Recuerdos del tiempo viejo: 21
XXI
editarAquí debían tener fin estos RECUERDOS míos. Lo que va a seguir, no debiera tal vez ser publicado hasta después de mi muerte; pertenece, más que a mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO, a mis memorias póstumas: es exclusiva y personalmente mío, es historia íntima de mi corazón: va acaso a ser enojoso para mis lectores de El Imparcial, y no va seguramente a interesar más que a dos docenas de viejos como yo, que a aquellos tiempos hayan como yo sobrevivido; y no va, por fin, a despertar en ellos más que un sentimiento ficticio, efímero, artístico, si se me permite esta calificación, como el que nos inspira la acción de un drama sentimental mientras a la representación asistimos. Lo que va a seguir es una página de la leyenda de mi alma: soy yo en ella el protagonista; ¡Y soy yo tan poca cosa para hablar tanto de mí mismo!
Una razón me abona, sin embargo: hace cuarenta y tres años que se habla de mí en España: quiénes me celebran y quiénes me critican: algunos me calumnian, muchos me envidian y pocos saben lo que de mí dicen, y pocos dejan de juzgarme sin pasión, porque ya nadie me conoce a través de tanto como se ha supuesto y se ha dicho del vagabundo autor de Don Juan Tenorio.
Los meridionales, y más que ningunos los españoles (y más entre éstos los andaluces), tenemos la cualidad y la pretensión de ser narradores, y narradores chistosos: no podemos repetir una historia, un cuento, un sucedido, un dato cualquiera, sin añadirle algo de nuestra cosecha; así que, al salir de la boca del quinto narrador, ya no conoce la historia o el suceso narrado, ni el que la inventó ni al que le sucedió; y como cada cual sostiene las añadiduras y variaciones por él intercaladas en el relato, e impugna o contradice las de los demás, todo copo de nieve llega a ser una bola, todo grano de arena un monte, toda historia una novela y todo cuento una mentira; por lo cual, no creo yo nunca nada del mal que se dice, ni de lo malo que se cree de las mujeres ni de los hombres notables: al contrario, comienzo siempre a simpatizar con toda mujer de quien se habla mal y con todo hombre conocido a quien se critica; porque estoy convencido de que tanto más de bueno deben de tener, cuanto más de malo les aplica y atribuye la maledicencia.
De la mujer, especialmente, tengo yo mis ideas particulares.
Hay sobre la mujer mil pareceres;
allá va el mío aunque parezca raro:
yo amé toda mi vida a las mujeres;
entendámonos bien y hablemos claro:
más que por torpe germen de placeres,
me es el amor de las mujeres caro,
porque ellas son, por más que digan otros,
muchísimo mejores que nosotros:
Se ha hecho moda hablar de ellas con desprecio;
yo de hablar de ellas bien tengo manía;
al que habla de ellas mal tengo por necio,
falto de corazón y cortesía.
No objeto para mí de menosprecio
son, sino manantial de poesía:
no obró conmigo mal jamás ninguna,
y debo más de un bien a más de una.
Desde la virgen que en los claustros ora
hasta la vil, impúdica ramera,
que, enfangada en el vicio, a cada hora
a sí se infama y a su raza entera,
toda mujer que deshonrada llora,
toda la que en dolor se desespera,
de su duelo o su infamia, no os asombre,
la ocasión o el origen es un hombre.
Y apuntada de paso esta opinión mía con respecto a las mujeres, sigo adelante con las que respecto a mí mismo voy aduciendo: y no creo que voy muy descarriado al creerme con derecho a decir algo de mí mismo, después de haber oído y tolerado sin chistar por espacio de cuarenta y tres años, cuanto amigos y enemigos, chismosos y desocupados, y vulgo, en fin, que nunca sabe dónde tocan las campanas que oye, han dicho y escrito de mí; de mí, pobre insensato que nunca supe contestar a nadie, ni acerté con nadie a quedar bien, y a quien Dios acordó lo único bueno que de nada en España sirve: la modestia de reconocerse y la humildad de no aspirar a nada; no creyéndome para nada con aptitud, por haberme pasado la juventud concentrado en mí mismo, aspirando sólo a conseguir un ideal que sólo dentro de mí mismo albergaba mi esperanza, y en la soledad de mi alma únicamente crecía, como una palma estéril sin compañera, condenada a secarse sin fruto en el desierto de mi inútil existencia.
