Recuerdos del tiempo viejo: 17
XVII
editar¡Gran tierra es Andalucía!
La gente allí alegre toma
la vida efímera a broma,
y hace bien, por vida mía.
Quien a Sevilla no vió
no vió nunca maravilla;
ni quiso irse de Sevilla
nadie que en Sevilla entró.
«¡Ver Nápoles y morir!»
dicen los napolitanos.
Y dicen los sevillanos:
«¡Ver Sevilla, y a vivir!»
Esto digo yo de Sevilla en La leyenda de los Tenorios, y esto hice cuando fuí a aquella ciudad sin más objeto que a ver a Sevilla y a vivir. No existían aún en España las academias y los profesores de bombo, ni La Correspondencia anunciaba la salida de Madrid de don Fulanito y doña Menganita, ni nos habían hecho cardenales, tratándonos de Eminencias, a los que por algo comenzábamos a distinguirnos los que aún no se distinguían por su profesión de bombistas; ni habíanse aún establecido las sociedades y comisiones de aplausos mutuos que anuncien, calificándolo de acontecimiento, la partida, la llegada o el resfriado de cualquier medianía o nulidad, a quien cuatro amigos, si no ella misma, dan importancia mientras se lee el número en que se da o se la da bombo: así que pude yo pasearme por Sevilla con Allo y Jústiz, sin riesgo de hacerme enemigos todos los liceos, ateneos y teatros caseros, cuyas invitaciones rehusara, y cuya sanción necesita hoy todo hombre notable para pasar por donde pasa, como moneda resellada, en cada provincia. Algunos curiosos iban a ver cómo era el autor de El Zapatero y el Rey cuando entraba o salía en el café del Turco, donde se hospedaba; y el tal autor salía o entraba en su alojamiento, y gozaba de aquel sol y aspiraba aquel aroma de azahar que llena los paseos y las alamedas, y visitaba aquellos viejos y moriscos edificios, por y entre los cuales anduvo el rey, tan popular como mal juzgado todavía, de su drama El Zapatero y el Rey. Hacía, en fin, la vida que en Sevilla se hacía: la del pájaro, como dije en mi número anterior; picotear los capullos de las rosas y de los azahares, cantar y esponjarse a la sombra y entre las hojas de los naranjos, como los pájaros de rama en rama, hasta la hora de acogerse al nido de los ruiseñores, que era la casa del duque de Rivas.
En ella duraban algunas caseras costumbres de nuestras nobles familias de los siglos del Renacimiento. La del duque se reunía en las primeras horas de la noche en torno de una gran mesa; donde, presididas por la duquesa, trabajaban sus hijas en alguna labor, y leían o dibujaban sus hijos, o escuchaban todos al duque, que les leía o recitaba algunos de sus característicos romances, o algunas de las consejas por él recientemente desenterradas de bajo alguna piedra mal segura del rincón de una callejuela de Sevilla. El duque leía sus versos con un entusiasmo, un tono y una gesticulación esencialmente suyos y completamente originales; y acompañaban su voz el murmullo del aire en las hojas y del agua en las fuentes del jardín, sobre el cual se abrían los dos balcones de aquella estancia. El cariñoso respeto y la cordial e infantil admiración de su numerosa familia para con el padre y el poeta, era la cualidad característica, el fondo típico de aquel cuadro de interior, en cuya atmósfera se respiraba la más sincera alegría y la más tranquila felicidad. Aquellas cabezas juveniles de las muchachas, en cuyos ojuelos retozones chispeaba la curiosidad reprimida, y en cuyos labios retozaba la maliciosa sonrisa; las inteligentes fisonomías de los muchachos, Enrique reflexivo y Álvaro bullicioso; aquellos álbums, grabados y caballetes abiertos siempre, o siempre cargados de algún trabajo no concluído; aquellos retratos de los hijos pintados por el padre; aquel piano siempre abierto, y aquellos tres salones seguidos, en donde siempre había murmullo de música o de poesía, y cuyo silencio era el son del agua y los árboles del jardín, daban a aquella casa un carácter especial, único y típico, que me hizo calificarla de nido de ruiseñores, y cuya paz fuí yo a interrumpir con el desordenado turbión de versos de mi leyenda de La cabeza de plata, de la cual iba escribiendo el último capítulo durante aquel viaje. Había en aquella leyenda (que al fin se publicó bajo el título del Talismán, y de la cual ya nadie probablemente se acuerda), un enamoradísimo Genaro, a quien vuelve loco la cabeza de una hermosa Valentina, cortada por un bárbaro y celoso tutor, cuya historia no sabía yo a punto fijo cómo concluir, pero que entusiasmó a la duquesa, complació al duque por lo que me quería, y encantó a las muchachas por lo romántica y apasionada.
Pasemos pronto por tan gratos como personales recuerdos: la muerte nos quitó de delante aquel ídolo a quien adorábamos, gloria de España, cuyos versos hemos aplaudido no ha muchos meses en el teatro en su Don Álvaro; y no quiero que su recuerdo parezca en estos míos como motivo de alabanza propia, ni como afán de propio engrandecimiento a la sombra suya, ni como halagüeña adulación a los hijos vivos del amigo muerto; de cuya viva estimación vivo seguro, por los puros recuerdos de aquellos dichosos días y de aquellas deliciosas noches.
