Recuerdos del tiempo viejo: 51
V
editarLos proyectos y las afecciones del hombre social son como las guindas; se tira de una y nadie sabe cuántas salen de la cesta enganchadas unas en otras. El conde de la Cortina, cuyo primogénito era ya marido de la hija mayor de su primo el hacendado, había aposentado a sus hijos en su palacio de Tacubaya, adonde me llevó también a mí, hospedándome en un cuarto sobre el jardín y contiguo a la biblioteca. Había el conde gastado muchos miles de duros en llenarla de libros, y teníala perfectamente ordenada y cuidadosamente limpia, siendo la más selecta de aquel país. Sepultéme yo los primeros días entre aquellos libros, y guióme el conde por el laberinto alambrado de sus estantes, complaciéndose en mostrarme los tesoros literarios que en ella encerraba y la inmensa erudición que atesoraba en su prodigiosa memoria. ¡Cuántos volúmenes me hizo hojear, de cuyo contenido no sabía yo una palabra, ni de cuya publicación tenía yo noticia! De cuántas cosas por mí ignoradas me dió nociones, y cuántas y cuán agradables horas pasé escuchándole enumerar, clasificar y calificar hechos, costumbres, vicios, excelencias y vicisitudes de los hombres sabios y de los héroes de aquella tierra, emancipada ya de nuestros dominios; él era español, pero hablaba siempre como mejicano, y los mejicanos acudían a él en cuestiones históricas, lingüísticas y literarias, como al más entendido y competente de los españoles, cuya Academia de la lengua, de la cual era socio correspondiente, representaba allí sin rival y sin apelación, y la verdad es que aquel hombre era una gramática viva y un tratado de retórica encuadernado en su levita, siempre abrochada. Tenía un gusto exquisito en artes su casa, ornada con los mejores grabados antiguos y modernos, y la vanidad de saber disponer una fiesta y hacer los honores de su casa y de su mesa como el más escrupuloso maestro de ceremonias y el más entendido culinario, profesor del arte cisoria.
Estaba en todos los puntos de la etiqueta de todas las cortes, y a él acudían los Presidentes de la República nueve para arreglar el ceremonial de la recepción de los embajadores, etc. Hubiera hecho, a saber conservar sus millones, el más suntuoso Mecenas del mundo; siendo él, sin embargo, modestísimo en el vestir y excesivamente parco en el comer, apenas podía yo darme cuenta de cómo le mantenían el chocolate, las frituras, las golosinas con que se cubría su mesa, de la cual volvían intactos a la repostería los platos de carne. Era el hombre más pulcro que he conocido: jamás le vi una mancha en su ropa, ni hallé un átomo de polvo en su escritorio. Su casa era el templo de la paz y la mansión del silencio: reinaba perpetuamente en ella la más absoluta tranquilidad, y jamás ruido ni movimiento alguno revelaba la presencia en ella del dueño de la casa, que trabajaba o estudiaba en su despacho sin necesitar para nada su servidumbre. Generoso hasta el despilfarro, daba por inconsciente esplendidez, y no asombraba ni conmovía su natural estoicismo el más maravilloso o inesperado acontecimiento, ni la más íntima o imprevista desventura. Era, en fin, este ilustre e ilustradísimo conde, el último ejemplar en el siglo XIX de aquellos grandes españoles del siglo XVI y XVII, rumboso hasta alumbrar en Venecia con una valiosa letra de cambio al embajador francés, que se inclinaba para buscar en el suelo una moneda de oro caída de la mesa de juego, y sacar tras él del palacio de Guadalajara, done se había hospedado Francisco I de Francia, dos carros cargados con la vajilla, muebles y efectos de que se había servido el regio prisionero; del temple de aquéllos era don José Gómez de la Cortina, conde de la Cortina, y por ser tal le estimaban su familia y sus amigos; pero abusaba de su benevolencia y generosidad alguna gente baldía y advenediza, cuyos servicios son indispensables a las personas bien nacidas, y con la cual necesitaba yo absolutamente no confundirme.
