Recuerdos del tiempo viejo: 27
XXVII
editarVolvióse a su colegiata de Covarrubias el presbítero Nebreda, y pocos días después llegó de Burdeos la contestación de los señores de la Torre, que el presbítero y yo habíamos convenido en esperar para cerrar un convenio definitivo. Aquellos tan honrados como opulentos españoles me daban el pésame de la muerte de mi padre, por mi carta participada, y me decían que, «no sólo nada debía mi difunto padre a su casa, sino que aquella carta debía ser tenida por mí como finiquito y cancelación de cuentas, quedando siempre a disposición del hijo como lo estuvieron a la del padre». Y por conclusión me anunciaban «que éste había dejado en su poder un grueso paquete sellado, con orden de que me lo entregaran después de su fallecimiento(. En consecuencia de haber llegado este caso, me enviaban el dicho paquete con una persona de toda su confianza, cuyo nombre me daban, y para entenderme con quien me remitían una contraseña, y cuyo enviado llegaría a Burgos tal día y se hospedaría en tal fonda, fijándome uno y otra.
Bajé yo a Burgos, aboquéme con el portador del paquete, díle de él correspondiente recibo, y volvimos al día siguiente él a Burdeos y yo a Torquemada.
Era el paquete del grueso, tamaño y forma del de una resmilla de papel de cartas de las fábricas de Angulema, lacrado con tres sellos y con un sobre a mi nombre, de letra de mi padre. Nunca esperaba yo que éste me dejara valores ni billetes del Banco de Francia en aquel póstumo legado, porque conocía su honradez y estaba convencido de que era incapaz, y de que no había tenido ocasiones, de atesorar; pero confieso que recordélo que Sartorius me había dicho en Madrid al despedirme de él, y que abrí el pliego con una emoción que no parecerá extraña a ninguno de mis lectores; confieso, sin embargo, que nunca creí hallar lo que hallé bajo aquel sobre tres veces sellado.
No había más que un documento que probaba irrecusablemente que mi padre había devuelto a S.M. el rey Don Fernando VII ciento setenta mil y pico de duros de los trescientos mil que había recibido para gastos de policía secreta; cuyo documento concluía con esta nota de letra de mi padre, quien sin duda a mí me la dirigía: «Así sirven los buenos vasallos a sus reyes cuando los sirven de buena fe.»
Sartorius tenía razón… y yo también.
El resto del paquete lo componía un manuscrito en cuadernos sueltos y paginados para formar volumen, en el cual pretendía mi padre probar, a vueltas de mucha ciencia universitaria y datos históricos rebuscadísimos, que desde Luis XIV y el tratado de Utrech todo lo hecho era nulo, y que los legítimos herederos de la corona de España no eran ni el infante Don Carlos María Isidro (Carlos V) y sus herederos, ni la reina Doña Isabel II y los suyos, sino los herederos y descendientes de María Teresa de Austria.
Maldito si comprendí yo la cuarta parte de lo que mi padre, como abogado, en su manuscrito decía, ni nada nuevo me enseñó en él que ya no se hubiera dicho respecto a la sustitución del testamento de Carlos II por el cardenal Portocarrero, etc., etc., cosas ya perdidas de puro manoseadas; pero mucho menos comprendí entonces, ni he comprendido hasta hoy, lo que mi padre pretendía de mí dejándome tal trabajo histórico-jurídico en compensación de sus haciendas hipotecadas, sin dejarme ni una hilacha delo que mi pobre madre poseyó en vida.
¿Creía tal vez que la publicación de su libro me sería más lucrativa que la de todos mis tomos de versos? ¿Pensaba acaso que podía yo volverme loco y fanatizarme con la política, hasta el punto de hacer propaganda por la casa de Austria contra la de Borbón?
Ante aquel libro se levantó en mi cerebro la más desconsoladora idea y el más desesperado anhelo en mi corazón. Mi padre no había estimado en nada mis versos ni mi conducta, cuya clave él solo tenía, y no había pensado en su emigración en su hijo, a quien, con justicia o sin ella, aplaudía toda España haciendo célebre su nombre, por renegar de Don Carlos, a quien había servido, y de Doña Isabel, a quien debió su jubilación, y con ella la tranquilidad de sus últimos años. ¡Oh, maldita antisocial y anticristiana política, cuyo fanatismo puede separar en vida a los padres de sus hijos y hacerlos morir sin darse ni pedirse su postrera bendición!
Ante aquel manuscrito sentí el intento de emplear los 15.356 reales en descepar mis viñas, y, haciendo con sus cepas una inmensa pira en sus corrales, pegar fuego a mi casa, encerrándome dentro. Ante aquel manuscrito, y de tan despechadas intenciones acosado, me amaneció y escribí a Nebreda.