Recuerdos del tiempo viejo: 56
XI
editarEntre los devotos más o menos sinceros, más o menos esclavos del demonio del orgullo y sacrificadores al pavón de la vanidad, llamaban la atención dos individuos de distinto sexo: una bellísima mujer y un hombre feísimo. La mujer era la más peregrina criatura del mundo, la más preciosa sacerdotisa de Venus, la más seductora de las hijas del pecado, tentación viviente que había venido a aquella feria para servir de postre a Satanás, en aquella orgía, un gran racimo de almas de pecadores. Aquella mujer, que aun casi no lo sería en el Norte de Europa, pues apenas pasaba de los quince años, acudía diariamente al templo así que oía la campana, y honestamente vestida, castamente velada y piadosamente descalza, cruzaba de rodillas la sagrada nave, se colocaba cerca del presbiterio, y allí, prosternándose al alzar, oraba hasta derramar lágrimas, y era ejemplo de devoción y asombro de los creyentes.
Y aquella encantadora Magdalena volvía modestamente a su casa sin mirar ni hablar con nadie, como la más honrada doncella del universo, y no salía más de su casa ni se asomaba jamás a sus balcones; pero como una de esas flores saturadas de fuerte aroma, de perjudicial aspiración; como una de esas preciosas serpientes de cascabel de brillantes colores; como uno de esos cocuyos, gusanos estrellas de luminosa piel, trascendía su presencia, se oía su reclamo y se percibía su resplandor a través de las paredes de su morada, en la cual reinaba el orden y el silencio, porque a su dueña la azoraba el ruido y la amedrentaba el escándalo. Interrogada un día aquella extraña criatura sobre la monstruosa e inconcebible amalgama de su devoción matutina y su ordinaria profesión, contestó con la más ingenua sencillez: «Yo soy muy devota de la Virgen, y el día que la falto o la escatimo en mis devociones, no me protege.»
El hombre feo, de tan ejemplar conducta en el templo como la mujer hermosa, era el director de la compañía de cacos operadores por la feria bajo sus órdenes; y he aquí adónde conduce la superstición pagana e idólatra aplicada al pueblo como educación religiosa. Seguramente que no fueron ni el prudente P. Olmedo, que allá fuera con Hernán Cortés, ni el venerable P. Las Casas, defensor e instructor de los indígenas, quienes introdujeron en aquel país tales y tan supersticiosas costumbres.
Y ello es que de aquí debió llevarlas alguno, puesto que aún vemos a los bandidos italianos de la Sicilia y de la Calabria ofrecer un lujoso cirio o colgar una valiosa ofrenda ante el santo altar de una veneranda Madonna, y a los ladrones de Madrid hacer otro tanto, o mandar decir una misa para que les ayude en una empresa; y la de los calabreses es desvalijar, y acaso destripar, a los viajeros en las gargantas de los Abruzzos, y la de los madrileños de Lavapiés a la Virgen de la Paloma, es el saqueo nocturno de una platería, intentado o llevado a efecto por un escalo practicado en las alcantarillas.