Recuerdos del tiempo viejo: 48
II
editarÉste, que mientras por las calles anduvo llevaba no poca semejanza con una zorra que siente tras sí la mal despistada traílla, me aguardaba al pie de la escalera del palacio del gobierno, erguido y risueño como una garza que se pavonea orillas del lago donde pesca y caza como sultana de la inundada pradera. Tiró él escalera arriba, y seguíle yo hasta un salón poco alumbrado, en cuyo fondo había una mampara forrada de damasco rojo; llamó a ella con un discreto golpe de los nudillos, y abierta inmediatamente de par en par, me dió paso a un aposento de la misma tela tapizado, donde me esperaba el gobernador Bonilla ante una mesa convertida en altar, sobre la cual se alzaba un crucifijo alumbrado por cuatro velas, y a cuyo lado derecho había otra pequeña mesa ocupada por un notario, a cuya espalda estaban en pie dos sombríos y silenciosos testigos; sobre aquella mesa y ante aquel escribano había un papel, en el cual reconocí a la primera ojeada un ejemplar de aquellas apócrifas quintillas impresas en la Habana con mi nombre.
Era el gobernador Bonilla un hombre como de cuarenta años, bien apersonado, de agradable fisonomía y cortesanos modales. Recibióme cortés, y me explicó sin doblez ni erguimiento de lo que se trataba: de que yo declarase, probándolo si me era posible, que no era yo el autor de aquellos versos que insultaban a la República y a su presidente Santana.
Respondí yo tranquilamente, y escribía el notario según yo respondía, que no reconocía por míos más versos que los inclusos en la colección de Baudry, de París; que aquellos allí presentes no podían ser míos, porque trataban de las personas y cosas de Méjico con el conocimiento de quien había habitado el país, al cual era evidente que yo por vez primera venía; porque su contexto agresivo y grosero estaba en contradicción con todos mis escritos, en los cuales rebosa el decoro de un hombre bien nacido y bien educado, y ajeno a aquella política en que se mezclaba el autor anónimo: porque yo no encabezaba nunca mis publicaciones dándome el don, sino que las firmaba sencillamente con mi nombre de bautismo y el primer apellido de mi familia; que yo rechazaba la paternidad de aquellos versos, reservándome el derecho de repetir contra el autor o autores que me calumniaban atribuyéndomelos, y que traía, en fin, cartas para el señor presidente de la República de personas con quienes aquél gozaba de crédito y estimación, cuyas cartas no podía traer quien no mereciese la estimación y el crédito de los que para el Presidente se las habían dado.
Aquí dijo torpemente al escribano el gobernador Bonilla que escribiese que «yo declaraba que no podía ser autor de los versos, por el respeto y la estimación que por le Presidente tenía» –, a cuya declaración escrita me opuse, alegando que, no conociendo personalmente a Santana, no tenía por él más motivos de estimación y respeto que los que de mí exigía la alta dignidad en que estaba constituído —declarando, por fin, y exigiendo que constase consignado en aquel documento, que ni yo tenía tan baja idea del pueblo mejicano, ni era preciso menos sino que yo fuera loco o estúpido para venir a aquel país a quien tan villanamente insultaban los versos que se me atribuían.
Quedó, pues, mi declaración tal, sobre poco más o menos, como a la verdad y a mi dignidad de español convenía; habiendo, a fuerza de atención y serenidad, evitado que en ella apareciese alguna frase o idea adulatoria al Presidente, en lo cual quería, grandemente empeñado en ello, enredarme el gobernador Bonilla, acérrimo santanista y hermano del ministro de Relaciones de aquel Serenísimo Presidente.
Firmé yo sin vacilar el relato escrito por el notario, y quiso Bonilla que yo jurase, invocando a Cristo en pro de la sinceridad de mis palabras; pero rehusé pronunciar tal juramento, negándome redondamente a impetrar la intervención y amparo de Dios en pro de mi lealtad, que saltaba a los ojos de los hombres de juicio y sentido común.
