Recuerdos del tiempo viejo: 62
XVII
editarEn las Américas españolas, como entre nosotros, por razones que ni son de este escrito ni yo competente para escudriñar, han podido faltar grandes generales que hayan sabido en las grandes circunstancias maniobrar con grandes masas de soldados; pero han sobrado siempre coroneles, capitanes y guerrilleros, que con pocos hombres se hayan arriesgado a acometer y hayan llevado a cabo grandes hazañas, atrevidísimas empresas, e increíbles y casi maravillosas locuras. El coronel Andrade era uno de éstos y una de éstas era la que iba a a realizar. Se había metido repentina y sigilosamente en país enemigo, e iba a sorprender un lugar cuyo número de defensores ignoraba, y cuyo punto, después de ocupado, no podía sostener ni veinticuatro horas, por su proximidad a Veracruz, por el solo placer de dar cima a semejante hombrada y una pesadumbre a Juárez, jefe del partido contrario al suyo.
Y se la dió. Su presentación fué tan inesperada, su ataque tan vigoroso y bien combinado, que en cuarenta minutos desalojó de La Soledad a los descuidados jarochos, les mató los que no pudieron escapar pronto, se posesionó del pueblo y nos envió a decir que podíamos avanzar y continuar nuestro camino.
Pero Andrade no llevaba consigo capellán, a pesar de pertenecer a los religioneros, y el cura de La Soledad no se curó, sin duda, más que de no caer en manos de los que le hubieran tomado por tornadizo y renegado como adherido a los excomulgados juaristas. Fué, pues, necesario que nuestros tres PP. Agustinos confesaran y ayudaran a bien morir a tres o cuatro a quienes los de Andrade habían puesto en tan extremo trance; en cuyo santo ministerio, y en auxiliar todos nosotros como mejor supimos a los heridos, para que en caso necesario testificaran con los juaristas nuestros buenos servicios, se pasó más tiempo del que nos convenía perder si habíamos de llegar a Veracruz antes de las nueve da la noche, hora en que las puertas de la plaza quedaban cerradas. Por fin, el coronel Andrade, tan satisfecho de su hecho como nosotros asombrados y pesarosos de él, nos despidió cortés y alegremente, recomendando a Salomón que saludara de su parte a Juárez y le contara lo visto; y a las dos de una tarde caliginosa y nublada comenzamos a cruzar las cinco leguas de arenoso camino que nos faltaban que hacer con nuestros cansados tiros.
Fuéronnos saliendo al encuentro los jarochos que, desalojados de La Soledad, se habían ido quedando a la husma entre los matorrales; y el judío Salomón, que conocía al jefe, con quien no tardamos en dar, le dió explicación de lo acontecido y garantías por la conducta de sus compañeros de viaje, el cual no volvió a ser interrumpido, ni nosotros inquietados, hasta las puertas de Veracruz, donde nos dió el alto un centinela a las ocho ya muy bien dadas de una noche oscura, ventosa y desapacible. Salomón había llevado la batuta y la palabra durante nuestra última jornada, y Cagigas, que se había quejado dos veces de un dolor agudo en el pecho, había subido al pescante con el conductor, diciendo que se sentía mal y que necesitaba aire. Escoltado por dos individuos, uno del resguardo y otro de la policía, nos condujo nuestro vehículo a una fonda de la plaza; y después de tomar aposentos y colocar en ellos nuestros equipajes, el de policía nos anunció que todos teníamos que ir con él al palacio del gobernador, su jefe, quedando sólo exceptuada de aquella media gubernativa la señora de Salomón. Éste tomó la delantera, haciendo cabeza de nuestra asenderada sociedad, y tras él, que gárrulamente conversaba ya con el de policía, íbamos a tomar la escalera, cuando Cagigas se puso tan malo que fué preciso dejarle para que le acostaran; pero él, antes de entregarse en manos del camarero que se presentó a asistirle, sacándole como pudo de su cartera me alargó un papel, diciendo con voz flaca: «Ahí va nuestro pasaporte». El judío Salomón, que por lo visto era tan caritativo y amigo de hacer un servicio al prójimo como cualquier buen cristiano, respondió de Cagigas, y ante el aplomo y prosopopeya salomónica, y sin más requisito, el agente de la policía juarista dejó en el hotel al pasajero enfermo y nos condujo a los demás al gabinete del gobernador.