Obligábame a pasar a Cádiz un día asunto de familia; y librándome a fuerza de voluntad del encanto con que en Sevilla me retenía la sociedad del duque, me embarqué con mis compañeros en un vapor que descendía el Guadalquivir. No había yo visto el mar; y para no verle prosaicamente desde una playa, me eché a lomos de aquella serpiente de plata, que deshace las móviles escamas de sus dulces ondas en las amargas profundidades del que rodea y arrulla aquel canastillo de plata, que se llama Cádiz. Ni de esta ciudad ni de la de Sevilla diré una palabra más; porque ni hay ya nada que de ambas en prosa y verso no se haya dicho, ni estos recuerdos son memorias históricas, ni relación de impresiones de viaje, que obligan a seguir lógica y consiguientemente una narración; sino la consignación de mis ideas en un papel, según en mi imaginación desordenadamente se van presentando. Está ya convenido que el autor del Zapatero y el Rey y de Margarita la Tornera es un poeta… bueno o malo, grande o pequeño: pero ¿cómo fué poeta? ¿Cuáles fueron los gérmenes de su inspiración? ¿Qué influencia han tenido en sus escritos las vicisitudes de su vida? ¿Qué hay en la suya íntima, puesto que no la tiene pública, no habiendo sido nunca más que poeta? Esto es lo que él solo puede decir, y esto es lo que exponen estos sus RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO, tan desprovistos de interés como de orden, por ser personales y desligados de toda adherencia con la política, el progreso, la vida, y en una palabra, de la generación en que ha vivido, como una planta parásita sin raíces que a su tierra la sujetaran.
Poseía en Cádiz una persona de mi familia una de las pocas huertas que reverdecen en el escaso terreno de su Puerta de tierra.
Ni la dueña de aquella posesión conocía su finca, ni jamás había estado muy clara la historia de ella; habíasela cedido un pariente suyo en cambio de unos terrenos en Ultramar: y tasada sin duda en más de lo que valía, no redituaba lo que de su capitalización podía esperarse. Había habido en ella en otro tiempo un establecimiento industrial, cuyo abandonado edificio e inútiles utensilios habían ido vendiéndose cuando la ocasión se había presentado. Teníala entonces en arriendo un signor Doménico Maggiorotti, genovés o livornés, de una honradez sin tacha, el cual daba cuentas cuando se le pedían, descontando siempre algo por gastos hechos en recomposiciones absolutamente necesarias, como reconstrucción de tapias y renovación de puertas. De vez en cuando había hablado de calderas viejas y de útiles, ya inútiles, de hierro, que allí arrinconados existían, cuya venta le habían propuesto y para cuya enajenación pedía permiso; diósele siempre la propietaria, y el livornés tuvo siempre a su disposición el precio de lo vendido. Las cuentas del año anterior estaban con él todavía pendientes, y por el mes de febrero del que corría, había pedido permiso para vender la piedra de una especie de estanques o secaderos de cera: que cerería aseguraba que había sido el arruinado establecimiento industrial de la finca. De la aclaración de estos hechos y del cobro de la renta del último año, iba yo encargado, con legal y amplias facultades de su propietaria.
Fuíme una tarde con Allo a la huerta del Maggiorotti, quien, según costumbre de su país, se llamaba abreviadamente Ménico, y a quien entre las gentes vulgares con quienes trataba, llamaban unos el señor Ménico y otros el tío Mónico; no alcanzando la abreviatura del nombre italiano. Dimos en la huerta, y topamos en ella con el signor Ménico Maggiorotti; que era efectivamente mayor en años y en estatura que Allo y yo juntos, y uno de los mayores hombres con quienes yo he tropezado en mi vida. Tenía, según nos dijo, setenta y dos años, y, según vimos, cerca de seis pies de alto, con una cabellera y unas patillas como la nieve, unas cejas crecidísimas, bajo las cuales relampagueaban dos ojazos de un azul pardo y de una admirable limpidez; una tez curtida, como si hubiese pasado mucho tiempo expuesto a los aires del mar; una boca grande de perpetua sonrisa y guarnecida aún de su completa dentadura, y unos hombros, unos brazos y unas manos fornidos, musculares y encallecidas, como de quien debía de haber pasado largos años en rudo y continuado ejercicio. —Saludéle yo afablemente; díjele quién era, y exhibíle mis credenciales; tendióme él su diestra, llevando la zurda al sombrero, y mientras por poco no me desmonta las catorce coyunturas de mi mano entre las de la suya, me dijo con una voz como de contramaestre hecho a mandar la maniobra entre la tempestad: —«Mañana, a las diez, le llevaré a usted a su casa ocho mil reales, y los seis mil trescientos restantes, el día 30, a la misma hora: porque no habiéndome usted avisado de su venida, no le tengo juntos los catorce mil trescientos del total de su cuenta».
Ocurrióseme decirle que a mí, como el más joven, correspondía ir a su casa; y contestóme, frunciendo más el entrecejo y mirándome como quien necesita seis como yo para almorzar: —«Si tiene usted empeño de ir a mi casa, vaya; pero yo no hago ningún trato en mi casa, sino en los Montañeses que tengo en frente de ella, y ante un jarro de manzanilla, como tal vez no es costumbre entre los señoritos de Madrid, y yo pago siempre».