Voy, pues, a alargar con unos capítulos más estos RECUERDOS, y a decir de mí mismo y de mi casa lo que yo sólo sé; porque por mucho que de mí sepan, por observación y por inducción, los curiosos, los críticos, los murmuradores y los entremetidos, sólo los necios podrán disputarme el derecho de saber mejor que yo lo que por muchos años he guardado entre pecho y espalda, y la idea que mi pensamiento en palabras jamás ha formulado.
Pero vayamos ya adelante con mi historia, echando a un lado digresiones y zarandajas.
Era jefe político de Madrid el señor don Antonio Benavides, y secretario Pepe Rojas, pariente mío por parte de mi primera mujer. Hacía ya muchos meses que mi infeliz madre habitaba en casa de una vieja prima de mi padre, viuda, bien acomodada, que había vivido largos años en una ciudad de Francia, que por entonces vivía sola en Madrid, porque se había extrañado de la única hija que de su único matrimonio había tenido, porque aquella hija había contraído uno de esos que se llaman de amor con un hombre tan honrado y laborioso como falto de bienes de fortuna. Aquella tía segunda mía, que había hecho cierto papel en el tiempo de Fernando VII, y la vida del gran mundo en la buena sociedad de su tiempo, no había perdonado jamás a su hija, que vivía en Toledo, en donde yo la conocí, tan honrada como pobre y tan contenta con su mala suerte cuanto serlo la permitía el largo abandono y el tenaz olvido de su madre orgullosa o descorazonada.
Parece que en mi familia los cabezas de ella han mantenido el principio de la autoridad paterna en toda la rigidez absoluta del derecho romano, y no han sabido nunca transigir con el tiempo, ni contemporizar con las circunstancias, ni perdonar la desobediencia, ni otorgar olvido al extravío juvenil, ni tener en cuenta la fuerza de la pasión, ni la ceguedad del error de sus hijos. Mi prima de Toledo tenía una hija preciosa a quien había bautizado con el poético nombre de Esperanza: la chica era a los catorce años una preciosa criatura, cifra expresiva de la esperanza de su pobre madre; pero su abuela no albergó nunca bajo su techo a su tan hermosa como inocente nieta…, e ignoro lo que de ésta y de sus padres ha sido después del fallecimiento de mi tía. Con ella vivía mi madre en provincia, cuando mi pariente Pepe Rojas me envió con un guardia civil una carta, anunciándome que el Excmo. Sr. Benavides, su jefe, deseaba que me avistara con él en su gabinete, de nueve a diez de la noche, para un asunto que me concernía.
Alarmó a la gente de mi casa aquella cita con puntas de orden; pero como nunca me había yo mezclado en la política, acudí sin inquietud al gabinete del jefe político, que era, por otra parte, lo más político y bien educado del mundo, muy deferentes como muy ilustrado con la gente de letras, y especialmente benévolo conmigo.
La cuestión era tan sencilla y prevista en su fondo como inesperada y extraña en su forma; mi padre, después de seis años de emigración, en vista de que casi todos los de su partido, acogiéndose a las amnistías, habían regresado a sus patrios hogares, y de que S. M. la Reina Doña Isabel II reinaba tranquilamente en España, reconocida por todas las potencias de Europa, se convenció de que su constante y leal adhesión a la causa del Pretendiente no le servía más que para morir inútilmente, sin provecho suyo ni ajeno, en tierra extranjera, y se decidió enviar al Gobierno una representación solicitando el permiso de volver a España.
Pero esta representación se dirigía a S. M. la Reina, empezando con estas palabras: «Señora: puesto que V. M. reina ya de hecho, don José Zorrilla Caballero, alcalde de casa y corte, consejero , etc., etc.», lo cual parecía significar que el que aquella representación firmaba no reconocía Reina de derecho a Doña Isabel. El jefe político, por encargo del Consejo de Ministros, me llamaba para que yo dijese si era la firma de mi padre la de aquel documento: y ante mi afirmativa respuesta, no dijo más aquella grave autoridad que estas palabras: «En ese caso…», y encogiéndose de hombros, dobló el papel en que me mostró la firma.