Allí se dió Salomón con él grandes apretones de manos, hablando largamente, unas veces en alta voz y otras en secreto, de los sucesos de la capital y de los incidentes del viaje, hasta que, satisfecho el gobernador de oírle, aunque no harto el judío de hablar, nos dirigió aquél tres o cuatro preguntas, a las cuales respondieron mis compañeros, deseosos de manifestarse corteses y agradecidos con la autoridad, mientras yo miraba las paredes y el mueblaje como si fuera sordo o ignorara la lengua que se hablaba, y nos despachó por fin diciéndonos que aunque, como extranjeros, debíamos llevar a visar los pasaportes a nuestros respectivos consulados a las ocho de la mañana de día siguiente, por lo adelantado de la hora y por ser tan pocos los viajeros iba él a hacérnoslos visar inmediatamente por el empleado que estaba de guardia.
Apresurámonos todos a presentar los nuestros; y como el mío, que había sacado y traído Cagigas de Méjico, era para mí un documento desconocido, no quise arriesgarme a entregarlo sin pasar por él la vista; desdobléle, pues, torpemente, y me di tiempo para ver que servía para mí y para mi secretario particular.
En mi nombre no repararon ni el gobrenador ni su empleado, quienes no tenían felizmente pujos de literatos; con que, autorizados por ambos legalmente para salir del territorio de la República, nos volvimos al hotel como habíamos venido todos los viajeros tras el utilísimo Salomón, cuya interesante e inextinguible locuacidad había apartado de mí y de mis compañeros la curiosidad del gobernador.
Subí apresurado y afanoso por Cagigas la escalera del hotel, y entré de golpe en nuestro aposento; estaba aquél acostado y tapado hasta los ojos; pero incorporándose en cuanto vió que venía solo, me dijo: «Cierre usted la puerta.»
¿Trae usted despachado el pasaporte? —me preguntó cuando la vió asegurada.
Referíle lo sucedido con el gobernador, y continuó diciéndome con su sonrisa y tranquilidad habituales:
—Usted no tiene por qué ocultarse, ni éstos por qué meterse en que vaya usted donde quiera; pero bueno será que no se aperciban de quién es usted. Mañana irá usted al consulado solo y a última hora, para que, si el cónsul español quisiera hacer a usted algún obsequio, no tenga ya tiempo ni de pensar en su secretario de usted. Ahora baje usted a la plaza, y al primer mozo de cuerda que encuentre pregúntele por Rafael el gallego; es un barquero paisano mío, que ha hecho aquí su negociejo, y es un hombre de toda confianza. Dele usted esta tarjeta mía, y pídale usted en mi nombre un bote con dos buenos remeros para llevarnos mañana al buque inglés de diez y media a once. La mar está mala: desde aquí se siente el oleaje; si Rafael le pone a usted dificultades por ello, ofrézcale usted una onza de oro, y ahí tiene usted diez en ese papel. Yo tendré listos los equipajes; Rafael acompañará a usted al consulado; desde allí pasarán ustedes inmediatamente por ellos y por mí, y al bote, haga el tiempo y la mar que hagan.
Bajé yo a la plaza, di con Rafael; ante la tarjeta de Cagigas, se puso a mi disposición bajo estas condiciones: si la mar seguía como estaba, diez duros; si se calmaba, tres; y si el oleaje rebasaba los muelles, veinte.
No quiso Cagigas que bajase yo al comedor; y so pretexto de no perder de vista al enfermo, me hice servir la cena en el cuarto. Cenó Cagigas lo que pudo, a escondidas del criado, y cuando yo, acostado ya y apagada la luz, andaba insomne a vueltas con mis pensamientos, sentí la tranquila y regular respiración de Cagigas, que dormía tranquilamente.
¿Qué cuentas tenía Cagigas pendientes con Juárez? No tuve tiempo de preguntárselo.