos compañeros de mis juveniles aficiones.

Monreal era un actor inimitable en lo que entonces se llamaba papeles de traidor: era un segundo sin primero y un tirador de pistola de primera fuerza, pero había que fiarle en las apuestas los primeros tiros; porque era tan orgulloso, que el primero perdido le hacía perder la serenidad a impulsos del amor propio que le devoraba. Juanito Valleras era un gaditano de 24 años, fino y esbelto como un galgo inglés, caballeroso y leal hasta el recorte de las uñas, andaluz hasta la médula de los huesos, y tan incapaz de hacer una villanía como de soltar una gracia agresiva ni de mal tono. Era el primer tirador de entonces; tiraba por vanidad, y daba siempre la mitad del valor de cada tiro al francés Arnaud, porque no se combalachara con ningún tirador paisano suyo para desigualar la carga o las ventajas de las apuestas. Con Vallera y conmigo llevaba Arnaud el 50 por 100 de cuanto en ellas se atravesaba; y el tiro de apuesta de Valleras eran nueve balas colgadas a nueve distintas alturas, que debían casarse con las de nueve tiros sin interrupción; y rara vez le faltaba una por casar. De su hidalguía es prueba irrechazable el hecho siguiente:

El francés Arnaud andaba siempre a caza de ingleses con quienes empeñarnos en apuestas de tiro, y dió una vez con unos que nos invitaron al del encargado de negocios de Dinamarca, que le tenía precioso en su jardín de la casa de la calle del Barquillo, residencia de su embajada. Los ingleses lo eran de pura raza, y nos recibieron como gentes de la mejor sociedad, previa la más irrecusable presentación. Tiraban con unas magníficas pistolas belgas, tres pulgadas más largas que las nuestras: fiáronse a la suerte todas las condiciones, y tocó a cada cual el derecho de usar de sus propias armas. Durante los preliminares, Monreal y X fijaron su atención en un inglés viejo que, sentado a la cabeza del tiro, tenía un groom de pie a su espalda y un gran saco a sus pies: era sin duda un maníaco apostador. «—¡Ojo al saco!», dijo por lo bajo X—, y una mirada furtiva de Mr. Arnaud nos probó a Valleras y a mí que el francés había tramado aquella conjuración contra el saco del inglés. Tocó a los de Albión tirar los primeros; pusieron por primer blanco un huevo a treinta pasos: tiró el primer inglés, e hizo blanco: tiró el segundo con igual acierto; y hecho lo mismo por el tercero, nos tocó nuestro turno a los españoles. Valleras permaneció impasible, apoyada la mano derecha en el pilar de la barandilla, para tener la muñeca libre de sangre y el pulso tranquilo; pero invitado por uno de los ingleses a hacer su tiro, dijo tranquilamente: «Mis compañeros y yo no hacemos ese tiro.»

Mr Arnaud se mordió los labios, yo sentí palidecer mis mejillas, y los ingleses echaron sobre nosotros una mirada de compasión acompañada de una sonrisa, en la cual su esmerada educación no llegó a marcar el desprecio. Valleras, sacando un puñado de monedas de a ochenta reales isabelinas y recientemente acuñadas, mandó al criado poner una en el blanco, apoyada en el tapón de corcho tendido. Tomó su pistola, y pasándosela a Monreal para el primer tiro, dijo a los ingleses: «Nuestro tiro no pasa nunca de este tamaño.» El blanco se veía mal, porque no era blanco sino amarillo, y a treinta pasos sólo lo veía un ojo de tirador; tiró Monreal y quitó la moneda; puso el criado otra, y Valleras me pasó la pistola con que él tiraba; puse yo mi alma en mi dedo índice, e hice blanco; Valleras dijo: «Yo no tiro eso: cuelgue usted mis nueve balas.» Valleras hizo su tiro; los ingleses saludaron respetuosamente, y el del saco se le entregó al groom, que desapareció con él. La apuesta paró en un refresco y en un puñado de monedas que Valleras y los ingleses dieron a Mr. Arnaud; y cuando a la mañana siguiente, al volvernos a reunir en el tiro de éste, argüía a Valleras por no haberse dejado ganar los primeros tiros para engrosar las apuestas, Valleras contestó con su desenfado andaluz: «Mr. Arnaud, si usted había pensado que nuestro blanco fuese el saco del inglés, hizo usted mal en pensar en nosotros para sostener tal apuesta.»

