Recuerdos del tiempo viejo: 52
VI
editarTeníamos los españoles unas excelentes leyes de Indias y un Supremo Consejo de Indias encargado de aplicarlas a la administración de aquellos países, por cuya posesión llamábamos a nuestros monarcas reyes de España y de las Indias. Yo recuerdo del encomio y el respeto con los cuales hablaban de estas leyes de Indias mi padre, que era en su tiempo un gran jurisconsulto y que llegó por sus conocimientos jurídicos a ser consejero de Castilla, y un venerable pariente a quien yo llamaba tío, que lo era del de Indias, que a ellas había ido con un alto cargo judicial, y que de allá había vuelto casado con una señora de ejemplar virtud y de recto espíritu, aunque un poco curva de espinazo; en la cual hubo un hijo derecho, buen mozo, buen hijo y buen hermano, a quien mató el cólera a sus veintinueve años en el de 1833, y dos hijas; una de ellas tan esbelta, graciosa y atractiva, que pasaba por entre dos filas de adoradores, quienes para verla pasar la esperaban al salir de la misa de doce del Buen Suceso en la puerta del Sol, a cuyo hoy derruído templo asistía los domingos y fiestas de guardar, volviendo a la casa paterna, que en el centro de la calle Mayor estaba situada. Jamás dudé yo de la excelencia de aquellas nuestras tan sabias leyes de Indias por mi padre y mi tío tan encomiadas, aun cuando me inspiró siempre aversión al estudio de los códigos el ver que ni mi tío ni mi padre, que por ellos habían arreglado tantos negocios ajenos, habían sabido jamás arreglar los suyos, dejando aquél a sus dos hijas embrolladas en pleitos interminables, y a mí éste más deudas que capital; así que, aunque jamás quise estudiarlas, tuve siempre gran respeto a las tales leyes de Indias, de cuya excelencia, repito, nunca he dudado, pero de cuya justa, imparcial y equitativa aplicación en aquellos países tan distantes de la Metrópoli, no me he llegado tampoco a convencer jamás. Seamos un poco lógicos, por más que la lógica y la poesía crea el vulgo que han andado siempre poco avenidas, y reflexionemos unos instantes imparcialmente sobre las razones que en mí han podido engendrar tal duda en la eficacia y recta aplicación de nuestras leyes de Indias.
Si hoy, que el vapor lleva las órdenes y la correspondencia oficial en pocos días a los gobernadores de nuestras posesiones de Ultramar, y el telégrafo las trasmite en pocas horas; si hoy, que cien periódicos de oposición revelan y acusan tales perturbaciones e irregularidades en el gobierno y administración de aquellos países, hacen luz continua sobre lo que allá sucede, ¿cómo habían de ser éstos mejores, más regulares y más oportunos cuando un virrey de Méjico tardaba seis meses en recibir noticias, órdenes y correspondencia de Madrid, y cuando necesitaba catorce o quince meses para recibir resuelta una consulta que desde allá dirigiera al poder supremo?
Y esto suponiendo que de Madrid le devolviesen resuelta su consulta a correo vuelto, cosa que me temo mucho que jamás se haya verificado, ni que se pueda probar jamás, aunque se revuelvan todos los archivos de todos los Ministerios para comprobarlo. Consideremos que todos los que a aquellas tierras, por gusto o por empleo, arribaban de España, creían arribar a casa propia y tierra conquistada; que las leyes y las costumbres, el derecho y la fuerza protegían allí a los españoles y tenían necesariamente que hacerlos mejores que a los indígenas; que todo el mundo iba allá como a tierra de promisión y país de Jauja, donde se ataban los perros con longaniza y todo holgazán topaba allí una onza debajo de cada piedra; recodemos que todavía dura y se repite entre gente vulgar lo de ir a buscar o tener un tío en Indias; y no olvidemos que los españoles en general no solemos ser, ni en España ni fuera de ella, mansos corderos, ni evangélicos ejemplos de moderación y sufrimiento, y que teniendo el gran defecto de echárnoslas de valientes allí donde mandamos…, cartuchera en el cañón, y comprenderemos que los americanos no debieron estar como el pez en el agua en sus países bajo nuestra dominación.
Y digo yo esto, porque allá y acá he oído mil veces tachar de ingratos y malos hijos a los americanos porque se declararon independientes de nosotros, sin considerar que los padres que educan mal o con severa estrechez a sus hijos, tienen al fin que perder su cariño, y al cabo han de concluir éstos por faltarles al respeto a aquéllos y emanciparse de la patria potestad.
Y soy yo quien digo esto entrado en los sesenta y cinco años de vida, sin temer de ser por ello tachado de mal español; porque yo, ¡vive Dios!, he vivido once años en América como español y como cristiano, fiel al lema con que encabecé mi poema de Granada:
«Cristiano y español, con fe y sin miedo canto mi religión, mi patria canto»;
y en el estrecho círculo de poeta, en el cual me he constituído por mi propia voluntad y por conciencia de no servir para más, he cumplido con mi deber y he cantado a mi patria y a mi religión, hasta que he perdido la voz y la fuerza, pero sin perder la fe; porque yo soy cristiano a pies juntillos y español a macha martillo; pero no por ello creo ni defiendo que todo lo que como cristianos y españoles hemos hecho fué siempre lo mejor posible y hechos siempre meritorios, ni que es inmerecido e injusto lo malo que por lo que hemos hecho nos ha sobrevenido.
En cuanto a la emancipación y a las consecuencias de nuestra política en Méjico, no hay para qué hablar: el progreso de los tiempos y el adelanto social nos ofrece algo mejor que las pretensiones de nuestros abuelos al dominio de aquel país; la fraternidad que establece entre los hombres y los pueblos las mutuas consideraciones y las concesiones recíprocas, son las bases de la fraternidad universal y del amor al prójimo establecidos por Jesucristo.
No hablemos, pues, de nuestras relaciones políticas, ni de los rastros ya casi borrados, los recuerdos casi olvidados y los gérmenes ya casi extinguidos de discordia,inquinia o enemistad que pudieron dejar allí las generaciones de sus señores o dominadores, y que borrará para siempre el conocimiento mutuo a que llevará al fin a los pueblos hermanos el trato fraternal a que arrastra a los pueblos, a pesar suyo, el inatajable progreso de los siglos con nuestra ilustrada, tolerante y cristiana civilización.
Hablemos, empero, un poco de lo que yo vi en Méjico desde 1855 a 59, y que me pareció rastro de nuestro paso y dominación por aquel país.