Después de una breve conferencia, en la cual la discreción del Sr. Benavides correspondió con la reserva que a mí me convenía guardar en aquel caso, por respeto a mi padre, me despidió con muy corteses palabras, y yo me apresuré a ir a tranquilizar a mi mujer; en España no las tiene nadie consigo cuando tiene que habérselas con la autoridad.
Yo fuí quien no pude tranquilizarme ni conciliar el sueño en toda la noche. La forma en que venía le representación de mi padre había levantado en mi corazón una tempestad de inquietudes, en mi imaginación un volcán de preocupaciones, y una tupida niebla de dudas en el campo de mi esperanza. Tenía yo entonces fe en muchas cosas en que hoy ya no creo, y quedábame aún un amigo en cuyos consejos esperar podía, en cuyo amparo debía fiar y en cuyos brazos podía esconder mi cabeza para derramar mis lágrimas. Era éste el docto e ilustre prelado don Manuel Joaquín de Tarancón, recientemente preconizado obispo de Córdoba y que moraba entonces en la corte y en la calle da la Unión, por ser senador del Reino. El Sr. Tarancón, condiscípulo de mi padre, a quien éste tenía en muy alta estima y que a mí me profesaba un cariño paternal, había sido mi catedrático y mi confesor.
Había gozado con los éxitos de mis obras, como si verdaderamente mi padre hubiera sido; me había ilustrado con sus consejos, me había corregido con su observaciones y tenía una sincera satisfacción de haber llegado a ver poeta celebrado al estudiantuelo de quien había cuidado en la Universidad, y al chiquitín a quien había visto romper a hablar en los brazos de su madre, en la intimidad y al calor del hogar paterno. Aún tengo en mis pupilas la imagen venerable de aquel sabio, tan hombre de mundo como poco mundano, revestido de su morado hábito episcopal, con su pectoral y su anillo de esmeraldas, que me contemplaba con los ojos arrasados en lágrimas, pasando por mis abundosos cabellos sus aristocráticas manos y derramando con sus santas palabras la luz de la esperanza sobre las tenebrosas dudas de mi alma. ¡Dios tenga la suya en la mansión eterna de las de los justos!
Entre mis recuerdos del tiempo viejo, su memoria es el más precioso, y su figura es la más augusta e imponente que esculpida en la mía conservan mi gratitud y mi veneración.
Por el supe pocos días más tarde que el Gobierno había enviado a mi padre autorización para volver al suelo patrio, reconociéndole antes sus títulos y jerarquía, considerando sus años de emigración como pasados al servicio de la Reina y señalándole veinte mil y pico de reales de jubilación que le correspondían por su categoría en la alta magistratura. Debía todo esto mi padre, no sólo a la influencia de mi reputación literaria, sino a la eficaz protección con que le ayudaba un conocido personaje, que aún vive y conserva su influencia en los negocios políticos de nuestro país; pero a quien yo nunca he tratado, de quien no sé si se ha ocupado jamás de mí, ni si ha leído una letra mía, ni si personalmente me conoce. Un día me dijo Tarancón: «Prepara en tu casa un aposento para tu padre, que vendrá la semana próxima.»
Mi mujer se ocupó con miedo y alegría del mueblaje y decoración del alojamiento de aquel tan esperado y temido huésped, y anduve yo ocho días casi insomne y ayuno por su venida; y anduvo mi mujer inquieta y avizorada, como si la llegada de mi padre debiera ser la aparición de la sombra de Bancuo en el drama de Shakespeare.
Diez días después recibí un billete en que me decía el obispo Tarancón: «Mañana llega tu padre, pero no vayas tú a esperarle ni a recibirle; debe de ver y hablar a otra persona antes que a ti; yo le tendré un día en mi casa y te le llevaré a la tuya.» Y todo se hizo como Tarancón lo dispuso; y él llevó a mi padre a su casa, y estuvo y habló en ella con él a solas veinticuatro horas; al cabo de las cuales entró con el venerable prelado el ex superintendente general de policía del Rey Don Fernando VII, en casa de su hijo, el autor de Don Juan Tenorio.
