Recuerdos del tiempo viejo: 80
VI
editarAquí hay un caos en mis recuerdos, en el cual voy a meter por unos instantes una antorcha de blanca y perfumada luz.
He dicho que me hospedaba en una hacienda cerca de la capital. Estaba ésta inmediata al pueblecito alegre de San Angel, y había sido un caserón destartalado, construído sin duda, por algún vascongado rico del siglo XVIII, quien la bautizó con el nombre eúskaro de Goicoechea: casa de arriba. El viejo padre da la esposa de mi hospedador, que la adquirió por compra, se la dejó al morir a su hija, y su marido trasformó el caserón en una quinta risueña, convirtiendo en rasgado y regular ventanaje sus estrechos y desiguales ventanillos, en salones amplios y cómodos, ventiladas y bien alumbradas cámaras, sus irregulares y lóbregos aposentillos; dió a todos los cuartos salida y luz a corredores de un patio cuadrilongo, que sombreaban una docena de siempre verdes naranjos, y cuya atmósfera refrescaba una fuente de mármol florentino, en cuyo pilón nadaba un centenar de peces de colores. La viguería de cedro con la cual se habían nuevamente techado los corredores, perfumaba aquel patio, especialmente en los días lluviosos, en que la humedad se impregnaba en el cedríneo maderaje; y por un corredor suntuoso añadido a la fábrica, construído sobre el jardín, abiertas en sus tres aislados muros diez ventanas y tres puertas de medio punto curiosamente ensambladas y envidrieradas, se salía a un jardín caprichoso, al cual rodeaba una huerta de 17.000 pies, de árboles frutales, cerrada por una tapia de 5.000 metros de circunferencia. La parte baja de aquella quinta, habitada por la familia, artesonada, amueblada y alfombrada al gusto moderno, era la morada del rico que goza en ese campo del confort y comodidades de la capital; pero había en la parte alta una serie de habitaciones deshabitadas, que remataban por el Sur en la casa del administrador, y por el Norte en una especie de torrecilla, cámara cuadrada con un balcón sobre el jardín, precedida de una antesala, en uno de cuyos ángulos encajaba en sólido marco de piedra la maciza puerta de una inmensa terraza o azotea que cubría los corredores y la vivienda baja, y cuya azotea guardaban media docena de alanos de tan insociable trato como descuidada educación; no conocían más que al que les daba de comer.
En aquella cámara solitaria me dijeron que solía retirarse a estudiar el padre de mi hospedadora, literato de quien Méjico conserva con respeto, y muy justamente, venerable memoria; y allí me instalé yo, sin permitir que el lujo y la restauración del piso bajo llegasen hasta aquel aposento, dejándole con sus paredes blancas, sus viejas vigas, su puerta carcomida y su antiguo mueblaje; componían éste una mesa grandísima y un doble armario de la forma de los modernos entredoses, sobre cuyos armarios y mesa tenía yo los 74 de Walter Scott, una Biblia latina, un Korán árabe, unos tratados de antigua alquimia y demonología, un diccionario de Domínguez, dos escopetas y un revólver de bolsillo. Agustín Aynslie me había regalado y abierto en un rincón una espita de grifo, que vertía el agua que tomaba de un inmediato depósito en una inmensa jofaina horadada, cuya vertiente de plomo desahogaba en las azoteas, único mueble de cierto lujo que pretenciosamente ostentaba mi modesto alojamiento en su estrambótico ajuar.
Pero tenía en él un balcón al Poniente, que se abría sobre el jardín, y que era un balcón del Paraíso. Bajo él crecían los espinosos cactus, que producen los fragantes huele-de-noche, y encuadraban y festonaban su marco
como verdes cortinas y lambrequines,
campánulas, bignonias, yedra y jazmines;
madreselva, clemátidas y pasionarias,
yedras apretadoras, plantas rastreras,
todas las cien especies de parietarias,
musgosas, trepadoras y enredaderas.
Bajo él, entre magnolias, en cien planteles
regados por mil caños, dábanse espesos
anémonas, junquillos, lises, cantuesos,
geranios, amarantos, plúmbagos, luisas,
alelíes, acantos y minutisas;
bulbosas espigelias, nardos galanes,
ranúnculos, camelias y tulipanes.