Valleras murió dos años después, de una afección pulmonar; Monreal se metió una noche la bala de su último tiro en el cerebro… y yo abandoné el tiro, cuando mis compañeros abandonaron el mundo.

Al montar Ignacio Boix su librería en la calle de Carretas, dando a este ramo de comercio una forma y un impulso hasta entonces inusitado en España, X se ingirió en su casa como administrador, ya con ciertas pretensiones literarias, como amigo y conjunto inseparable mío: Boix aceptó la literatura de X bajo su palabra: dióse éste a escribir algunos artículos en El pensamiento, semanario que Boix fundó: ganóse X la confianza de éste como había ganado la mía, y Boix le comisionó para ir a establecer en Cuba y Méjico dos sucursales de su casa de Madrid.

He aquí el talento y la historia de las medianías que saben no desperdiciar la sombra de la más pequeña hoja que puede dársela: X empezó por adherirse a la pequeñísima sombra que mi pequeñísima persona comenzaba a proyectar: cobijóse después a la sombra de mi casa: recogió como reliquias todos los borradores de mis manuscritos y todos los más íntimos pormenores de mi vida: y, al cabo de dos años, salió para Cuba, agente de la primera casa de librería, con mejor porvenir que yo, y con el manuscrito inédito de mi leyenda de El capitán Montoya, de la cual hizo cuatro ediciones en la Habana y Méjico, acompañándola de una biografía del autor su grande amigo, cuyo nombre iba con el suyo en la primera página, viva representación de mi personalidad: segundo yo en aquellos países, que no pensaba yo entonces visitar después de él, ni X pensaba que yo en ellos había de hallar más tarde la huella de sus pasos. Volvió a Madrid en 1842, trájome grandes noticias de mi gran fama por aquellos países y del éxito fabuloso de mi Capitán Montoya; pero ni a él le ocurrió darme, ni a mí pedírsela, cuenta de lo que sus cuatro ediciones habían producido. Entre amigos…

Entretanto, había yo tenido un poco de fortuna en el teatro con mi Cada cual con su razón y las dos partes de El Zapatero y el Rey, y X me había dado a leer aquella novelilla de Pietro Angelo Fiorentino, que había traducido y publicado allá, en compañía de mi Capitán Montoya, y bajo las mismas bases de lucro para Pietro Angelo que para mí. Celebróme mi bienandanza teatral: y anudando naturalmente su antigua intimidad conmigo, siguió acompañándome a los ensayos en el escenario y a mi mujer en mi palco en las representaciones…, y un día me preguntó que qué me parecía su novela de El virrey de Nápoles…, y otro día que si se podría hacer de ella un drama…, y una noche que si yo querría trasformar en drama su novela, y por fin, que si, escribiéndola en verso y prosa, querría yo aprovechar los diálogos de la novela, y poniéndolos a nombre suyo, ponerle a él al par del mío como autor dramático: cosa que a él le daría una grande importancia con su principal Boix, etc., etc.

¿Por qué no había yo de ayudar a hacerse hombre a un tan buen amigo? Me había acompañado dos o tres años cinco o seis horas diarias, y día y noche en las épocas de enfermedades y pesadumbres: había empezado su carrera de escritor poniendo en las nubes mis versos y en boca de todos la prosa de mi vida… Emprendí la trasformación de la novela El Virrey de Nápoles en el drama Los dos virreyes; pero por más empeño que puse en semejante trabajo, le concluí convencido de que había salido como no podía menos de salir una obra malamente confeccionada, muy desigualmente escrita y de éxito dudosísimo.

Llamé a X y le dije que en mi cualidad de buen amigo y de hombre leal, mi conciencia me obligaba a advertirle que Los dos virreyes era un tiro que iba a salir para él por la culata; y que al silbarme el público por primera vez, no faltaría a quien le ocurriera que escribiendo solo me había hecho aplaudir, y que la asociación con X me había atraído la primera silba; y, en fin, que aquel seguro mal éxito, en vez de procurarle reputación y de abriles la escena, le iba a desacreditar y a cerrársela para siempre.

Pareció X convencido de mis razones: y como la temporada cómica iba ya muy avanzada, la obra estaba prometida y yo obligado a dar la tercera del año, según mi contrato, determinamos presentarla bajo mi solo nombre, y que corriera yo sólo el riesgo de un desaire casi seguro del público y de una justa rechifla de la crítica por semejante rapsodia.