He dicho que el conde habitaba su palacio de Tacubaya y que tenía un apeadero en la capital, adonde iba y venía en su carruaje casi diariamente, y donde yo paraba siempre que, solo o con él, en la ciudad tenía negocios o visitas. Era el conde gran madrugador y gustaba de vivir en completa independencia: iba, pues, a Méjico más temprano de lo que a mí me convenía, y tomaba yo para ir uno delos muchos carruajes que hacían el servicio de Méjico a Tacubaya. En cuanto el conde partía de su palacio, entraba su ayuda de cámara en mi cuarto y me preguntaba si iba también a Méjico; en caso afirmativo, me decía que como el señor conde le tenía dada orden de no dejarme ir solo, le diera la hora a la cual debía ir a buscar el coche. Dábale yo mi hora, y en seguida volvía a anunciarme que mi almuerzo estaba servido. El conde no almorzaba nunca, y a sus hijos se les servía el almuerzo en uno de sus aposentos. Bajaba yo, pues, al comedor, y el ayuda de cámara, que tenía por nombre Valentín y el alma del más valiente truhán, destaponaba con gran brío una botella de Burdeos y me la ponía delante. En vano le dije desde el primer día que no bebía vino; él respondía impertérrito: «Es orden del señor conde.» Dejaba yo la botella intacta, porque el doctor Sanchíz me había prohibido todo vino, licor y bebida fermentada; y mientras me disponía para partir, levantaba Valentín los manteles, recogía su botella y me anunciaba el coche. Dábale yo un duro para pagar los cuatro asientos, y llevándole en el de delante, me dejaba en la imprenta de Cagigas o en casa Sanchíz, y desaparecía. A la vuelta, la misma pregunta, el mismo coche y a Tacubaya.
Transcurrieron así dos meses y algunos días; pero uno, después de largas horas de trabajo en la casita de la ciudad, tiré en vano de todas las campanillas de mi cámara y del ausente conde. Valentín no acudía, y convencido de que estaba solo en la casa, salí a buscar por sus cuartos interiores algo que necesitaba. Al tirar del abierto cajón de una mesilla donde Valentín tenía los cepillos y otros trastos del servicio, puse los ojos en un libro de cuentas abierto, en cuyas dos páginas llamó mi atención mi apellido muchas veces escrito, delante siempre de una cantidad. Cedí a la tentación, y no tuve empacho en investigar por qué y pro cuánto entraba multiplicado mi nombre en aquellas cuentas, y leí las siguiente partidas:
DÍA 5.
Burdeos para el almuerzo del Sr. Zorrila. 2 pesos.
Coche para ir a Méjico el Sr. Zorrilla... 1 ——
Ídem para volver a Tacubaya.............. 1 ——
DÍA 6 y 7, las mismas partidas; total, cuatro duros diarios, ciento veinte mensuales que costaba al buen conde de la Cortina darme de almorzar un par de huevos y un beefsteak, y llevarme y traerme de su casa a la ciudad.
Si yo hubiera cometido la torpeza de ir a contar al noble conde este sistema de contabilidad de su servidor, se me hubiera reído en mis barbas y me hubiera probablemente dicho que quién me metía a mí en semejantes chismes, ni qué me importaba a mí de que le saqueasen sus servidores. Cagigas fué de la misma opinión, y me advirtió además lo que yo ignoraba, y era que teniendo, según el reglamento, los cocheros de Tacubaya obligación de partir con dos asientos, o con un solo viajero que pagara dos, el Valentín nos sisaba aún medio peso de ida y medio de vuelta al conde y a mí.
Al día siguiente bajé a la ciudad solo en el ómnibus, como correspondía a un poeta popular y vagabundo en aquella democrática y republicana tierra, y me aboné en el restaurant Cocquelet por un almuerzo diario.