Acepté; tomé en mi cartera las señas de la casa, y despedímonos hasta las diez de la mañana siguiente. Allo y yo convinimos en que aquel viejo tenía trazas de haber sido tallado sobre el modelo del Laocoonte, y de ser un hombre tan formal como poco hecho a sufrir cosquillas.
—Parece que no tiene muchas ganas de recibirte en su casa— me dijo Allo.
—Y no sé por qué las tengo yo de meter en ella las narices— le dije yo; y nos fuimos a buscar a Jústiz, para ir a la ópera.
Al día siguiente, exacto como un suizo, me presenté a las diez en casa del signor Ménico, que la tenía en una calleja cerca de la muralla y en frente de una tienda de montañeses; a la cual se entraba por un patinillo cercado de un emparrado, bajo cuyos vástagos se veían cinco o seis mesillas, con sus correspondientes bancos, éstos y aquéllas clavados, que no asentados, en el suelo.
La casa del signor Ménico Maggiorotti tenía su parte habitable en el piso principal, que, sostenido sobre dos postes, gravitaba entero sobre ellos y las paredes maestras de un gran portalón, todo lleno en derredor de bien apilados sacos de lana, en la cual comerciaba su propietario. Enclavada en la pared de la izquierda, pendiente, estrecha y de un solo tramo, una escalera de madera con su pasamano remataba en una puerta de maciza encina, único paso al piso superior; y en vez de postigo en ella abierto, se abría en la pared derecha un ventanillo, que dominaba el portalón, y desde cuyo ventanillo, un hombre armado de una escopeta de dos tiros o de un par de pistolas, podía defender la subida y la entrada de una docena de asaltantes, que caerían infaliblemente uno tras otro antes de que ninguno lograse forzar la puerta. Mil suposiciones, a cual más absurdas, forjó mi imaginación de poeta y mi juvenil inexperiencia sobre las riquezas, la avaricia y el misterio de la vida del signor Ménico, a la vista de aquellos sacos de lana, que representaban un buen par de sacos de duros, y de aquella colocación de postigo y escalera, que delataban muy calculadas precauciones.
Y todos estos supuestos me los hice yo como autor acostumbrado a preparar la escena de mis dramas, y como maniático tirador que no veía por donde quiera más que escenarios o tiros de pistola; mientras el corpulento signor Ménico venía a presentarme su mano de Titán, abandonando un saco de lana sobre el cual dormitaba o echaba cuentas a mi llegada. Saludámonos, y atajando tiempo y cumplidos, el viejo italiano, con su vigoroso acento, pero en un tono cariñoso y dulcísimo, aunque imperativo, pronunció, llamándola, el más bello nombre de mujer que había yo oído nunca.
—¡Stella!— dijo; y a su voz asomó al ventanillo una cabeza rubia, que respondió con una voz de indefinible dulzura: «Eccomi, nonno.» —«Troverai un sacco con un pò di danaro sulla tavola: portalo colla veste»— repuso Maggiorotti; y, unos momentos después, abrióse la puerta y descendió, con el saco y la chaqueta por él pedidos, la más deliciosa y poética criatura. Era una muchacha diez y ochena, blanca como una perla, rubia como un querubín y ligera como una corza. Traía el cabello recogido en dos trenzas sobre los hombros, con dos ligeros rizos flotantes sobre las sienes, un corpiño de terciopelo negro abrochado hasta el cuello con botones de plata, y un delantal blanco en cima de una falda gris; por bajo cuyos ribetes se la veía bajar sobre dos piececitos inconcebibles, metidos dentro de dos escarpines de charol con hebillitas de plata. Stella la había llamado su abuelo, y a mí me pareció, en efecto la estrella de la mañana.
Notó el viejo la impresión que en mí hacía la presencia de aquella criatura, y diciéndola: «son qui alla bottega col signore», la despidió. Saludónos ella, y, al desaparecer en lo alto de la escalera, me sacó maese Ménico de su portalón, diciéndome: «es mi nieta»; seguile yo, sospechando si podía ser un ángel a quien aquel viejo demonio debía de haber arrancado las alas, y nos metimos uno tras otro en el patio de la tienda de los montañeses.
Va a ser más fácil de comprender para mis lectores que para mí de relatar, la escena de mis cuentas con el signor Ménico Maggiorotti; porque la forma y consecuencias de tal escena son tan comunes y vulgares, como extraño y fantástico su fondo. El hecho, en resumen, por más empacho que confesarlo me cueste, fué que el signor Ménico, bebedor consuetudinario, enterró en el fondo de un jarro de manzanilla la razón de un muchacho, para quien era exceso lo que para aquél costumbre; la manera visible con que se efectuó este entierro, fué la de ingerir una a una en el estómago las aceitunas de un plato, y otra a otra las cañas en que Ménico vaciaba en contenido del jarro; cuya vulgar operación vieron sin curiosidad ni extrañeza los propietarios del local que detrás del mostrador estaban; pero su fondo, es decir, la intención del signor Ménico y el pensamiento mío, es lo de todos aún ignorado, y lo que voy en breves palabras a revelar; si acierto con las frases a propósito para escribir tan vulgar como fantástica situación. Comenzó el corpulento administrador por enterarme, entre las dos primeras aceitunas y las dos primeras y aun inofensivas cañas, de las partidas de cargo y data de su cuenta, y de la que a favor de mi poderdante resultaba; vació en seguida el saquillo que le había entregado su nieta, y apiló con la destreza y rapidez del más ducho banquero de cabecera, primero las monedas de oro, después los pesos, y, en fin, las pesetas, que componían la suma que me correspondía: cuatro mil reales en onzas y cuatro mil en plata; hizo rollos primero del oro, después de los duros y de las pesetas; hízome guardar los primeros en los bolsillos del pecho de mi levita y en los del chaleco; metióme los de las pesetas en los del pantalón, y haciendo un lío de los de los duros en mi pañuelo, lo colocó dentro de la comba que mi brazo izquierdo trazaba sobre la mesa, e introduciéndome la cuenta en el bolsillo del reloj y guardando él mi recibo en su cartera y ésta en el inmenso bolsillo de su chaquetón de pana, dijo: «Ahora emprendámosla con el manzanilla».