Entregué mi obra a Lombía: recomendésela a Carlos, poniéndole en los pormenores de su historia: prometióme Carlos, con el paternal cariño que me tenía, ponerla en escena con tanto más esmero cuanto menos probabilidades de éxito presentaba: y pretextando yo no poder esquivar por más tiempo el compromiso de ir a pasar la Semana Santa con el duque de Rivas, partí a Sevilla, huyendo de la primera representación de aquellos Dos virreyes, con cuyo azaroso porvenir dejé cargados a Mate y Carlos Latorre, diciéndome al meterme en la diligencia: «ojos que no ven, corazón que no siente».

¡Y qué recuerdo tan fresco, tan juvenil, tan poético, es el de aquel viaje y el de la estancia en la casa y con la familia de aquel tan gran poeta y tan grande amigo como fué mío, aquel a quien yo llamaba mi ángel, a quien la posteridad llama duque de Rivas, y cuya memoria vive aún por la amistad en mi corazón, y en España por el Don Álvaro, que está todavía en pie sobre la escena en que hace cuarenta años que apareció!

Desde que Juanito Donoso y Nicomedes Pastor Díaz primero, y Villalta después, me habían dado trabajo en sus periódicos, no había yo dejado pasar una semana sin publicar una o dos composiciones por lo menos: en tres años había de ellas coleccionado ocho tomos mi primer editor Delgado. Desde que García Gutiérrez me había abierto la escena, asociándome a él en el Juan Dándolo, había yo presentado seis dramas, benévolamente acogidos por el público, que tuvo sin duda en cuenta al aplaudírmelos mi poca edad y mi constante trabajo: tenía yo mucha priesa de meter ruido que llegara a los oídos de mi padre, emigrado en Francia, y no me remuerde la conciencia de haber desperdiciado aquel tiempo viejo. Era la primera vez que cogía yo un mes y un puñado de onzas para mi solaz. Mi miedo al éxito de mis Dos virreyes, pedía a Dios alas para huir de Madrid: y el editor D. Manuel Delgado, que era el único que sabía lo que yo valía en dinero, que me gruñó siempre, pero no me negó jamás el que le pedí, me dió el susodicho puñado de onzas, para sustituir con un asiento en la diligencia las alas que Dios no ha concedido a ningún poeta al lado de los omoplatos. Dióme Lombía una docena más de aquellas graves y amarillas monedas que por atrasos de mi sueldo me era en deber, y otra docena Boix por adelanto y seguridad de mi primer tomo de leyendas: dejé las dos docenas a mi familia; y con el primer puñado en el bolsillo, me acomodé en la berlina, que después hemos llamado coupé, de la diligencia que a las tres de una mañana de marzo arrancaba para Sevilla, de la calle de Alcalá.

Llevaba por compañeros a D. Juan Jústiz, noble mozo habanero, de tan mala salud como buena educación, y tan sobrado de rentas como falto de humor para gastarlas; a quien acompañaba Lorenzo Allo, otro habanero de tan buen humor y tan buena salud como poco amigo de guardar su dinero, con quien había trabado yo amistad en el tiro de Mr. Arnaud y en el gimnasio del conde de Villalobos.

Era este Lorenzo Allo el mejor amigo y el más agradable compañero del mundo: tan enjuto como recio, era nervioso hasta tener trémulas las manos, a pesar de lo cual tomaba café cuatro veces al día; y usando en anteojos de oro unos cristales de muy bajo número, alternaba con los primeros tiradores; sin que me haya podido yo dar cuenta de cómo veía el blanco, ni de cómo sujetaba e inmovilizaba sus nervios para hacer finísimos tiros. Teníame una sincera amistad y sabía de memoria muchos versos míos: dábame tan buenos consejos como malos ejemplos; y tan diestro boxeador como mediano humanista, estaba siempre dispuesto a saltar un ojo de un puñetazo a quien no le concediera sin discusión que era yo el primer poeta de ambos mundos. Cuidaba de mí en el gimnasio como si fuera yo de cristal, y de mi honra como si fuera la suya, e hijo yo de su mismo padre.

Jústiz y yo le hicimos administrador de ambos durante el viaje y le entregamos nuestros dineros: aquél para no tener el trabajo de pensar en ellos, y yo para ahorrarme el de contarlos: negocio que era por entonces no poco peliagudo en España, con los ocho cuartos y medio de sus reales, los ciento setenta de sus duros, los trescientos veinte reales de sus onzas, las tres onzas y dos duros de sus mil reales, etc.; de modo que la más mínima cuenta tenía siempre más picos que una custodia.