Excusóseme el gobernador con su obligación, resistí yo con mi conciencia inculpada, y concluyó aquella ceremonia con despedirnos cortésmente y ofrecernos nuestra mutua consideración. Dejéle, pues, con su aparatoso altar y su zurdo escribano, y enderecé mis pasos a casa del encargado de Negocios de España, que lo era por entonces el Sr. Lozano Armenta.
Ante la presentación de mi tarjeta se me franquearon todas las puertas, hasta la de su despacho, en el cual y con él estaba mi buen amigo Anselmo de la Portilla.
Relaté lo ocurrido al Sr. Lozano Armenta, quien templó la exaltación de las palabras en que se lo relaté, diciéndome:
—Fíe usted en mí, y cálmese. No había verdadera necesidad de tanto aparato, ni nadie hubiera dado importancia a tal absurdo, que su presencia de usted desvanece; pero el Presidente es algo vanidoso, sus partidarios lo han endiosado y ensoberbecido, y el país es naturalmente quisquilloso de su independencia, a la cual no ha tenido aún tiempo suficiente de acostumbrarse. Voy a pedirle inmediatamente una audiencia particular para presentar a usted al general Santana; usted le entregará en ella sus cartas de recomendación, y verá usted como ni el león es tan fiero, ni el pueblo mejicano tan vulgar ni pequeño como puede a usted parecerle. Lo que en él sobra es el ingenio, la perspicuidad y el buen sentido, y no es a ningún mejicano a quien debe el mal rato que acaba a usted de darle el gobernador Bonilla. No se mueva usted mañana de su casa hasta que no le envíe mi carruaje, en el cual llevaré a usted a la presidencia.
Escribió en seguida un billete con las armas de España, que decía: «El Encargado de Negocios de España suplica al Serenísimo Sr. Presidente de la República que le señale en el día de mañana hora en que presentarle al … poeta don José Zorrilla, quien desea dar y pedir explicaciones al Gobierno que tan dignamente preside.»
—¿Está usted satisfecho? —me preguntó Lozano Armenta, mostrándome su billete.
—Yo no tengo pretensiones tan altas —le respondí— ni explicaciones que dar ni que pedir.
—Yo lo haré por usted —replicó—; usted es probable que lo echara todo a perder; por eso le suplico a usted que lleve a la audiencia sus cartas, y yo llevaré la palabra.
Salimos Portilla y yo de casa de Lozano Armenta, aquél tan satisfecho como yo pensativo. Había yo ido a Méjico como a una segunda patria en donde morir tranquilo y estimado, por ira a ella recomendado y ser la patria de aquel Bartolomé Muriel, tan noble, tan generoso, que había sido mi ángel tutelar en París. Amaba yo a Méjico por ser su tierra nativa, y por lo mucho que él de ella me había hablado; había yo apacentado con íntima delicia mis ojos en aquel hermoso terreno de las comarcas de Córdoba y Orizaba, que había atravesado al subir a la meseta central. Habíame arrobado de encanto al ver por primera vez aquel elevado valle, alfombrado de frescas lagunas, rodeado de montes selvosos y de nevados volcanes, y alumbrado por aquella luz que es un reflejo tibio de la que ilumina las invisibles maravillas del paraíso; y al apearme del vehículo que a su capital me había conducido, me hallaba agobiado por una calumnia que me imposibilitaba para siempre de manifestar, sin que pareciese bajeza, mi cariño a aquella tierra, en la cual había yo vislumbrado en lontananza la mía de promisión. Había yo esperado, y Muriel me lo había hecho esperar, que allí, en un trabajo honrado, a la sombra de la protección delos españoles, para quienes me había dado cartas, y de la misma del general Santana, para quien me había procurado la única que podía ganarme la de aquel extraño personaje, olvidar yo mis pesares, me congratularía con aquellos malditos versos míos que no habían sabido captarme el amor ni el perdón de mi padre, y que regenerando mi ser, hastiado de mí mismo y del viejo mundo que abandonaba, volver al fin a sentir en mi corazón la nostalgia del desterrado, volviendo a mi patria otro de lo que de ella había salido, y con mejor fortuna de la que en ella me había vuelto constantemente la espalda. ¡Cuán rápidamente había echado por tierra el castillo de naipes de mi ilusoria esperanza el primer viento del desengaño! Yo iba a ser en aquella poética y pintoresca tierra más paria, más vaga sombra, más desarraigado fantasma que en la mía propia, cargado y manchado con una calumnia, de la que el vulgo jamás me daría por limpio ni por libre.