Pero todo esto que él hizo y que yo le dejé hacer, lo hizo él con la calma, el aplomo y la previsión de quien sabía lo que iba a suceder, no queriendo que sucediera nada que fuera en perjuicio de su honradez de buen administrador y de pagador exacto.
Bebíamos y hablábamos del estado de la huerta, de lo que yo hacía en Madrid, y de lo que pensaba hacer en adelante; de lo que él había hecho en Génova y en algunas otras partes del mundo por tierra y mar. De mi manera de vivir debió comprender él muy poco, por ser para él los versos despreciable capital y mezquino género de comercio; y de lo que él había hecho no comprendía yo tampoco mucho; porque, además de que me lo contaba por terceras partes, en dialecto genovés, en italiano y en español, formulaba su narración con tales circunloquios y digresiones, que tan pronto llevaba mi atención por el mar, en un buque que iba y volvía a no recuerdo qué puntos de América, como por entre los fardos, las cuentas y las disputas de una casa de tráfico en un puerto del Mediterráneo; ya me hablaba de los granaderos de Nápoles y de una campaña de Italia, ya de un barco pirata y de encuentros con los contrabandistas de la montaña; ya de una casa tranquila y pintoresca de la campiña de Livorno, cuyo interior tenían hecho un cielo, una hija y tres nietas como pintadas por Rafael: ya de una especie de genio siniestro de su familia que había enterrado vivas a todas aquellas mujeres… y yo le escuchaba mirándole, a través del manzanilla sin duda, ya soldado, ya pirata, contrabandista, comerciante, padre, marido y abuelo de aquellos seres, que, tan hermosos como desventurados, pasaban todos por delante de mí, y saludándome bajo la forma de aquella Stella, que acababa de aparecer y desaparecérseme en el portalón de la extraña casa de maese Ménico Maggiorotti.
Esta era mi idea fija, y la única clara que en el turbio cristal de mi mente se dibujaba; en cuanto el más mínimo intervalo de aspiración o reposo del viejo Ménico me lo permitía, intercalaba yo mi eterna pregunta —«¿y Stella?»— a la cual oponía él tenazmente su eterna respuesta —«mi nieta… mi última nieta«— y continuaba bebiendo y hablando, y yo contemplando su enorme boca, ya jurando en genovés, ya dilatándose en homéricas carcajadas; y sentíame fascinado por aquellos dos ojos que brillaban inquietos y chispeantes bajo el toldo blanco de sus nunca recortadas cejas. A veces enjugaba una lágrima con un pañuelo de algodón, que sacaba y metía rápida y facilísimamente de un bolsillo, en el cual cabría con comodidad una pieza entera de doce pañuelos; y a veces, dando un formidable puñetazo sobre la desvencijada mesa, hacía saltar en ella el jarro, las cañas y mis rollos de duros envueltos y anudados en mi pañuelo de batista, sobre el cual ponía él su mano como único objeto de que había que cuidar, diciendo «mi scusi…ma…», y miraba al cielo cerrando el puño. Yo asegurando también por instinto mi dinero, aprovechaba aquel respiro para dirigirle mi eterna pregunta —«¿y Stella?»— y él exclamó, al fin, levantándose y apabullándose de través su sombrero hasta las orejas: —"¡Dio santo! ¡Stella… Stella!— ¡Sventurata! ¡Condannata a morte come tutte le altre!»
Había yo llegado a aquel período en que el mundo baila y gira en torno del mal bebedor, y al levantarse el signor Ménico, quise también ponerme derecho; pero al levantarme comprendí que mis pies no podían cómodamente con mi cabeza. Dióme el brazo maese Ménico; metióme el pañuelo de duros en el bolsillo izquierdo de atrás de mi levita; y arrollando este bolsillo en el faldón correspondiente, me lo colocó bajo el brazo izquierdo, y diciéndome en su galimatías: —«Niente, niente: en diez minutos se pasa todo: tenga firme el brazo, ed avanti sempre: questo vino non é che fumo.»