Y he aquí por qué decía, empezando este artículo, que los proyectos y afecciones de los hombres eran como las guindas; tiramos Cagigas y yo de una idea: mi necesidad de salir de casa del conde; pero no pudiendo volverme a la fonda, acepté la invitación del primo hacendado del conde de visitar una quinta de su señora, inmediata a la capital, en cuya finca proyectaban sus dueños grandes reformas; y yendo y viniendo a aquella hacienda de recreo, y a la de producto de los Llanos, y saliendo desde ambas a visitar varios lugares con aquel propietario, cuyo afán era correr incesantemente, para hacer alarde de la multitud y el brío de sus caballos, comencé a ver las poblaciones, las fiestas, los santuarios, las ferias, y a estudiar las costumbres domésticas, civiles y religiosas de aquellos pueblos, que las recibieron un día de España con sus leyes, usos,trajes, derechos y obligaciones, de los cuales no ha podido despojarles totalmente su emancipación política.
Pero estos viajes, estas visitas y estos estudios, que fueron enredándose como los guindas unos en otros, fueron hechos en aquellos cuatro años del 55 al 60, en los cuales la caída de Santana, la presidencia de Comonfort y las perpetuas peripecias y continuos cambios de Gobierno que producían los triunfos y las derrotas de los LIBERTINOS y los RELIGIONEROS, tenían las campiñas hechas campo de Agramante y las haciendas convertidas, según su situación e importancia, en fortalezas aspilleradas y prevenidas contra todo pronunciado, o en almacén más o menos franco de provisiones de todo salteador que ostentara un lema político en su bandera o en los colores de su traje.
Mi propietario de los Llanos era hombre generalmente conocido: tenía la casa de su hacienda tal cual fortificada, y su azotea, coronada de sacos de arena, prevenida a la defensa; y allí se andaba rara vez a tiros con los pocos, y se transigía con los muchos; de modo que en muchas ocasiones se sentaba para comer el general del Gobierno en la misma silla en que el jefe insurgente o pronunciado se había sentado para almorzar. Los pronunciados llegaban siempre a escape, metiendo ruido y levantando polvo, amenazando para amedrentar, y fiando generalmente en el miedo ajeno más que en su propio valor; pero la casa, que estaba en alto, los vigías que estaban alerta en su azotea y un buen anteojo de campaña de Dollond que teníamos siempre a la mano, nos ponían a cubierto de su sorpresa y nos permitía verlos y contarlos antes y desde más lejos de lo que ellos creían ser contados ni vistos.
La gente mejicana es lista y de sentido práctico: en Méjico nacen muy pocos tontos, y allí tiene todo el mundo el don de la palabra; en ningún país es tan cierto como en aquél el refrán de que «hablando se entiende la gente», y hablando con todos, con todos al cabo llegábamos a entendernos. De mí no desconfiaban ni los unos ni los otros; el dueño de la hacienda concluía por bromear con todos y quedar en broma con todos bien; y yo callaba y oía, y veía las cosas de aquel país de muy distinta manera que dos personajes oficiales de las Legaciones y Embajadas, quienes suelen juzgar de los en que están encargados de velar por los intereses de su nación, por lo que ven en la capital, por lo que leen en el periódico oficial y por lo que les dice el subsecretario del Ministerio de Negocios Extranjeros.
Yo voy a decir algo de lo que yo vi y oí; pero tan a vuela pluma y en tan breves líneas, como exige la estrechez de las columnas de la hoja literaria de Los Lunes de El Imparcial.
Es posible que lo que yo diga, y la imparcialidad e independencia con que lo voy a decir, no guste a muchos de sus lectores; pero habiendo escrito y juzgado siempre con severidad de mis obras y de mí mismo, me creo con derecho a juzgar y a escribir de lo por mí visto con mi mismo criterio imparcial de siempre; y siempre se dijo que la verdad es un manjar amargo, aunque tengo yo para mí que lo es sólo para los paladares extragados por la mentira.