Llegamos Portilla y yo a mi aposento del hotel, y en él hallamos esperándonos a otro de los hombres a quienes debo más amistad, más consuelos, más auxilios y mejores horas en las amargas de mi descompaginada existencia, el Dr. Sanchíz.
Era el tal un valenciano de treinta y dos años, robusto, activo, inteligente, inquieto, rebosando vida y ansioso de lucha. Dotado de prodigiosa memoria, había estudiado bien su facultad de medicina, y había tenido que sujetarse a riguroso examen para vencer la oposición sistemática y la envidia malévola que le habían atraído a su llegada el aplomo con que exponía su ciencia, la inextinguible facundia con que ahogaba a sus contradictores, y la fortuna, a quien con su incontrastable audacia y su constancia pertinaz obligaba a echarse humillada a sus pies. Fuerte en anatomía y en todos los estudios de su facultad, y escudado con sus certificados sin tacha y sus brillantes ejercicios de revalidación en América, se había, tal vez el primero en aquel país, declarado secuaz de la doctrina homeopática de Hahnemann, y había sabido crearse una clientela, por la cual comenzaban a mirarle de mal ojo muchos de sus colegas. El Dr. Sanchíz, cuya inteligencia era tan clara como segura su memoria, estudiaba mucho, leía más y lo abarcaba todo. En cuanto Portilla y yo entramos en mi cuarto, echó a un lado cumplidos y ceremonias, y vino a abrazarme, diciéndome:
–Con usted viene quien le dirá a usted cuánto le quiero; sé de memoria libros de usted, y puedo recitarle su Don Juan y su Margarita la tornera sin errar una palabra, y marcando los versos en que concluyen y empiezan las páginas de sus ediciones. Esto le probará a usted los derechos que vengo a alegar para que me acuerde su amistad, y a ofrecerle cuanto soy, cuanto valgo, cuanto poseo y cuanto puedo, para combatir a su lado contra la estupidez y la calumnia, que salen siempre al paso de los que valen más que las medianías y el vulgo. Conque téngame usted por suyo en cuerpo y alma, y hágame el honor de darme un primer abrazo con que inaugurar una fraternidad que espero que dure lo que la vida de ambos.
Y abrióme los brazos el alegre Dr. Sanchíz, y quedó con él sellada una amistad que sólo pudo cortar su muerte; e imponiéndose a la reflexiva y juiciosa prudencia de Portilla, y aprovechando el asombro con que yo le contemplaba, nos constituyó en sesión para tratar de mi porvenir; y me dió tales cosejos, tan minuciosas noticias de los moradores de Méjico, hijo la crítica de tanta gente de ingenio, la caricatura de sus pretenciosas medianías, ensalzó a unos, deprimió a otros, pulverizó a alguno, y puso, en fin, ante mis ojos un Méjico estrambóticamente estereotipado en unos moldes fantásticos, que hizo reír a Portilla y derramó en mi corazón una esperanza y una alegría que me hizo dormir tranquilo aquella noche, y esperar sereno al día siguiente la llegada del coche en que vino a las dos, para presentarme a Santana, el caballeroso Lozano Armenta.
A la hora designada por el Presidente, nos presentamos Lozano Armentia y yo en su antecámara. Entre las pequeñeces con las cuales creía aumentar su importancia aquel serenísimo señor, era una de ellas la de no recibir a nadie sin hacerle sufrir más o menos prolongada antesala. Diónosla a nosotros de diez minutos, y nos recibió, con no poca sorpresa mía, en pleno Consejo de Ministros; y puestos en pie todos, el Encargado de Negocios de España presentó al Gobierno de Méjico al diminuto sietemesino autor de Margarita la tornera, con estas palabras:
—Tengo el placer de presentar al Serenísimo señor Presidente al poeta español don José Zorrilla, quien trae para S. A. cartas de recomendación.