Me sacó a la calle, me acompañó no sé hasta dónde, y yo, sintiendo reírse y danzar alrededor mío la gente, la muralla, los árboles, las fuentes y las casas, llegué a la mía, y di conmigo y con mi dinero en brazos de Jústiz, que casi lloraba, y de Allo, que reía como si él fuera el borracho. Yo, con una lengua que me pesaba seis arrobas, acerté a decir —«ahí traigo ocho mil reales… acuéstenme… y déjenme dormir»—, me dejé desnudar, y ni vi cuándo me dejaban solo, ni sentí cómo me cerraban puertas y ventanas; y en la lobreguez de aquel vergonzoso y forzado sueño de mi primera embriaguez, no surgió luminosa, ni siquiera por un instante, la pura y poética imagen de aquella Stella fotografiada en mis pupilas y en mi cerebro, desde que apareció en el último peldaño de la empinada escalera del portalón de maese Ménico. —¡Tanto rebaja y embrutece tan innoble vicio, al hombre inspirado por la más espiritual y fantástica poesía!
No recuerdo si desperté o me despertaron; pero anochecía cuando abrí los ojos, y me hallé entre el melancólico Jústiz y el siempre alegre Allo: interrogábanme ellos y respondíales yo: pero, ni me atrevía ni podía explicarles lo que todavía no se acusaba bien definido en mi confusa memoria; excepto la de Stella, que, como la de los Magos, fué lo primero que brotó claro del caos espirituoso que aún envolvía mis enmarañados recuerdos.
Allo, hombre de sentido práctico, concluyó por declarar que lo que sacaba en limpio de mi inconexo relato, era que el viejo italiano, fiel a las costumbres del país, había hecho beber más de lo que podía al que no la tenía de beber en ayunas; pero que no había motivo alguno de queja, ni acusación en él de torcido intento, puesto que los ocho mil reales estaban completos y su cuenta exacta y sin tacha. Que aceitunas y manzanilla era una nutrición andaluza insuficiente, aunque excesiva para un castellano viejo; y que lo más acertado y perentorio era sentarnos a la mesa, y que yo echara un buen lastre en mi estómago, deslavazado por un vino chacharero y poco arropado, como la gente ligera de ropa de la caliente Andalucía.
Sentámonos, pues, a la ya preparada mesa, que alegró Allo con su conversación un poco verde, que escuchó Jústiz con su atildada compostura, y las dos hijas de la casa, sin darse por entendidas de lo hablado, en atención a una noble botella de Sillery que destaponó y las sirvió Allo en son de próxima despedida; pues, según anunció, debíamos embarcarnos para Málaga a la siguiente noche.
Y no sé por qué a tal anuncio se me oprimió el corazón.
Comí poco, bebieron Allo y las muchachas, y a instancias del impaciente Jústiz, que no quería perder la salida de Salvatori en Los Puritanos, ocupamos nuestras lunetas (hoy butacas) en el teatro. Una de las mayores desventuras con que castiga Dios a un hombre es la de crearle poeta; es peor que si le creara bizco: todo lo ve de través, y en cambio de los imaginarios goces con que embelesa su espíritu, le extravía en el mundo real y le condena a vivir fuera de su época y extraño generalmente a sus contemporáneos. Los Puritanos son para mí la más deliciosa partitura de la escuela italiana; no tienen una nota de desperdicio, y yo he sabido de memoria música y letra, a pesar de que el libreto del conde Pepoli es indigno de aquella sentida inspiración de Vincenzo Bellini. Pues bien; yo escuché aquella noche Los Puritanos como quien oye llover: no me di cuenta de nada de lo que en escena pasaba; desde que el primer coro cantó:
La luna, il sol, le stelle
le tenebre, il fulgor
dan laude al Creator
in lor favelle,
yo no pensé ni me fijé en más que en el recuerdo de la pálida nieta de Ménico Maggiorotti, como si fuera la tiple que por la escena se movía: al llamarla el bajo l'angelica sua Elvira creí que se equivocaba, y al oír al tenor juzgarla tremante e spirante, los ojos se me arrasaron en lágrimas. ¡Qué desventura la de nacer poeta! ¿Qué tenía yo con la nieta de maese Ménico? ¿Sentía por ella, desgraciadamente, una de esas pasiones que nacen, crecen, se desarrollan y hacen feliz o infeliz a un hombre en cinco minutos? Nada menos que eso: era una impresión poética, un misterioso castillo en el aire, forjado sobre la vulgarísima historia de un tratante en lanas italiano que tenía una nieta que se llamaba Stella; era que acababa yo de compaginar el asunto italiano de mis Dos virreyes, cuyo éxito me tenía inquieto, y aquella inquietud, unida al recuerdo de lo que en aquel drama pasa a la enamorada Anunciata, me hacía esperar de Stella una heroína de un cuento, fin de la historia de la representación de mi drama; era, en fin, la curiosidad, el sueño, el delirio de un poeta, que no ha visto nunca la vida tal como es, ni las personas vivas sino como personajes: era una muchacha rubia, vista a través de una copa de manzanilla, vino chacharero y poco arropado, como decía Lorenzo Allo.
Antes de acostarnos, acordaron éste y Jústiz nuestra partida para Málaga: declaréles yo mi resolución de quedarme: tenía que cobrar el 30 los 6.000 reales de mi crédito con maese Ménico. Allo se echó a reír: Jústiz me miró tristemente. Allo me dijo: el italiano es hombre formal; lo mismo te pagará el 30 que el 10, que estaremos de vuelta.
—No, repuse; quiero concluir mi Cabeza de plata.
