Recuerdos del tiempo viejo: 74
XXIX
editarEl capitán del Méjico nos sirvió una opípara cena; me colocó a su derecha en la mesa, y a mi lado y a su izquierda a los cuatro generales mejicanos; que eran el ex presidente Rómulo Díaz de la Vega, el general Wolf, francés de origen, el ministro de la Guerra, Severo del Castillo, y el cuarto un hombre de agudo ingenio, vista de lince y previsión jamás adormecida, cuyo nombre flota y se me escapa entre la niebla de mis recuerdos. Conocía yo a Rómulo Vega y a Wolf, y deseaba conocer a Severo del Castillo, uno de los hombres más honrados y de más firme carácter que en aquellos tiempos de revueltas habían siempre hecho un papel digno entre aquella política de odios y venganzas civiles; en las cuales cada cual obra como más conviene a su ambición y a su interés, con mengua casi siempre de la dignidad y de la honra. Severo del Castillo no tenía mancha de oro ni de sangre ne sus manos, ni tacha de tornadizo en su historia, ni roedor de villanía en su conciencia. Desterrado en la isla de Caballos, había estado muchas semanas entre las garras de la muerte a causa de una enfermedad contraída en aquel mortífero clima; pero ni por debilidad de espíritu ni de cuerpo había pedido perdón, ni abdicado de sus convicciones. Una noche se escapó al fin de aquella verruga de arena, rompiendo el círculo de agua que amenazaba tragársele; emigró, y volvía a su patria sin rencor por lo pasado ni ansias de venganza para el porvenir. Sus enemigos le hacían justicia, aunque con excesivo rigor le trataron; y la de Severo del Castillo es una de las figuras más nobles, más dignas de respeto y de más luminosos contornos que aparecen en el abigarrado cuadro de la historia de los diez años que yo conozco de aquella tierra, tan bien dotada por Dios cuanto mal tratada por los hombres.
Rómulo Díaz de la Vega, sin pretensiones de eminencia ni notabilidad, era un pundonoroso militar que, opuesto siempre a los partidos extremos, había pertenecido al moderado; y elegido presidente de un pronunciamiento contra los excesos del partido exaltado, se había batido por lo que él creía principio religioso y deber de conciencia, habiendo salido de su presidencia y de aquellas revueltas tan sobrado de honra como escaso de dineros: cosa no común en ningún país en tiempos de guerra civil. Sencillo, alegre, cuidadoso de su persona y admirador de la creación en las criaturas del bello sexo, tenía algo del difunto rey de Italia Víctor Manuel; en su individuo, por su corpulencia y vigor; en su fisonomía por su peinado, bigote y perilla, y en su espíritu por su debilidad por las mujeres. Jesucrito dijo de la Magdalena que mucho la sería perdonado porque había amado mucho, y yo digo del rey Don Alfonso VI en mi leyenda del Cid:
«Suprimo el tercer defecto
de que la historia le acusa,
y es que le gustan las hembras,
lo que para mí no es culpa.»
Rómulo Vega, como militar, como amigo y como compañero, era uno de los más agradables y simpáticos con quienes mi buena suerte me ha hecho tropezar en mi vagabunda existencia.
El general Wolf era un lorenés o normando del mejor humor del mundo, con todo lo bueno del francés pur sang, con todo lo alegre e imprevisor del americano de raza española, y con toda la verbosidad franca del andaluz. Instruído, sin pretensiones; bien educado a pesar de la larga vida del campamento; buen latino y asiduo lector, era de chistosísima conversación, de aristocráticos modales y de amenísima compañía. Dotado de gran memoria, metía su cuarto a espadas, cando al caso venía, en historia, en geografía, en artes y en ciencias, sin pretensión ni petulancia alguna, pero con juicio muy recto y sin dar jamás una pifia; era, en fin, el francés menos francés fuera de su patria, pero dispuesto siempre a colocarse al pie de su pabelln en cuestión seriamente nacional.
Con estos compañeros cruzaba yo por segunda vez las aguas del Golfo de Méjico con rumbo a Veracruz. El capitán del buque, a quien sus propietarios me habían recomendado como quienes me tenían por una eminencia, me admiraban como una celebridad y me querían como a un hermano mimado, les había dado a entender que en el buque no se haría más que lo que yo dispusiera; y ellos, que habían visto en la Habana las atenciones de que me habían colmado personas como el capitán general y Calvo, habían comprendido, a pesar de mi voluntaria nulificación en Méjico, que yo era por algo estimado en mi patria, y aún sospecharon si volvería a la suya con alguna comisión de más importancia que los versos, de los cuales no les parecía yo muy pagado. Intimamos, pues, unos con otros, ayudados por un Sillery muy espumoso que nos servía el capitán por orden de sus armadores, y enteráronme de sus planes y sus esperanzan en la bajada de Miramón a Veracruz, que ya creían por él, o al menos sitiada en regla y a punto y en la necesidad de rendirse.
Aquí concluyen mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO, porque en aquella época concluyó el de mi poesía con el de mi juventud; tenía ya cuarenta y dos años, de los cuales llevaba veintidós perdidos inútilmente en llenar de versos cuarenta tomos, inútiles a mi fortuna y al progreso de la humanidad. Podría aplicarse a la colección de mis obras el título de aquella comedia de Shakespeare Mucho ruido para nada: yo había metido mucho ruido, que de nada había servido a nadie. Réstame, sin embargo, añadir una media docena de números sobre algunos sucesos de mi tiempo, que completen y den algo más de interés a estas personales memorias mías: diciendo cuatro palabras de la Embajada de don Joaquín Francisco Pacheco a Méjico, de la expedición de Prim con la intervención francesa y del breve imperio de Maximiliano, antes de venir a morir a mi patria; en la cual tengo para mí que es justo que me entierren con decencia, como dice mi desatinado Don Juan Tenorio.