Mi padre era el último eslabón entero de la rota cadena de la época realista, la cifra viviente, el recuerdo personificado del formulista absolutismo, el buen estudiante ergotista de las Universidades de sotana y manteo, el doctor en ambos Derechos por el claustro dela de Valladolid; convencido desde su niñez de que sólo el estudio de Derecho, la teología y los cánones podía producir hombres, y de que sólo la toga y la golilla podían darles representación, dignidad y posición social. Yo era el primero y débil eslabón de la nueva época literaria, el atropellador desaforado de la tradición y de las reglas clásicas, el fuego fatuo, leve e inquieto, personificación de la escuela del romanticismo revolucionario: mi padre, cansado pero no rendido, iba a perderse en la sombra de lo pasado, y yo, sin medir la inmensidad desconocida en que iba a arrojarme, fiaba en mis nacientes alas para cruzar el espacio luminoso del porvenir. El padre y el hijo, el último y el primer eslabón de los dos pedazos de la rota cadena, se enlazaron en un abrazo, se fundieron al fuego del natural cariño, y brillaron por un momento unidos y soldados, esmerilados y limpios por las lágrimas ardientes que vertían por sus ojos sus corazones prensados y exprimidos por un placer inexplicable.
Yo no he tenido hermanos: mi padre me separó de sí a los nueve años para meterme en un colegio, y habíamos vivido juntos muy poco tiempo: él no había modificado su cariño ni sus derechos paternales en la gradación del trato de su hijo niño, adolescente, mancebo y al fin hombre; me encontraba niño cuando de nueve años me separó de sí; y viejo robusto y de elevada estatura, me levantó en sus brazos como si todavía no hubiera pasado de aquellos nueve años a que su cariño y sus recuerdos paternales se remontaban. Al volver a dejarme en el suelo, dijo mi padre contemplándome, no sé aún con qué sentimiento: «—¡Qué chiquitín te has quedado!» El obispo Tarancón, que enjugaba sus lágrimas sin rebozo, le dijo: «—Chiquitín es; pero se ha colocado a tal luz que ya te cobija con su sombra.» No sé lo que pensó mi padre, que no respondió a la halagüeña alusión del prelado. Mi mujer le mostró y condujo a su habitación: el buen obispo de Córdoba nos dejó en ella muy satisfecho, y quedólo no poco mi padre de hallar en mi casa la paz doméstica y el tranquilo bienestar de la medianía a quien nada falta ni nada sobra. Halló en su cuarto muchas coronas, cuyas fechas y dedicatorias leyó con mucha atención, y sin atreverse en largo espacio a volverse a mí, para no dejarme ver la emoción que le causaban aquellos emblemas poéticos de la efímera gloria de su hijo. Así comenzó la breve temporada de la vida de familia que con nosotros hizo. Comimos, salió él en carruaje a sus visitas, y volvió a las diez y media de la noche. A las once anunció la necesidad de recogerse: le ayudé a desnudarse, le acosté… y no me da vergüenza consignarlo: cuando le tuve acostado, me senté en su cama, le di mil besos, le hice mil cariños, le dije mil niñerías; le traté como había tratado a mi pobre madre, acariciándole y mimándole como cuando yo tenía seis años. Rióse él y enternecióse, y díjome, en fin, despidiéndome: «—Eres un chiquillo y no tienes formalidad.» Le arreglé la ropa, le coloqué la pantalla en la lamparilla, y dándole las buenas noches con el último beso… le dejé solo con sus pensamientos.
No habíamos hablado de nada: nada nos habíamos dicho: ni una palabra del pasado, ni una alusión al porvenir, ni una observación sobre lo presente. ¿Qué pensaba de mí mi padre? Que me había quedado chiquito y que no tenía formalidad: esto era lo único que su lengua había dicho, pero su corazón había también hablado por la emoción y sus lágrimas delatoras de sus sentimientos de padre: su corazón había respondido al llamamiento del mío, y el hijo estaba ya seguro de que tenía padre. Pero ¿quien iba a dominar mañana en su ánimo, el corazón o la cabeza? ¿Quién se iba a revelar definitivamente, el padre o el magistrado? Yo dormí mal y esta cuestión me tuvo insomne e inquieto toda la noche.
A la mañana siguiente, después del desayuno, entabló a solas conmigo el diálogo, sobre palabra más o menos, de esta manera:
—Necesito algo de algún ministro; ¿cómo estás tú con este Gobierno?
—Yo estoy bien con todos.
—Tengo una pretensión en el negociado de Instrucción Pública.
—El director es don Antonio Gil y Zárate, y el ministro Nicomedes Pastor Díaz.