—Otra cabeza rubia es la que ha barajado el seso de la tuya.
—Idos: me quedo.
Pues nos iremos: quédate; pero volveremos por ti, y velis nolis, aunque haya que romper alguna cabeza, tú volverás a Madrid conmigo —dijo Allo—; y nos acostamos.
Allo y Jústiz partieron a Málaga a la noche siguiente: en la mañana del otro día cambié yo de alojamiento: me ofendía la sonrisa perpetua de aquellas dos muchachas morenas y alegres que me habían visto volver de través, abrazado con el pañuelo de duros de Ménico: me disgustaban los ojos negros, los rizos negros y las formas redondas de aquellas dos andaluzas: yo soñaba rubio, veía rubio, adoraba lo blanco, lo esbelto y lo ligero; lo robusto, lo redondo, me parecía materia bruta: lo blanco, flexible y delicado, espíritu y corazón; lo andaluz, carne y prosa; lo italiano, arte y poesía.
Me instalé en el hotel del Correo, donde no había más huésped que un inglés, y cuyo camarero era italiano. Púseme a concluir mi Cabeza de plata, para podérsela leer completa a la duquesa de Rivas, que había quedado curiosa de saber su conclusión, que ignoraba yo todavía a mi paso por Sevilla.
Pedí al camarero noticias de Maggiorotti una noche.
—E'un orco, me respondió; non riceve nessun italiano in casa sua.
—¿Conoscete Stella?— le pregunté.
—¡Chi! ¿Stella? ¿Una vecchia brutta?
—¡Va via, grand' imbecille!— le dije, despidiéndole furioso. —¡Una vecchia brutta Stella!… il Sole.
Marchóse el pobre hombre sin comprenderme… y quedéme yo tan asombrado como él de lo dicho.
¿Quién era Stella? ¿Qué tenía para mí? Que Dios me había hecho nacer poeta y que había dicho de ella maese Ménico: ¡Sventurata! ¡Condannata a morte come tutte!
Y todos nacemos condenados a muerte; sino que los poetas vivimos como sonámbulos, y corriendo siempre tras de fantasmas.
El inglés, único huésped del Hotel del Correo cuando yo tomé en él aposento, era el compañero más a propósito para mí en aquella ocasión. Taciturno gastrónomo, recorría todos los países del mundo para estudiar la cocina nacional de cada uno. Comía, callaba, digería y dormía: escribía yo, pues, sin ruido, visitas ni estorbos, y descansaba sólo algunas horas de la noche. La luna en creciente tendía sobre la antigua Gades el rico manto de su luz de plata, y vagaba yo por sus limpias calles y sus ya arboladas plazas, a la luz melancólica del astro poético de la noche, como lo que he sido siempre, como una sombra de otro mundo y un habitante de otra región perdido sobre la tierra.
Vagabundo nocturno de profesión, conozco todos los ruidos, las sombras y las luces nocturnas: sé cuántas formas toma la sombra de los árboles y de las casas, según los infinitos ángulos y triángulos que trazan los hierros de los faroles, los brazos de las cruces y las siluetas de las chimeneas; conozco todos los cuadros de luz que estampan sobre el oscuro y húmedo empedrado los balcones alumbrados de las casas en que se vela o se baila, de las puertas que se abren para despedir a los contertulios a la luz de bujía, farol o linterna; todos los huecos de sombra de los postigos abiertos y cerrados con precaución y a oscuras para recibir o despedir a los amantes; todos los rumores de las pisadas que se acercan o se alejan con resolución o con miedo, de las del adúltero escurridizo ante la hora de la vuelta del marido; del jugador ganancioso y del hijo de familia retrasado; del ratero y de la buscona, del centinela y del médico; mis leyendas están llenas de esas noches, y yo tengo ciertas pretensiones de ser un poeta nocturno, rico de nocturna y pormenorizada observación; todas mis comedias y dramas comienzan de noche y de noche se han concluído; y en aquellas de Cádiz concluían mis nocturnos paseos en una plazuela sobre la muralla derruída, por encima de cuyas desencajadas piedras metía el mar los hirvientes y desgarrados pedazos de encaje de la espuma de sus encrespadas olas; a través de cuyo rumor temeroso y del salino vapor en que el aire convertía la ola que en los peñascos se estrellaba, adoraba yo a Dios y aspiraba la poesía que ha extendido sobre los mares para el poeta creyente.
El mar es para mí el grande espejo en que se pinta la faz de Dios, y mil veces he deseado tener por tumba su inmenso y móvil panteón de líquido cristal. Dos veces he naufragado, y el mar me ha devuelto vivo a la tierra. ¡Qué mausoleo más magnífico que el mar! A quien naufraga y muere en alta mar, le da Dios la muerte más dulce y sin agonía; una impresión rapidísima de inmersión en un baño, un zumbido de oídos semejante a una lejana música, un resplandor fosfórico que deslumbra las pupilas… y el alma sale del cuerpo y entra en la eternidad. ¡Buenas noches! Aquel cuerpo y aquel alma se ahorran todo lo doloroso y lo ridículo de que la sociedad rodea al que se muere; el pesar verdadero de los que le aman, la hipócrita comedia del dolor de los que le heredan, los falsos consuelos de los que están deseando que expire pronto, ofendidos de su superioridad o envidiosos de su gloria; el entierro oficial, si es un personaje o una celebridad; el olvido inmediato tras de las ceremonias, y la profanación, en fin, de su tumba por la posteridad, encomendada por Dios de castigar al orgulloso que olvida que le dijo al crearle: Pulvis es et in pulverem reverteris.