—Ya lo sé —dijo Santana—; son de nuestro Embajador en París.
—El señor Presidente las verá —dije yo sacando del bolsillo y presentándole una de D.J.F.M., importante y opulento personaje americano con quien le unía antigua amistad, y con quien tenía pendiente cuenta de tanta importancia cuanta era la de las dos personas entre quienes pendía.
–El que trae esta carta… —balbuceó Santana con aquélla en la mano…
—No puede ser autor de los versos que se le han imputado —le interrumpí yo con tranquilidad—; los que pueden obtener semejantes cartas, no pueden escribir semejantes villanías.
—Es verdad —repuso Santana enteramente repuesto de la sorpresa de recibir de mi mano aquélla—. Ya lo había yo cero así por la declaración hecha ayer por el señor Zorrilla, y publicada esta mañana en los periódicos. No hay, pues, que hablar más del asunto: el portador de esta carta tiene derecho a nuestra consideración, y el Sr. Zorrilla no tiene más que decirnos lo que espera del Gobierno de Méjico y de su Presidente en particular.
—Que el señor Presidente —respondí yo— guarde esa carta y la considere como no recibida, y que su Gobierno le asegure de la exaltación patriótica del pueblo, tal vez mal convencido aún de su inculpabilidad, para no recibir insulto público y habitar tranquilamente en el territorio.
Frunció el entrecejo Santana, y Lozano Armenta tomó la palabra para decir de mí lo que ya no recuerdo, ni repetiría aunque lo recordara; y puestas las cosas en su lugar, salimos ceremoniosamente despedidos del salón presidencial.
Cuando, de vuelta a mi hotel, Lorenzo Armenta y yo marchábamos en su carruaje, me dijo aquél:
—Ha hecho usted mal en no aprovechar el crédito y la protección que aquella carta le procuraba.
—No he querido aceptarlas forzadas, como me ha parecido que se me ofrecían —le respondí.
—No tengo costumbre —me replicó— de juzgar el puntillo de honor ajeno; por más exagerado que sea, reconozco en cada cual el derecho de mirar su dignidad como le parezca. Mañana vendrá usted a comer conmigo; esta invitación envuelve, en el placer de tenerle a usted a mi mesa con mi familia, la intención de que se sepa en Méjico la deferencia con que se honra en tratar al poeta español el ministro de su país.
Díle las gracias, aseguréle de mi reconocimiento y de mi asistencia, y tras un cordial apretón de manos de aquel benévolo e hidalgo diplomático, subí a mi cuarto, donde me esperaban impacientes el buen Anselmo de la Portilla, el bullicioso valenciano Sanchíz y el juicioso Cipriano de las Cagigas.
He nombrado ya a éste en uno de mis anteriores artículos, como comprador en París de mil ejemplares de mi poema Granada, y voy a decir aquí, como lugar a propósito, cuatro palabras del hombre leal que más tarde murió en mis brazos, después de haber hecho por mí y por mi fortuna lo que Dios no quiso que lográramos, matándole en la Habana y dejando en mi alma uno de los más tristes recuerdos de mi vida. ¡Oh bueno y pundonoroso Cipriano! Dios me la ha prolongado sin duda para dar testimonio de tu rectitud y lealtad, y yo le doy gracias infinitas de haberme hecho tropezar contigo sobre la tierra, porque por ti y por Sanchíz y por La Portilla, y por otros cuantos hombres como vosotros, he aprendido a amar a la raza humana y a perdonar a mis enemigos, que lo han sido y todavía lo son, por no haber ellos aprendido a conocerme a mí ni a vosotros.