—Según el prólogo que puso a tu primer libro, si no le has hecho alguna botaratada, debe de ser muy tu amigo.
—Es como si fuera mi hermano mayor: tan indulgente y tan cariñoso, que si hubiera cometido la torpeza o tenido la desgracia de jugarle alguna mala pasada, no se hubiera dado por entendido de ella o me la hubiera perdonado. Donoso Cortés, don Joaquín Francisco Pacheco y Pastor Díaz, me han servido de padres en ausencia de usted.
—Buenos amigos tienes, si sabes conservarlos. ¿Cuándo podré ver a Pastor Díaz?
—Hoy mismo, a la una, en el Ministerio. No será la primera vez que hable usted con él.
—¿Te ha dicho?…
—Todo: que le debe a usted tal vez la vida.
—Es posible: su situación era dificilísima. Venía yo de comisario regio con la expedición carlista que entró en Segovia. Creíamos encontrarte allí con él.
—Yo esparcí la voz de que me encerraba en el alcázar, pero me volví a Madrid.
—Te hubiéramos visto con gusto.
—Yo no le hubiera tenido en ir a Oñate a hacer versos a Carlos V y a San Luis Gonzaga. No hubieran tenido el éxito de los que he escrito en Madrid.
—Es verdad: Nicomedes se vió obligado a esconderse en un horno; yo lo supe y me alojé en la casa en que estaba. En un momento en que soldados revoltosos podían haber dado con él y cometer cualquier tropelía, me senté yo a la boca del horno y entablé con él conversación a través de la tapa que le cerraba y que él sostenía por dentro. Le dije quién era y le pregunté por ti. Cuando tocaron botasilla, no abandoné aquella casa hasta que las tropas comenzaron a salir de la población, y le dije el camino que íbamos a tomar para que echara por el opuesto.
—Así me lo ha contado él.
—Me holgaré de conocerle, porque no pudimos vernos entonces.
—Pues hoy se verán ustedes.
Salí yo a la imprenta de Boix, donde tenía en prensa una leyenda; salió mi padre a hacer ciertas compras, y a la una nos presentamos en el edificio de la calle de Torija, donde estaban por entonces las oficinas del Ministerio de Fomento.
A mi presentación abrió el portero la mampara del despacho de Nicomedes, y anunciándome, me abrió paso. Hallábase allí accidentalmente Patricio de la Escosura, que acababa de ser nombrado jefe político de Madrid; soltó al verme el bastón y el sombrero que en la mano tenía, y pasándome el brazo por la cintura, me hizo dar una vuelta de él suspendido: no tuve yo más que el tiempo necesario para decirle al oído: «mi padre», ni él necesitó más para volverme a dejar en pie, y dirigiéndose a aquel que tras mí había entrado, le dijo, tendiéndole la mano: «A nuevos tiempos nuevas costumbres, señor Zorrilla: hoy son así recibidos los poetas y donde quiera que vaya usted con su hijo verá lo mismo.»
—Ya veo— respondió mi padre — que mi hijo es el más afortunado tarambana de Madrid.
Presentéles yo unos a otros, mi padre a Nicomedes y Escosura a mi padre: recordó éste al de aquel don Jerónimo de la Escosura, director de la fábrica de tabacos en su tiempo; y unos con otros corteses, y unos con otros cumplidos, despidióse Patricio y quedamos mi padre y yo a solas con Pastor Díaz.
Hablaron en secreto mi padre y él: pidió éste a poco su carruaje y partió con mi padre, previniéndome que si me cansaba de esperar me fuera a mis quehaceres, que él se encargaba de mi padre; y yo, después de aguardar largo tiempo su vuelta en el despacho de Gil y Zárate, volví a mi casa, donde el carruaje de Pastor Díaz había conducido a mi padre.
—¿Qué tal?— le dije —¿Ha quedado usted contento de Nicomedes?
—Jamás fué pretendiente mejor servido que yo. Dentro de cuatro días puedo irme a cuidar de la hacienda de Torquemada, con todos mis negocios despachados en Madrid.
—¿Tan pronto piensa usted dejarnos?
—No es Madrid ya para mí. Sus casas son muy estrechas: tenemos casi un palacio allá: hay además que recepar y acodar las viñas, que abonar las tierras y reponer las huertas, de todo lo cual no te has ocupado tú.
