Recuerdos del tiempo viejo: 66
XXI
editarSolís y yo aconsejamos a Portilla que se fuera a descansar, si podía, a su alojamiento; se le conocía la fatiga de la navegación: traía mujer y cinco hijos pequeños, que debían aguardarle con sobresalto; no podíamos permitirle quedarse a velar al enfermo, y menos a presenciar su fin si ocurría en la noche, de lo que prometimos avisarle; dímosle, en fin, esperanzas de un error de la ciencia y de un milagro inesperado de la Providencia, y quedamos con el moribundo la religión consoladora y la amistad sin consuelo.
Volví a desvelar a Cagigas para decirle la verdad; pero él me atajó diciéndome con su inefable sonrisa:
—Yo soy un hombre que desde que nací sé que he de morir; si tengo el vómito y es mortal…
Las lágrimas corrieron hilo a hilo de mis ojos; ¡había oído las palabras del doctor Zambrana! Yo me arrodillé, escondiéndole mi faz contra su rostro.
—No llore usted, sea usted hombre —dijo asiéndome las manos y haciéndome sentar en su lecho. —Yo muero en paz con mi conciencia; lo que no he hecho es porque no he podido. Vamos: usted ha visto muchos enfermos y sabe usted muchas cosas. ¿No tiene usted en su caja algo que me reanime para darle a usted mis últimas instrucciones? ¿No conoce usted un sacerdote ilustrado que me reconcilie con Dios? ¿No hay por aquí alguno de sus condiscípulos?
¡Dios mío! Su sopor no le había quitado el oído, y sabía que Solís estaba en la inmediata cámara. Con él lo consulté, dímosle una dosis de ácido fosfórico en medio vaso de agua, reanimóse, e incorporado él y yo sentado en su cama, con su boca casi en mi oído y teniéndome suavemente abrazado, comenzó a decirme con tan envidiable como asombrosa tranquilidad:
—Sé que es usted mi amigo, y no puede usted dudar que lo soy suyo. Si yo hubiera vivido le hubiera a usted hecho rico; tal vez eso no está de Dios, y le dejo a usted pobre; porque como ni Portilla ni usted pueden dirigir el negocio a que aquí los traje, le ordeno a usted que devuelva todos los créditos que hallará en mis dos carteras; y cuando concluya usted los compromisos, que no dejarán de ofrecérsele a usted en este invierno, vuelva usted a Méjico, donde yo necesito que vuelva antes del 1.° de julio. En cuanto llegue usted a aquella ciudad, irá usted a la calle, de… núm…, a casa de fulano, a quien entregará usted de mi parte mil cine pesos contra un cajón que contiene papeles. Queme usted todas las cartas sin abrirlas, y devuelva usted todos los documentos a las personas a quienes pertenecen. De aquéllas y en éstos dependen, y tengo en garantía, la honra de personas que quiero que no se acuerden de mí para mal. Los señores Bustamante, Romero, de esta plaza, le darán a usted instrucciones y capital. Acaso deba usted a mi muerte su fortuna. Adiós, abráceme usted; que entre el sacerdote, y tenga usted cuenta de que nadie me impida morir en paz.
Salí de ella como un sonámbulo, y entró en la alcoba, como el ángel de la esperanza, el P. Solís, que estuvo a solas veinte minutos con el desahuciado enfermo.
A media noche volvió el doctor con Pepe Santana; aquél no conocía remedio al mal; sólo un milagro podría hacer que el sueño de Cagigas fuera reparador, si no repetía el vómito ni sobrevenía nuevo trastorno en su naturaleza; por lo cual opinó que lo mejor era dejarle dormir. Quedamos, pues, como todas las noches el enfermero español y yo con Cagigas, fiando en el milagro de que su sueño tranquilo resolviera la crisis favorable.
Cagigas y yo dormíamos en una misma alcoba; los pies de su cama tocaban con los de la mía; yo respiraba durante el sueño el aire que él descomponía con su respiración; pero jamás me ocurrió que por ello pudiera trasmitirme su enfermedad. Estaba yo rendido de trabajar y velar. Al día siguiente era jueves, y tenía mi primera lectura en el Liceo; a las tres de la mañana me hizo el enfermero tenderme vestido en mi lecho; la terrena debilidad corporal venció al espiritual instinto del deber, y me quedé profundamente dormido.