No se crea por lo referido que era Cagigas pendenciero ni disputador, nada de eso: con su perenne e infantil sonrisa, cortaba las disputas con oportuna intervención; abreviaba y aclaraba las cuestiones con su juicioso sentido práctico y una lógica observación, y era el que arreglaba las diferencias de todos con las palabras absolutamente precisas. Era el hombre más reservado del mundo, y no hablaba mal de nadie jamás. Era amigo, y había sido agente, del presidente Santana, de quien sabía secretos y guardaba documentos desconocidos; y no hubiera, ni puesto en el tormento, revelado ninguno de aquéllos, ni entregado ninguno de éstos, ni dicho una palabra que pudiera perjudicar a sus amigos. Tenía los amaños de un político reformador y de un negociante en grande; pero el estar en país extraño le había impedido meterse de lleno en el balumbo de su política, y las vicisitudes y continuos cambios de ésta no le habían dado tiempo de llevar a cabo sus negocios. Era editor y librero, y escribías y sostenía un periódico; al llegar a Méjico con los dos mil ejemplares de dos tomos de mi Granada, se encontró con una reimpresión de esta obra, hecha por un hermano de Ignacio Boix, en mal papel y cerrada impresión, en un cuaderno que vendía a la cuarta parte del precio del que a Cagigas podía dar la mía, y que le arruinaba; pero no hizo nada contra aquel español tan mal compatriota nuestro, ni me habló jamás una sola palabra del mal negocio que conmigo y mi poema había hecho.
Tal era Cagigas; para dar idea de cuyo carácter he adelantado cuatro años mi narración: era hermano de otro Cagigas que murió, salvo error de mi memoria, de secretario del duque de Montpensier; tan estimado éste de los que le conocieron en Sevilla, como el mío de Méjico, a quien enterré el 59 en la Habana, y cuya memoria conservo con el cariño que tengo orgullo en manifestar en estos recuerdos.
Éstos eran los tres amigos a quienes hallé esperándome cuando volví de la audiencia presidencial. Contéles yo lo acaecido en ella, y Cagigas me dijo, como Lozano Armenta, que había hecho mal en devolver la carta a Santana; Portilla fué de contrario parecer, pero los tres convinieron en que lo mejor que había que hacer era que el conde de la Cortina me llevara a la hacienda de unos parientes, para que el público se acostumbrara a saber que yo permanecía en la República y olvidase las quintillas; pero nadie se volvió a acordar de ellas, porque tal vez nadie me las achacaba, sabiendo mejor que yo de qué pluma habían salido.
Cuando Cagigas y Portilla nos dejaron solos, me dijo Sanchíz con un cariño tan fraternal que aún se arrasan mis ojos en lágrimas al recordarlo.
—Va usted a ir a vivir a casa de una gente rica, y el hospedaje de los ricos sale muy caro. Usted no ha tenido tiempo de arreglar aquí sus negocios; Cagigas no lo ha tenido de encaminarlos por buena v, y Portilla no tiene nunca dinero para tantos hijos como su mujer le pare; en las haciendas hay que hacer regalos, que poner un puñado de duros a un gallo o a una carta; son costumbres del país, y además, a los criados ajenos hay que darles propina por todo; la leche que me dió mi madre la mamé revuelta con los versos de Don Juan Tenorio; conque fuera melindres: yo tengo unos pocos sacos de pesos en casa de un comerciante alemán; usted me dice a quién y con qué señas hay que enviar a París una libranza todos los meses, y ahí queda esa media docena de onzas para no ir a la hacienda como un gorrión mantenido.
Y poniéndome el oro sobre le velador, se escapó del aposento antes de que yo tuviera tiempo de verle a través de las lágrimas que me cegaban.
¡Dios es grande! ¡Bendito sea Dios!, como dicen los árabes.