—Yo, al abandonar a usted, renuncié a todos mis derechos. ¿por qué no me envió usted orden y poderes legales?
—Olózaga te los ofreció, y levantar el secuestro.
—Pero yo se lo hice a usted avisar: ¿por qué no determinó usted?
—Eres hijo único y heredero forzoso: todo el mundo te hubiera dado la razón.
—Y no he contado con nadie en el mundo más que con usted: todo lo que he hecho, por usted ha sido, y no he pensado más que en usted. Si yo me he hecho aplaudir y me he hecho querer, no ha sido más que para esperar y preparar su vuelta de usted; no he tenido más ambición que la de volver a los brazos y al cariño de mi padre, y morir con él en la tranquilidad del hogar paterno.
—Has sido un tonto. Con la fama que has adquirido, con los amigos que tienes, hoy debías de ser cuando menos subsecretario de Pastor Díaz.
—Usted era carlista y optó por la emigración: no creí decoro del hijo no ser nada en el Gobierno que no había aceptado el padre; he rechazado todo cuanto se me ha ofrecido: todos los literatos están empleados, menos yo: hoy puede usted haber visto que no es por falta de favor.
—Por eso te he dicho que eras un tonto.
—Pero si yo he hecho milagros por usted… Me he hecho aplaudir por la milicia nacional en dramas absolutistas como los del rey Don Pedro y Don Sancho: he hecho leer y comprar mis poesías religiosas a la generación que degolló los frailes, vendió sus conventos y quitó las campanas de las iglesias: he dado un impulso casi reaccionario a la poesía de mi tiempo; no he cantado más que la tradición y el pasado: no he escrito una sola letra al progreso ni a los adelantos de la revolución, no hay en mis libros ni una sola aspiración al porvenir. Yo me he hecho así famoso, yo, hijo de la revolución, arrastrado por mi carácter hacia el progreso, porque no he tenido más ambición, más objeto, más gloria que parecer hijo de mi padre y probar el respeto en que le tengo…
—¡Bah, bah! Quijotadas.
—¡Ay, padre! Cuando perdamos los españoles lo que tenemos de Quijotes, ¿en qué vendremos a parar?
—Lope de Vega y Calderón eran teólogos antes de poetas: Meléndez Valdés fué, como yo, oidor de la Chancillería: todavía es tiempo, eres muy joven: métete un año a estudiar, y con cuatro o cinco mil reales y los amigos que tienes, puedes doctorarte en Toledo; y siendo jurisconsulto puedes serlo todo. Yo me voy para Torquemada: allí debe de ir tu madre, y no quiero que se encuentre sola sin mí entre aquellos pardillos, maestros de gramática parda.
Una nube negra que pasó por mi cerebro, entristeció mi alma, envolviendo en lágrimas mi pasado y en tinieblas mi porvenir.
Aquella noche me fuí a casa de Tarancón y le dije: «He perdido todo lo hecho: mi padre, el único por quien todo lo hice, es el único que en nada lo estima.»
Tarancón lo comprendió todo: me abrazó, y sobre su morada túnica episcopal dejé correr las lágrimas más amargas que han abrasado mis párpados. Tarancón no era hombre de intentar consolar con palabras banales una pesadumbre que no podía tener momentáneo consuelo.
—Yo me arreglaré con tu padre— me dijo después de largo silencio —Tú emprende alguna obra de importancia que necesite estudios, atención y tiempo. Teníamos convenido en escribir juntos un libro de la Virgen; esto halagaría mucho a tu padre y enloquecería a tu madre de alegría; pero yo no tengo ya tiempo para meterme en tal trabajo. Me has hablado de Granada. Emprende tu poema morisco y empieza por ir a localizarte en la ciudad de Boabdil. Si no tienes dinero, cuenta con mi bolsillo; no está muy lleno, pero entrarás a la par con los pobres de mi diócesis. Deja a tu padre irse a Torquemada, y… ¡a Granada Tú! Fía en Dios y cuenta conmigo.
Y mi padre se fué a Castilla, y yo empecé a pensar en Granada. Pero, ¿qué importa todo esto a los lectores de El Imparcial? Todas estas memorias íntimas figurarían tal vez muy bien en las mías póstumas: vivo yo aún, pueden ser tachadas de pretenciosa e insoportable vanidad: pero ya he tirado del primer hilo y voy a deshacer todo el ovillo.