La noche estaba fría, lejano el amanecer, y los tres viajeros de la berlina que habíamos acudido con tiempo por no habernos acostado, estábamos en nuestros puestos desde que empezaron los mozos a cargar el carruaje, durmiendo tranquilamente bien embozados en nuestras capas. La empresa era nueva, y en competencia con la antigua: el conductor ocupó el pescante, y al dar las tres en el Buen Suceso, dió una voz y tendió su fusta a los caballos, que nos arrebataron entre el ruido de sus herrados cascos y de sus agujereados cascabeles.

La nueva empresa había montado a la francesa sus tiros, sustituyendo al antiguo rosario de mulas, enfrenadas sólo las dos del tronco y las seis restantes encomendadas a un muchacho jinete en el mingo delantero, un tiro de seis buenos caballos todos embridados; dos en la lanza y cuatro en balancín. Aquellas nuevas diligencias, carruaje de sólo berlina y rotonda, eran unas especies de sillas de posta, y eran a las antiguas galeras y diligencias, lo que hoy son a aquellas sillas de posta las locomotoras y trenes de los ferrocarriles; pero aquel ruido de los cascabeles, aquel perpetuo vocerío con que a sus caballos animaban los mayorales, aquellos zagales dicharacheros que enganchaban y recogían los tiros en las remudas, aquellos venteros y maestros de postas, aquellas hosterías en donde se hacían los altos y las comidas, conservaban el carácter jaranero y alegre de nuestra patria y la tierra por donde viajábamos los españoles; y se veía el país, y se bromeaba con las paisanas; y sea dicho en paz, no tenía tantas ventajas para los intereses materiales, pero tenía más poesía que el actual nuestro modo de viajar del tiempo viejo. Los caballos daban cierto decoro de caballeros a los viajantes; y no todo el mundo podía permitirse el lujo de viajar en berlina de una silla-correo, que corría por el centro de la calzada, pasando al vulgo de los viandantes; la máquina lo arrastra todo, y los caballos arrastraban la flor de lo arrastrado, y bien lo decía el refrán. «de las vidas arrastradas… la del coche».

El en cuyo coupé íbamos Allo, Jústiz y yo, paró en Ocaña para almorzar, sin que Allo y yo hubiéramos bajado los cristales, ni hablado con los viajeros del segundo compartimento en las postas pasadas, por respeto al descanso de Jústiz, que iba convaleciente de larga enfermedad, con fuentes abiertas en los brazos y encomendado a nuestra amistad por su cariñosa familia. Pero al apearme en Ocaña, unos brazos poderosos me arrebataron del estribo, y al depositarme en tierra me decía la voz vigorosa del individuo a quien aquellos fornidos brazos correspondían: —«¿Aquí tú, Pepe?»— Era Paco Elipe, diputado bullicioso, poeta un poco excéntrico, pero no despreciable, hacendado manchego y amigo leal, de quien ya apenas hace nadie memoria; pero de la de quien voy a traer algunos recuerdos a estos míos de aquel viejo tiempo. —¿Quién es tan descortés ni tan ingrato que no se pare a dar un apretón de manos al viejo amigo, a quien encuentra por acaso en el viaje de la vida? ¿Y qué son estos recuerdos más que un viaje de vuelta por el casi borrado rastro del florido camino de mi juventud?

Paco Elipe fué socio del Liceo y escribió de todo, en verso y en prosa; y empezando por un drama en compañía de Romero Larrañaga, titulado La Vieja del Candilejo, cuyo plan está no mal preparado y versificado limpia y galanamente: escribió otros más, y tuvo sus éxitos y sus aplausos y su reputación no inmerecidos, y fué uno de los que, con quienes empezábamos a hombrear, arrimó el hombro para empujar el carro del progreso de aquella época. Recto y tenaz, y de vigorosísimo carácter, hacía y decía las cosas de muy original y personalísima manera. Un día cerraba con lacre una carta, y echándose por descuido una gota de él, encendida, en un dedo, en lugar de sacudírsela, dijo, conservando el dedo inmóvil: «¡Bruto Paco; para que no seas torpe otra vez!» Y dejó apagarse el lacre en la carne. Una noche sorteamos en el Liceo varios argumentos para una improvisación, entre varios poetas, y tocóle a Elipe el de la Noche-Buena.

