Recuerdos del tiempo viejo: 65
XX
editarEran las cuatro de la tarde del 24 de noviembre. Había yo trabajado asiduamente desde la siete de la mañana, interrumpiendo mi trabajo sólo para ver de cuando en cuando a mi enfermo, a quien los médicos se habían resuelto a imponer, por fin, un método preventivo, el cual consistía en trasvasar a su estómago con una jícara el contenido de una lata de cuatro libras de aceite de almendras dulces. Consentí yo en semejante tratamiento preventivo, a pesar de lo absurdo que entonces me pareció, y que aún hoy todavía me lo parece, porque supuse que debía ser resultado de la experiencia, que en aquel país, como en todos, debía ser madre de la ciencia. Un negro, a quien el cuidadoso Santana había apostado en el puerto, vino a anunciarme la llegada del Kanhowa y el arribo en él de Anselmo de la Portilla: escribí a éste dos palabras enterándole del estado de Cagigas, y suplicándole que alojase a su familia en la casa cuya dirección le enviaba a renglón seguido, y viniese inmediatamente a la nuestra, teniendo la precaución de no penetrar en la habitación sin pasarme recado.
Un hombre de la actividad de Cagigas, de quien podía decirse que dormía con un solo ojo como los linces, y sobre un pie como las grullas, y que pasaba la vida en perpetuo movimiento y en infatigable acción, no podía pasar a tal pesadez, a semejante somnolencia y a una pereza de cinco días, sino por efecto de un grave cambio en su naturaleza y de una grave enfermedad, que podía desarrollarse más o menos fatalmente por cualquier conmoción brusca, moral o física. Esto lo sabe cualquiera que ha visto cuatro enfermos en su vida, o que ha leído un libro de medicina, siquiera sea de la llamada doméstica. Cagigas había mostrado desde que desembarcamos una impaciencia febril por ver llegar a Portilla; debía de haber entre los dos algún secreto muy íntimo, que nunca supe, y no quise que la repentina presentación del tan esperado Anselmo fuese causa de una crísis, que yo temí desde el segundo día de aquella extraña enfermedad. Desvelé, pues, a Cagigas, y le dije que el Kanhowa acababa de fondear en el puerto, y que Pepe Santana había visto con el anteojo a la mujer y a la cuñada de Portilla sobre la cubierta: conque de un momento a otro era razonable esperar a éste. Sonrió, despejóse y se incorporó Cagigas con tal anuncio: volví a dejarle con un español honradísimo, que como enfermero me había procurado el mismo cariñoso Santana (y a cuyo español, si vive y lee estos recuerdos, pido lealmente perdón de haber olvidado su nombre), y con pretexto de continuar mi trabajo me salí a la calle a espiar la llegada de Portilla. Vile, al fin, a lo lejos, y me adelanté a salirle al encuentro, decidido a no errar por falta de precauciones; y conduciéndole sin ruido a nuestra morada, dejéle en la antesala y volví a entrar en la alcoba de Cipriano, que se había vuelto a amodorrar.
—Ya viene Anselmo —le dije—; el criado trae sólo unos minutos de delantera sobre él:
Volvió a sonreír, a despejarse y a incorporarse el enfermo: entró Portilla, que tras mí venía, en la sala. Vió Cagigas su silueta a través de la esmerilada vidriera, y se abrazaron llorando los dos amigos, a quienes yo dejé discretamente solos.
A los pocos momentos, y como si Dios me lo deparara, entró a visitarme mi condiscípulo en Seminario de Nobles el P.Solís, Superior en la Habana del colegio de Jesuítas, en cuya Sociedad había profesado, y a quien no había vuelto a ver desde 1834. Los recuerdos de la niñez son siempre agradables y poéticos: congratulábase el P. Solís de encontrar a su condiscípulo Pepe tan famoso, y asombrábame yo de encontrar Superior de los Jesuítas a mi condiscípulo Solís… cuando me llamó Portilla desde la alcoba. Caía la tarde, que era nebulosa, y estaba cercano el crepúsculo; no veía yo la fisonomía de Cagigas, a quien pregunté cómo se hallaba.
—Bien —respondió—, no me duele nada; pero con la emoción y la fatiga de la conversación con Anselmo… tengo náuseas.
Así la jofaina, que sobre la cama le puse; pasóme el brazo izquierdo por el cuello para incorporarse, y apenas inclinó hacia mí su cabeza, rompió en un fácil y abundante vómito. Quiso Portilla salir por luz, pero yo le detuve asiéndole por la ropa: serenóse inmediatamente Cagigas, y diciendo: «Me siento muy descansado», volvió a reclinarse en las almohadas.
El negro encendía le gas de la sala, a la cual salí con la jofaina en la mano derecha y tirando de Portilla con la izquierda. Solís cruzó las manos y levantó al cielo los ojos, y tal vez una plegaria mental, al ver la jofaina mediada de sangre negra, y de ella salpicados mi camisa, chaleco y pantalón de nankín. Portilla palideció y cayó anonadado en el sofá: yo sentí algo como si mi cuerpo se hubiera quedado de repente vacío de todas mis entrañas y de mi cerebro hueco se hubieran evaporado todas las ideas.
El enfermero salió corriendo a buscar un médico, y a los diez minutos volvió con el Dr. Zambrana, que viendo, al entrar la jofaina sobre una silla, exclamó desesperado:
—¡Qué enfermedad más traidora, no la entenderemos jamás!
Portilla, que no la conocía, preguntó con tanta ansia como candidez al Dr. Zambrana:
—¿Es el vómito?
—¡Y mortal! —contestó Zambrana con desesperación.
Rompí yo a llorar sin poderme contener, y Solís me tendió los brazos ahogando mis sollozos contra su pecho para que no los oyera Cagigas, en cuya alcoba entró el médico a cumplir su triste deber.