Recuerdos del tiempo viejo: 72
XXVII
editarCayó muy en gracia Agustín al capitán general y a Calvo, y no le hubiera ido mal si se hubiera quedado en Cuba; pero tenía cosas tan chistosas para ellos, como enojosas para mí.
Los señores Bustamante, Romero y Compañía, me abrieron un crédito en su caja, y Aynslie corría con mi cobros y pagos en la impresión del solo libro que en la Habana di a luz; tenía, pues, que ir continuamente a la ciudad, pero le tenía expresamente prohibido quedarse en ella de noche. Sabía yo muy bien que si en la ciudad se quedaba alguna, no dejaría de ir a baile o broma, en los cuales concluiría infaliblemente por cometer tres o cuatro excesos, de los cuales me amedrentaban las consecuencias. Teníale yo prevenido que tratara bien y ayudara a los mejicanos que hallara en la isla; porque habiendo yo recibido tan simpática hospitalidad en Méjico, me creía obligado a probarles en mi tierra mi gratitud; pero quería yo hablar de los mejicanos emigrados por causas políticas o faltos de fortuna. Un jueves salió del cafetal con pruebas y encargos para la imprenta, y esperábale para comer al caer la noche. Anocheció, pasaron las ocho, las nueve, las doce; amaneció el viernes, pasó su mañana, llegó la tarde, y mi Agustín no parecía; el sábado, por fin, vino con Calvo en el tílburi. Reconvínele por su tardanza, y me respondió muy satisfecho:
–¿No me ha dicho usted que debíamos portarnos muy bien con los mejicanos que aquí halláramos?
–Sí.
—Pues he dejado a usted bien, obsequiando a tres que se han embarcado esta mañana. Les invité a comer en nombre de usted, les llevé al teatro y fuimos el viernes a ver todo lo que hallé digno de verse, y nos amaneció cenando.
—Ya. ¿Y usted pagó todos los gastos?
—Por supuesto.
—¿Y cuánto ha gastado usted en ello?
—Diez onzas y media.
—¿Y quiénes eran los mejicanos?
Y me nombró a un comerciante rico, a un hacendado y a un general, los cuales tomarían probablemente a fanfarronada mía semejantes obsequios, siendo ellos mucho más ricos que yo, y no habiendo tenido conmigo en Méjico más que relaciones pasajeras de sociedad que a nada obligan, ni aún a cultivarlas.
Determinó el capitán general, don José de la Concha, hacerme una distinción para probar públicamente la honra que quería dispensar al poeta, y anunció que iría al cafetal a cazar y a pasar tres días en mi compañía. Prevíneme, en consecuencia, de buenos caballos, armas y todo lo necesario. Salimos a recibir al general, que vino en una volanta de tres caballos; extraño, pero lujosísimo, vehículo, que se llama un trío; tomamos los dos lados del carruaje Agustín y yo, jinetes en dos magníficos caballos, y al apercibir la calzada, cerrada con una barrera, hice una seña a Agustín, quien, con la destreza incomparable del jinete mejicano, tendió su caballo a escape, saltó la valla, descorrió el cerrojo que estaba cerca de la tierra colgándose de la silla, abrió la barrera arrastrando de costado su montura, y quedó sombrero en mano aguardando el paso del general; admiró éste la arriesgada suerte, que asombró a la escolta y me dió a mí esperanza de que Agustín me dejaría bien en aquella expedición.
Pero, ¡ay de mí!, llegamos a un cafetal vecino al de Calvo, donde nos tenían preparado entre dos lagunas un tiro de patos salvajes.
Colocámonos a un lado, en el terreno que ambas lagunas separaba; el general en el centro; su jefe de Estado Mayor, que era un tirador de primera fuerza, a su derecha; yo, a su izquierda, y Agustín, a la derecha del jefe de Estado Mayor.
Los patos estaban en la laguna derecha; los ojeadores debían levantar la bandada, que al pasar a la izquierda pasaría sobre nosotros, proporcionándonos un tiro bien aprovechado, aunque se desbandara después de él. Así fué; levantóse la banda, ojeada por la derecha, y se dirigió compacta a buscar el agua de la izquierda; previnímonos todos los cazadores a tirar inmediatamente después del tiro de honor, que pertenecía al general, y dejamos venir los patos; pero mi Agustín, que se vió el primero de la derecha, sin curarse de respetos ni categorías, hace fuego antes detenerlos a tiro, yerra, dispersa la banda y nos deja sin caza, y al general Concha y a Calvo riéndose a carcajadas, al jefe de Estado Mayor absorto de tan torpe falta, y a mí con intenciones de darle un culatazo en la cabeza.
Tal era mi buen Agustín Aynslie, cuyas torpezas y excentricidades divertían tanto al general Concha y a Calvo, como a mí me hacían temblar o desesperarme, y tales fueron mis negocios en la isla de Cuba.