Cipriano de las Cagigas era seis u ocho años más joven que yo; un mozo cuando le conocí. Oriundo no sé bien si de Asturias o de Galicia, era de estatura poco elevada; pero ancho de hombros, levantado de esternón, fornido de brazos y colocado su dorso perfectamente a plomo sobre sus robustas piernas, caminaba sobre ellas con la firmeza y seguridad de un Anteo en miniatura. Su cabeza pequeña se movía grácil, pero gravemente, sobre su nervudo cuello; y su cabello rubio y lacio, que usaba largo, caía por detrás en torno de él como el del rey Don Pedro de Castilla y el de las esculturas de los siglos XII y XIII. El mechón del centro, que sobre la frente se le venía cuando inclinaba para el trabajo su descubierta cabeza, tenía que ser tirado atrás continuamente con su mano, como le sucedía al incomparable pianista Listz, cuyos retratos vemos aún en los almacenes de música. Los ojos de Cagigas eran azules, pequeños y penetrantes, pero de suavísima expresión su mirada; su tez, blanca y trasparente como la de una mujer; su rostro correctamente oval, y casi barbilampiño, y su sonrisa perenne y natural, le daba el aire más virginal e inofensivo del mundo. Ninguna materia corporal, sin embargo, ha estado jamás más en contradicción con su espíritu; porque era recto, tenaz e inflexible, y le llevaba al peligro sin miedo de él, y cumplía con su deber sin curarse de riesgos ni amenazas.
Nada había que moral ni físicamente le amedrentase. En 1859 bajábamos de Méjico a Veracruz en una de aquellas diligencias de color de sangre de nuestro inteligente compatriota Casimiro Collado; y ya habíamos recorrido sin accidente, es decir, sin ser robados, las tres cuartas partes del camino, cuando entre Orizaba y Córdoba, o no sé si más allá, dieron el alto al carruaje y nos cercaron diez indios armados de hondas y de garrotes. Era allí proverbial por entonces, y costumbre aceptada entre los viajeros, la de dejarse tranquilamente despojar del poco dinero que se llevaba para las necesidades del viaje, con el cual no había miedo de malos tratamientos ni atropellos.
Los nueve viajeros que dentro de la caja roja íbamos, nos disponíamos a obedecer al alto, y el conductor comenzaba a refrenar el caliente tiro, que por una cuesta galopaba, cuando el risueño Gagigas, abriendo rápidamente un saco de noche que no había soltado de la mano en todo el viaje, sacó de él un par de buenos revólvers americanos; me dijo, dándome uno: «Tome usted esa portezuela, y al que llegue a tantearla, fuego a boca de jarro en mitad de pecho.» Gritaron rebelados nuestro compañeros, y amenazó el conductor por la ventanilla delantera; pero el imperturbable Cagigas dijo a los viajeros: «Señores, al que me impida defenderme, lo mato.» Y al conductor: «Ten más miedo que a los indios a la bala que yo te meta por los riñones. ¡Látigo y a escape!»
Los indios, ligerísimos corredores, siguieron largo trecho y ganaron tierra sobre el tiro; Cagigas me gritó dos veces «¡alerta!», y yo preveía con miedo que los indios correrían tanto como los caballos, y que era casi probable que acabáramos como perros a palos en aquel desierto camino. Nuestros compañeros iban inmobles y pálidos como muertos; tres o cuatro pedradas habían ya tocado la caja del carruaje, y yo esperaba la que derribara al conductor, cuya cabeza sobresalía de la caja, cuando oí decir a Cagigas: «¡Ah, pillo, sin vergüenza!», y un tiro de su revólver y los gritos de nuestros perseguidores.
No sé lo que sucedió por el lado de Cagigas; no podía descuidar el mío. Pero, ¿por qué no he de confesar que tenía miedo, y que sólo de miedo iba dispuesto a hacer lo que Cagigas de bravo? El tiro entretanto corría desbocado por aquella verde pendiente. No pude apreciar cuánto tiempo corrimos; pero al fin Cagigas dijo, sentándose: «¡Pues no faltaba más sino que nos dejáramos moler por unos indios garroteros!» Y guardando su arma, me pidió la mía, que le volví sin decir palabra. Cagigas no dijo tampoco una a conocer que había conocido mi miedo, y sin llamar cobardes a nuestros pusilánimes compañeros; alguno de los cuales recuerdo que había hecho grandes alardes de valor durante el viaje, y mostrado unas armas de las cuales no se había servido en la ocasión. Cagigas no volvió a hablarme jamás de lo sucedido, y la verdad sea dicha, yo no me atreví a recordárselo, para que no recordara mi palidez y lo nada que me había tocado hacer con que atestiguar mi valor ante el suyo.