Recuerdos del tiempo viejo: 43

Tercera parte de Recuerdos del Tiempo Viejo
de José Zorrilla


Sin que ninguno de los que en Paraná navegábamos hubiera jamás pensado ni tenido interés en ir a Jamaica, bogábamos una noche con rumbo a aquella Isla en busca del Withe, el cual estaba allí sufriendo no pude nunca saber qué operación.

No hay que esperar aquí descripciones ni noticias de estas islas de las Antillas, a las cuales arribamos como a estaciones naturales del viaje a Méjico; porque ni estos recuerdos son un itinerario, ni este apéndice tiene el objeto de prolongar una narración entretenida con incidentes extraños, verídicos, ni ideales. En vez de extenderla, tengo la obligación, necesidad y deseo de reducirla; porque no debiendo contener más que la historia de mi corazón, no puede tener interés; y a nadie, sino a mí, puede importar que llegue a conocimiento del pueblo en que he nacido, y a quien todavía no he deshonrado con mis escritos. No voy, pues, a apoyar el tejido de este relato más que en los puntos culminantes y fijos de mi oscura y personal historia, para poderme cobijar a su sombra, y para que me sirva de sudario al expirar, después de sacar de él las consecuencias que mis lectores verán en sus últimas páginas.

Llegamos a Jamaica. En las Antillas se respira con su caliente atmósfera el ambiente de la pereza, y se engendran en el corazón y en el espíritu el amor al ocio y el prurito de los deleites. Las islas son los oasis del desierto del mar: a ellas se llega harto y entumecido del encierro del barco y de la falta de ejercicio, y se gozan con anisa la luz, la anchura y la libertad. Aquellos oasis brindan a los que pasan por ellos todos los placeres de los climas cálidos, y todos los que ofrece al europeo la novedad de los diferentes frutos, los distintos manjares, las diversas y libres costumbres de las mezcladas razas que en ellas habitan. Éstas les ofrecen, sin reserva, todo a cambio del oro de que suponen repletos los bolsillos de los que allí arriban; y a los que allí por vez primera ponen los pies, les arrastra la curiosidad a ver y a gozar aquel todo que aún les es desconocido. Aquella exuberante naturaleza que produce unas plantas, unas flores, unos árboles y unas frutas tan grasas, tan fragantes, tan pomposas y tan sabrosas; aquella gente mestiza tan holgazana, tan decidora, tan alegre, tan provocativa y tan sin cuidados; aquellas mujeres de tan poca ropa vestidas y de tan poco pudor dotadas, por natural consecuencia de la poca necesidad de cubrirse y de ocuparse de nada, porque allí con nada se vive y con todo alimenta la tierra, contamina al más puro, seduce al más casto, empereza al más activo y materializa al más espiritual.

Allí vi y admiré por primera vez el plátano, razón vegetal y palpable de la innata holgazanería de aquellas razas; cifra viva en la cual escribió la naturaleza el consejo de «no trabajéis». El plátano es un árbol cuyas espléndidas hojas absorben el nocturno rocío y cuyos troncos necesitan apenas el jugo de la tierra para desarrollar su rápida y lujuriosa vegetación. Abanicos sonoros y ondulantes de la selva, aquellos árboles parece que arrullan el brote y crecimiento del racimo de su fruto, como las criollas a sus hijuelos con el monótono y sentido ritmo de sus apasionados cantares; el racimo brota en la parte superior del tronco, cobijado a la sombra de su penacho; cada uno de sus granos viene envuelto en una sólida, estirada y luciente cubierta, que del sol, del polvo y del rocío le guarece mientras pueden dañar a su primera vegetación; luego esta corteza se abre , se desprende de él y sobre él poco a poco se arrolla, conforme del sol, del aire y del rocío va necesitando, hasta que de él se desprende seca, cuando ya por sí puede nutrirse del rampojo a que cada fruto viene asido; y según el inmenso racimo va madurando, el tronco se va doblando hasta depositarla suavemente en manos del hombre, que puede dormirse a su sombra, seguro de que la bajada de la fruta le despertará viniéndosele a la boca y sin que necesite tampoco cultivar el árbol, que por sí solo brota otro pie al lado del que se cae, y a quien abona, beneficia y nutre su propio despojo, su tronco filamentoso y sus hojas que sirven de fiemo.

¿Cómo ha de ser trabajadora la raza a quien pone Dios el alimento entre los labios, sin más trabajo que el de comerle? Allí gusté el azucarado zapote, la suavísima chirimoya y la fragante piña, reina de las frutas, a quien hace Dios nacer coronada de flores y empenachada de verdes hojas; y allí sesteé cunado por la brisa del mar en una hamaca de seda, oreado por los ondosos ramos de la palmera, arrullado por el trino del sinsonte y del salta-pared, despertando asombrado de admiración ante el vuelo y el zumbido del colibrí, que se sostiene inmóvil sobre sus incansables alas, mientras tiene el pico sumido en el cáliz de las campánulas, para chupar la gota de miel que en su fondo le sirve Dios por alimento, como en una copa de japonesa porcelana. Allí concluí de convencerme de que todo lo que ha hecho Dios es perfecto y maravilloso y cumple con el fin para que lo crió, y empecé a apercibirme de que sólo la raza humana es la que ni obedece ni honra a su Criador.

Baralt y M.Charles convertían en festines nuestras comidas y en estruendosos meetings nuestros festines; y así pasamos tres días en Jamaica, yéndonos las tres noches a admirar las reuniones de los metodistas, los anabaptistas y de las ocho o diez sectas que allí pacíficamente se reúnen en sus capillas, para oír con ejemplar recogimiento las lucubraciones estrambóticas de sus fanáticos predicadores.