Yo adoro el mar, y cuando el frío, la soledad, la reflexión y la necesidad de continuar mi trabajo me arrancaban de aquel boquete de murallón roto, por donde yo miraba el de Cádiz en aquellas noches, me volvía a mi hospedaje del Correo, pasando por el callejón en que se alzaba sombría y casi aislada la casa de maese Ménico Maggiorotti. En su esquina del Mediodía veía siempre iluminado por dentro el postigo de una ventana. ¿Quién velaba allí? ¿Hacía allí las prosaicas cuentas de sus sacos de lana o de cuartos maese Ménico, o mecían allí a la luz de una lamparilla los sueños de la esperanza, el espíritu virginal de la hermosa nieta del misterioso italiano? Todas las noches volvía a mi alojamiento sin haberlo averiguado, y volvía a trabajar en mi Cabeza de plata, bailándome perpetuamente delante de los ojos la rubia de Stella; y el recuerdo de su poética imagen bajaba y subía perpetuamente por la escalera del portalón, empotrada en mi cerebro, mientras con ella distraído avanzaba lentamente en mi trabajo y esperaba impaciente el día 30.
El veinte y ocho recibí una carta de Carlos Latorre, en la cual me decía: «Se levantó el telón sobre el primer acto de Los dos virreyes con entrada llena. Mate llevó con aplomo sus escenas en verso, y el público las escuchó con agrado: oyó sin repugnancia las en prosa, gracias al cuidado que pusieron todos los actores, y concluyó Azcona caracterizando con mucha inteligencia su final, que se aplaudió: no me lo esperaba, y comencé a respirar.»
«Al empezar el acto segundo, el viento había cambiado y el mar hacía oleaje. Durante el entreacto, un criado incógnito había repartido al público, y no al buen tuntún, sino entre la gente de letras de las lunetas (hoy butacas), quince o veinte ejemplares de la novela El virrey de Nápoles, de Pietro angelo Fiorentino; los cuales tenían una nota con lápiz que decía: «los diálogos que Zorrilla ha copiado en su drama van marcados al margen». Los posesores de aquellos librillos se los mostraban y pasaban riendo a los curiosos que se los pedían: los palcos, las galerías y el pueblo pedían silencio: los actores no comprendían tal inquietud en las lunetas, pero no se desconcertaron. Concluyeron al fin las nueve escenas en prosa; quedó Mate solo en escena, y el público respetó su respetable personalidad; e hiriendo sus oídos las octavillas italianas, comenzó a hacer silencio; y Mate le aprovechó para decírselas tan vigorosa e intencionadamente, que al concluirlas arrancó el primer aplauso de la noche. La canción de Basili hizo un efecto inesperado; y Mate se llevó la sala con la redondilla:
con un cordel a la gola
y un crucifijo en la mano,
cantar haré a ese villano
su postrera barcarola,
y con un segundo aplauso preparó mi salida. Excuso ponderar a usted lo que hicimos ambos en el resto del acto: cumplimos con los deberes de la amistad.»
«En el entreacto segundo nos enteramos de la villanía de X, que era quien indudablemente había enviado al teatro los ejemplares de la novela; yo me apresuré a dar la clave del ataque traidor de que era usted objeto; y la empresa y los actores resolvimos defender el final del drama con todo el empeño de que hombres y mujeres fuéramos capaces; pero los amigos de fuera trabajaban en contra con los librejos; la escena en prosa y los endecasílabos pasaron apenas difícilmente; y ya temía yo una catástrofe para el final, cuando nos salvó lo que temíamos que nos perdiera: el virrey encerrado en el balconcillo después de la escena VI, en la cual logré arrancar un aplauso y hacerme escuchar. Mate estuvo impagable en aquella desairada posición; rebosando orgullo, rencor y sed de venganza, hizo aborrecible el personaje que representaba, y al volvérsele las tornas, las galerías y la ignominia ahogaron a las lunetas, y dimos el nombre del autor, y hoy damos tranquilamente la cuarta representación. Duerma usted tranquilo, y permítame usted que le prevenga para el porvenir con aquellas palabras de Fabiani en La familia del boticario: Buenos amigos tienes, Benito; y cuente usted con éste que le querrá siempre.»
No me sentó tan mal como me asombró la incomprensible partida mulata de X, porque me revelaba más estupidez que malas entrañas; puesto que, mero traductor de la novela de que me había hecho sacar el drama, quien tenía derecho, en resumen, a aparear su nombre con el mío, no era él, sino Pietro Angelo Fiorentino, a quien yo había robado por darle gusto.
Tal es la historia de mi miserable rapsodia Los dos virreyes, y tal la de su primera representación; de la cual no he hablado jamás a X, ni él ha podido nunca apercibirse de que yo le estimaba en lo que valía: sobre mis hombros no pudo, empero, volver a poner los pies. Así vivimos en estos tiempos y en esta sociedad, en que las medianías se atreven a todo, y a todo tal vez alcanzan, menos a engañar a la posteridad.