Por encima de este edén, y a través del aura embalsamada que sobre él perpetuamente se mecía, como el velo sutil y perfumado de la favorita de un sultán, alcanzaba yo a ver el agua inquieta de un arroyo saltador, en la cual lavaban las indias de Tlacopaque, y el arranque del monte de las Cruces, en cuya espesura solía haber guarecidos bandoleros o pronunciados. El sol poniente venía todas las tardes a teñir de púrpura la enguirnaldada vidriera de aquel balcón, y sus últimos rayos deslumbraban a la numerosa familia de arañas y alacranes que, invisibles, anidaban en la carcomida viguería y en los agrietados marcos del balcón y de la puerta. Pero contra estos insectos de incómoda vecindad, tenía yo allí unos amigos que me fueron siempre leales de generación en generación: una familia de salta-pared, pájaros pardos de largo pico, de cola quebrada y golilla roja, de la especie de los barrenadores, que buscan su alimento en los huecos abiertos por los gusanos en las cortezas de los árboles y en los escondites delos insectos que se guarecen en las agrietadas paredes. Por ellas trepan estos pardos pajarillos de piedra en piedra y de ladrillo en ladrillo, como si caminasen y no volaran, y desde mi instalación en aquel lugar habían acudido a mi balcón y entraban familiarmente en mi cuarto en cuanto yo se le abría. Los abuelos habían encontrado en sus baldosas los granos perdidos de cebada del pienso de mis caballos; los hijos los habían buscado enseñados por sus padres, y la tercera generación había aprendido a volar viniendo a buscarlos entre mis libros y por encima de mis perchas, mientras yo trabajaba acodado en mi mesa sobre mis papeles. Nadie más que los desterrados y los poetas sabemos procurarnos y agradecer estas amistades. Con estos pájaros me pasaba las largas horas y semanas enteras sin comunicarme con los moradores de la casa más que a las horas de comer. Los días de fiesta estaba la quinta llena de visitas: muchachas más avispadas y las más conocidas señoras de la ciudad, corrían y curioseaban por aquel jardín, al cual rara vez descendía yo, y veían y saludaban en aquel balcón al poeta huraño que esquivaba su sociedad, mirándole, como las figuras móviles de una linterna mágica, pasar entre el ruido de las risas y la música por bajo de aquel enflorado balcón.
Acodado a él me ocurrió hacer un cuento de pájaros y una lectura de flores, y para ello hice centenares de estrofas y miles de apuntaciones, que al cabo para nada me sirvieron por excesivamente extravagantes, incomprensibles o de exagerado y pésimo gusto. El doctor Sanchíz, que me envidiaba la propiedad de aquel balcón, que venía de cuando en cuando a asomarse conmigo a él, y que en él me pedía que le recogiera ejemplares de las plantas y flores medicinales y ponzoñosas que al rededor y dentro de sus tapias se criaban, me inspiró la idea de una fantasía de La Mandrágora, de cuya planta brotaban algunos pies entre las belladonas, los beleños y otras solanáceas al pie de las tapias, guarida de pintados lagartos y doradas culebras; con las cuales llega uno a familiarizarse en aquellos climas, que tantas variedades de reptiles producen.
Y encontré muchos años después una de las apuntaciones que para una lectura de flores sobre la mandrágora tenía escrita, y de sus versos recuerdo éstos de su introducción:
¡Ábrete, sésamo! ¡Brota
de su centro átomo paro
de luz vivífica, gota
pura de esencia vital,
geniecillo microscópico
de mi poesía germen;
sal, despierta a mi conjuro
a tus hermanos, que duermen
dentro de mis flores… sal!
Hele allí: va con su mano
de Silfo, dejando abiertas
ante nosotros las puertas
de mi encantado vergel.
¡Ya lo están! El aire sano
aspirad de su comarca;
cuanto vuestra mente abarca
oyéndome, es tierra de él.
Entrad… mas pisad con cuanta
precaución posible os sea,
porque a su umbral verdeguea
planta encantada y letal.
Miradla: allí se levanta
fatídica, allí campea
una mata de Circea:
esa es la planta infernal
que su poder da a los magos;
ved, ni aun viles jaramagos
nutre su sombra fatal.
Esa planta es la mandrágora;
esa planta acre, agria y fea,
tiene una historia fantástica:
brotó en Egipto: en Judea
la cultivaba en un páramo
la Pitonisa de Endor;
en Grecia, de su archipiélago
en un islote, Medea
la halló arraigada en el túmulo
de un cainita encantador;
por la sibila Cumea
fué empleada, y hoy la emplea
el gitano ensalmador
en sus conjuros fatídicos,
resto de los ritos druídicos,
con que da al vulgo pavor.
Esa planta es la mandrágora;
para arrancarla, es preciso,
cogiéndole de improviso,
amarrar a ella un lebrel;
y sin cesar hostigándole
hasta que la desarraiga,
obligarle a que la traiga,
hasta expirar en pos de él.
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¿No sabíais esa historia
de la mandrágora? Es bella
como verídica; de ella
hacen antigua mención
cuantos relatos fantásticos
han hecho los demonólogos,
los alquimistas y místicos
en apéndices y prólogos
y comentarios casuísticos,
al dar clara explicación
de los libros parafrásticos,
de los sueños cabalísticos,
de la ciencia sibilínica,
de la cábala rabínica…
leedlos con atención,
y veréis que es la mandragora
un talismán potentísimo
para hacer de los poéticos
delirios evocación.
Yo poseo una.
Yo con ella, abstraído yo del mundo y olvidado de Méjico, que sólo de mí sabía que a su territorio habría vuelto, imaginaba yo hacer una lectura estupenda, creada y escrita entre las flores de aquel jardín, mientras en torno de él se cuajaba la tormenta que había de traer a aquel país de flores, música, poesía y luz, primero la embajada de Pacheco, que fué una verdadera embajada; después la intervención francesa, que fué una imperdonable locura, y por fin, el Imperio, que fué una sangrienta catástrofe.
Y antes de todo lo cual, tan desacertado y triste, cúpome allí tomar parte en una alegre, benéfica y consoladora escena.