Recuerdos del tiempo viejo: 53
VII
editarA mi arribo a su capital no se habían aún exacerbado las rencorosas pasiones, ni desarrollado, desbordándose, los odios de partido, produciendo catástrofes, desórdenes y venganzas, hijas sólo de la hipócrita supersitición que envenena las creencias, convirtiéndolas en odios infernales de incurable ceguedad. Excepto el fusilamiento del llamado emperador Itúrbide, rara muerte de jefe había llegado a crimen político, no pasando de desgraciada consecuencia de un tumulto. Se había escrito la historia del levantamiento mejicano y de la expulsión de los españoles con toda la ampulosidad e hiperbólica poesía con que nuestra raza llamada latina escribe en andaluz todas nuestras glorias, dando la importancia de una batalla y de una hazaña a todo encuentro de cien hombres y a todo acto de osadía personal. Llegó la hora de que los españoles perdieran aquellas posesiones, y con ellas el derecho de sus reyes a decir que el sol no se ponía nunca en sus dominios, y los mejicanos fueron ganando terreno y volviéndonos a echar hacia el mar sin grandes esfuerzos, porque estaba ya por ellos la voluntad de Dios y pesaban sobre nosotros nuestros pecados y nuestros errores en América.
Habíamos salido de allí sin dejar grandes ni verdaderos odios; allá se quedaron muchos españoles, sin que jamás se les atropellara por las nuevas leyes republicanas, y muchos siguieron emigrando a Méjico como cuando se llamaba el reino de nueva España; y todo había pasado, por decirlo así, como un disputa de familia, quedando aún muchos mejicanos adictos a los españoles, y que no recataban su opinión ante la justa vanagloria del triunfo y la natural alegría por la independencia de las masas populares.
A mi llegada, las familias que de nobleza blasonaban ostentaban en sus salones sus retratos y los de sus antepasados, de cuyos lienzos, en las esquinas superiores, se destacaban sus escudos de armas y las cruces que ornaron los pechos de los togados y militares que fueron sus padres y sus abuelos. En sus conventos vivían tan tranquilos como mal enceldados los frailes Franciscos, Agustinos y Dominicos, a cuyos sermones y fiestas acudía la multitud, a cuyas visitas estaban abiertas todas las casas, y a cuyos priores, abades y padres maestros brindaban con sus quintas de recreo para pasar los calores las ricas devotas, las agradecidas comadres y todos los individuos del gran partido que después se llamó religioso, moderado y conservador. Todo continuaba casi como en tiempo de los españoles; la autoridad del clero era respetada, creída sus ciencia y seguidos sus consejos. Méjico continuaba guardando su aspecto de ciudad española, con calles y callejones solitarios y sin puertas, formados por las tapias, los muros o las sólidas fábricas de huertos, de conventos de frailes y monjas, y de templos, cuyas campanas y órganos resonaban sin cesar en los tímpanos de sus católicos habitantes. El claustro de la Universidad estaba lleno de reverendos cerquilludos y encapuchados y el edificio de la Profesa estaba aún servido por el P. Arrillaga y otros jesuítas con sotana y manteo de capellanes. Santana era partidario y se amparaba del clero, su mujer visitaba los conventos de monjas frecuentemente, y para su ejército acogía con preferencia oficiales españoles, de los cuales tenía varios en su estado mayor; Méjico, en fin, se parecía mucho, a mi llegada a aquella República, a nuestro Burgos, nuestro Toledo o nuestro Sevilla, en aquella época que yo alcancé todavía, en que los canónigos salían en sus coches a visitar sus alquerías y cigarrales, y los frailes en sus poderosas mulas, precedidos de sus espolistas, a cultivar y sostener las relaciones con los adictos, patronos, hijos e hijas de confesión de sus suntuosos monasterios. Figurábame yo que aún andaba por las calles de Valladolid como si de las aulas de su Universidad acabara de salir, admirándome, como de cosa nueva por lo olvidada, de aquellos hábitos blancos, azules, pardos y negros, relegados ya por entonces en España y Francia a la tradición y a la leyenda.
Y por este país nuevo tan parecido al viejo mío, comencé yo a correr en compañía y con los caballos de aquel inquieto hacendado de los Llanos de Apam que me hospedaba.