El 30, a las diez, trepaba yo, que no subía, por la empinada escalera del portalón de maese Ménico; pues no hallándole en él, quise ver si podía forzar el paso al, según fama, impenetrable sancta sanctorum de su misterioso hogar. Subí rápido y llamé ruidosamente a la puerta en que la insegura escalera finalizaba, y al tiempo que por el ventanillo acechador asomaba una curiosa cabeza de mujer, me franqueaba la entrada el mismo maese Ménico, por la barreada puerta, ante mí abierta de par en par.
El genovés, en chaleco, pantalón y babuchas, me recibió con algo encapotado ceño y melancólica sonrisa; en los cuales mi extraviada preocupación y mi fantástico espíritu se empeñaban en ver algo misterioso y siniestro: quise yo motivar mi presencia, pero él atajó mis excusas diciendo:
–Son las diez, y es la hora. ¿Trae usted el recibo?
—Sí, señor.
—Pues los seis mil están contados: y conduciéndome a través de una antesala y un comedor, tan limpia como modestamente amueblados, a una especie de despacho, me mostró sobre la parte alta y plana de su pupitre los trescientos duros en pilas de a veinte y cinco. Mostréle mi recibo firmado, y comencé a hacer rollos de a cincuenta, en los ocho pedazos en que corté un periódico que me alargó.
Callaba yo, haciendo, no muy diestramente, mis rollos, y callaba él esperando distraído a que yo concluyera de hacerlos; tal vez se reía en su interior de mí por la poca costumbre de manejar dineros que mi poca destreza le revelaba; pero mi indiscreción de muchacho sin mundo y mi irresistible curiosidad, me hicieron, al fin, prorrumpir en la pregunta que hacía diez días tenía en mis labios: ¿Y Stella?
Sentí la mirada de Ménico sobre mi faz, y la busqué en la mía, resuelto a todo: entre las blancas pestañas de sus hundidos ojos percibí dos lágrimas, que no dejó rodar por sus curtidas mejillas, enjugándolas antes con el reverso de su mano.
—¿Stella?—dijo, como si su voz fuera en su respuesta el eco de mi pregunta. —¿Quiere usted verla —Si usted me lo permite… —¿Por qué no? Acabe usted de recoger su dinero; no he podido procurarle a usted oro, porque…
Interrumpióse sin acabar de darme su razón; concluí yo de liar mi sexto rollo, y mientras ataba los seis en mi pañuelo, completé neciamente mi pensamiento, formulándole en esta menguada frase:
—Stella es una preciosa criatura, cuya vista regocija los ojos, cuya voz arrulla los oídos.
—¡Desventurada!—exclamó el viejo; —«¡è la più sventurata creatura del mondo! ¡Non può essere sposa, ne madre, ne padrona di sé stessa! —Y abriendo ante mí una puerta, me mostró en un gabinete cariñosamente lleno de cuanto puede necesitar la coquetería mujeril, y en un lecho, que no exhalaba más que virginales emanaciones, ni excitaba más que castas ideas, la pálida Stella, cuya cabeza, doblada sobre las almohadas, tenía los ojos abiertos y fijos en espantosa inmovilidad.
Sin poderme contener, exclamé: —¡Muerta! —Y Ménico, poniéndome bruscamente la mano en la boca, me dijo al oído: —¡Silencio: oye, está en catalepsia! —y, cogiéndome por el brazo, sacóme del aposento.
Iba yo estupefacto a pronunciar un vulgar mi scusi; pero el infortunado maese Ménico me le atajó con otro, que en su boca y en su situación resultó sublime de abnegación y sentimiento, y siguió diciéndome:
—Es la última de tres hermanas; un infame, castigado por Dios con esa enfermedad, se casó con mi hija: sus dos mayores han muerto a los 21 años; ella de pesadumbre; él… a manos de la venganza; yo les he enterrado a todos; no me queda más que Stella: si me sobrevive… ¡qué vida tan horrible la espera! Si se me muere… ¡qué soledad!… ¡misero me!
Yo había escrito ya muchas comedias, pero no tenía aún aplomo en el teatro del mundo. Mudo e inmóvil, no sabía ni consolarle ni despedirme. La vieja, que se había asomado al ventanillo, presentándose en la antesala, dirigió a maese Ménico algunas palabras, que no comprendí: éste me abrió la puerta de la escalera, y yo descendí por ella abrazado con mi dinero, y me salí de aquella casa, más ebrio con la emoción y el desencanto, que la primera vez con el manzanilla.
Llegué al Hotel del Correo y hallé una carta que me había traído de Madrid el del día anterior; mi mujer se había roto un brazo al salir a oscuras del teatro del Príncipe; Julián Romea había cuidado de ella en los primeros instantes, la había conducido a casa con el doctor Codorniú, y me suplicaban ambos que regresara inmediatamente a Madrid.
He aquí la historia de mis Dos virreyes y de la primera salida del Quijote de los poetas, a hacer por el mundo real la vida fantástica de los pájaros y de los locos.
¿Qué logró en ella el hombre? Dos pesadumbres, dos desengaños y la vergüenza de una embriaguez; tres espinas en el corazón; pero quedó en la imaginación del poeta legendario este tan delicioso como triste recuerdo del tiempo viejo: la imagen de Stella.