Y allí comencé a persuadirme de que los católicos somos los que menos devoción y compostura guardamos en nuestros templos, aparentando menos fe y menos convicción en nuestra única y verdadera creencia, que los herejes, los paganos y los idólatras en sus heréticos y monstruosos errores.

El capitán Lees hizo carbón, agua y víveres en aquellos tres días, y obligando al maquinista a colocar su máquina, como estuviera, en el vientre de hierro del Withe, a las nueve de la noche del cuarto hicimos rumbo a la Habana. Sobre aquel mar turquí de las Antillas, fosforescente como una nube que relampaguea, e iluminado por una luna que parece una claraboya, por la cual envía a la tierra el paraíso el tibio reflejo de la luz viviente que alumbra a los bienaventurados.

El capitán Lees, una especie de Antínoo rubio, joven, vigoroso y de la buena raza de Albión, había formado su tripulación como la del Paraná, reclutando en Jamaica la heterogénea chusma que allí había podido encontrar. Su autoridad a bordo estaba apoyada, más que en su nombramiento y en su derecho, en sus dos poderosos brazos y en los de ocho ingleses que con él habían pasado del Paraná al Withe, y que, como él, tenían siempre el puñal y el revólver a la cintura, y en el bolsillo la llave del camarote que encerraba las armas del buque. Los negros y los blancos, los irlandeses y los ingleses, éstos y los españoles, y los alemanes con éstos, nos aveníamos muy mal, y nadie se miraba de buen ojo en aquella levantisca y advenediza tripulación. La máquina del Withe funcionaba tan torpemente como la del Paraná, porque la colocación de ambas se había hecho con la precipitación exigida por la exactitud de la obediencia inglesa: «salga usted de Southampton el 9. Salga usted de Jamaica el 7.» Y el Paraná y el Withe salieron de uno y otro punto el día en que la Compañía les mandó salir; pero salieron como se hallaban el 9 y el 7; la orden era de partir; el espíritu de la orden, que debía ser hacer con seguridad el viaje, no entraba para nada en la cuestión; en inglés, salir no quiere decir más que salir, y salimos a la mar, y llegamos a Cuba y a Méjico como Dios quiso; un capitán inglés no puede hacer más que hundirse con su buque y ahogarse con sus tripulantes, pero no prevenir de probable naufragio al armador o a la Compañía que le emplea, de quienes son la cuenta y responsabilidad de las condiciones del buque; así se es o no se es inglés, y así bogábamos rumbo a la Habana sobre un mar tranquilo y azul como el lago de las hadas en el teatro y a la luz del plenilunio.

La estela del Withe quedaba tras de nosotros larga y fosforescente como la cola de un cometa, y la sombra de sus vergas se dibujaba casi sin movimiento en el espejo terso del agua, que no plegaba el más ligero soplo de brisa ni el menos sensible oleaje: aquella absoluta calma de la superficie, hacía olvidar el abismo inmensurable del Atlántico sobre el cual bogábamos. El capitán Lees había obsequiado a sus pasajeros con una cesta de botellas de Champagne; la señorita Brümmer, alemana rubia, blanca, larga y flexible como una margarita de goma alargada a fuerza de estirarla, había ejecutado en el piano unas sonatas monstruosamente difíciles, con la precisión inflexible y falta de claro oscuro de un autómata de Nuremberg; nuestro francés M. Charles, había berreado una Marsellesa pur sang. Baralt había dicho algunos versos suyos y míos; yo había salmodiado el canto de El Pirata de Espronceda, y un mejicano había fraseado de la manera más picaresca y característica una de aquellas intencionadas cantinelas mejicanas, que rebosan gracia y gotean malicia, de las cuales aprendí muchas más tarde y no olvidaré jamás ninguna. Habíase, en fin, pasado la velada en tan perfecta como inesperada armonía, y pasajeros y tripulantes habían ido a buscar reposo en sus camarotes y hamacas; solos Baralt y yo, sentados sobre cubierta, nos habíamos entregado a una de esas conversaciones vagas, inconexas e interminables, en que mezclan los poetas los recuerdos de todo lo que saben, hablan de todo lo que ignoran, se interesan por cuanto no les importa y se ríen de su propio entierro en una improvisación descabellada y sin término, en la cual la fuerza del consonante les obliga a traer al retortero los amigos y los enemigos, los héroes y los mentecatos, los dioses del paganismo y los ángeles cristianos, los nombres griegos, árabes y egipcios de todas las mitologías, y los propios de todos sus conocidos y compañeros, mezclados con todos los del calendario y del martirologio. Improvisamos sobre cuanto nos ocurrió, reímos hasta desternillarnos de todo lo improvisado, y cuando, hartos de hablar y cansados de reír, pensamos en retirarnos a nuestros camarotes, notamos que tendido bajo de un banco y envuelto en un capote de marinero, un individuo había dormido cerca de nosotros durante nuestro extravagante y prolongado coloquio, o había taimadamente escuchado nuestra enmarañada improvisación.

Ni él hizo movimiento alguno, ni en nosotros despertó sospecha alguna su presencia en aquel lugar: no habiendo por qué espiar, ni motivo de ser espiados, no pudimos suponerle espía; creímos que había tenido el capricho de venir a dormir sobre cubierta, como nosotros le tuvimos de pasar la noche improvisando al aire libre.

Al amanecer divisamos la isla de Cuba.




Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

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