El tiempo dado para el trabajo de la improvisación era el de una hora, al fin de la cual comenzaba la lectura de las composiciones en la tribuna; llegó su turno a Elipe, y en medio de muchas redondillas facilísimas, en que describía todo el tumulto que traen consigo los panderos, zambombas y el jaleo de aquella noche de la Misa de Gallo, soltó con la mayor formalidad la semiblasfemia de esta cuarteta:

 
Y aunque la ilación se quiebre,
lo que no apruebo y resisto,
es el mal gusto de Cristo
de nacer en un pesebre.

Y continuó su descripción de la Noche-Buena con tanta imperturbabilidad suya como estupefacción del auditorio.

Fué el amigo más consecuente de José Fernández de la Vega, el fundador del Liceo, mal recompensado por todos los a quienes hizo hombres con el establecimiento de tan única y brillante sociedad. El Gobierno no supo dar a Vega más que el Gobierno de una provincia de tercer orden; y Paco Elipe fué el más fiel amigo de aquel a quien tantos faltaron.

Pero de Paco Elipe haré más larga y justa mención más adelante, porque espero en Dios que me dará tiempo de hacerle una visita en su palacio solariego de Manzanares: y ocasión de hallar en él materia para más curioso relato.

Con este mi tercer compañero de viaje almorcé en Ocaña, en un parador nuevo, en una mesa muy limpia y enflorada, servida por dos buenas mozas de diez y ocho y veinte años, de trigueña tez, boca sensual y risueña, grandes, negros y retozones ojos, moño de picaporte con zorongo de largos cabos, y robustez mal disimulado en su ceñidos corpiños, y sus estrechos y cortos guarda-pieses.

El conductor nos presentó a los postres un libro en blanco, en cuyas hojas rogaba la empresa a los viajeros que anotasen las faltas de servicio para corregirlas. Elipe y yo acusamos en ellas, y en unas quintillas, al posadero de hacer servir su mesa por aquellas dos muchachas, que embelesaban a los viandantes para que no comiesen más que ojeadas y sonrisas, productoras para ellas de dobles propinas y de vanas esperanzas para los comensales; y pedíamos a la empresa que, o suprimiese aquellas dos muchachas, o que, cambiando las horas de salida de sus carruajes, dispusiera que los viajeros no almorzaran, sino que cenaran y pernoctaran en aquel parador de Ocaña.


El 1° de abril, a las siete de la mañana, nos apeamos de la diligencia en Sevilla, café del Turco, calle de la Sierpe. Salía yo a ver la tierra por primera vez; y como el pájaro que deja por primera vez el nido apenas emplumado, y goza de la luz, la vida y la libertad, desempolvando sus plumas entre el fresco césped y las primeras margaritas, y se baña en el brillante aljófar y las líquidas perlas de las gotas de agua que desparrama el Guadalquivir en sus siempre verdes orillas, me salí por la Puerta del Arenal a ver el puente y el río, y la Torre del Oro, y a respirar aquel ambiente perfumado de azahar, y a bañarme en aquella luz, reflejo dorado de la del Paraíso; a pasar, en fin, una mañana de muchacho que hace novillos.

Y fué aquel uno de los pocos días que en mi vida cuento como felices, y cuya dicha tuvo fin y colmo en mi nocturna presentación en casa del egregio poeta, del cariñoso amigo, del entretenidísimo conversador y del nunca olvidado autor del Moro expósito y del Don Álvaro.

El recuerdo de la amistad, de la casa y de la familia del duque de Rivas, es una isla de arribada en el revuelto mar de mi existencia, un oasis frondoso en el arenal desierto de mis estériles aspiraciones, una tienda de reposo en el pedregal por donde ha hecho peregrinar mi inutilidad viviente, mi improductiva e improvisora poesía. La casa del duque en Sevilla es en mis recuerdos un nido de ruiseñores, donde fué a albergarse una noche de primavera una golondrina desanidada.

Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

I - II - III - IV - V

Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - XI - XII - XIII - XIV - XV - XVI - XVII - XVIII - XIX (En la Habana) - XX - XXI - XXII - XXIII - XXIV - XXV - XXVI - XXVII - XXVIII - XXIX

Apéndices

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII - XIV - XV - XVI - XVII - XVIII - XIX - XX

Hojas traspapeladas

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X