Recuerdos del tiempo viejo: 73
XXVIII
editarNi la cordial hospitalidad de Calvo en su salubre y pintoresco cafetal, ne la honra y la distracción que en él me procuró la presencia del marqués de la Habana, ni la cariñosa amistad del malogrado y caballeroso Isidro Lira, ni la protección generosa de los Bustamante, Romero y Compañía, ni las esperanzas que ventajosas propuestas de amigos debieron infundirme para el porvenir, lograron disuadirme de mi determinación de abandonar la isla de Cuba sin visitar sus poblaciones, en las cuales mis lecturas y mis trabajos debían procurarme honra y lucro legalmente adquiridos. Una carta recibida de Francia el día de la partida del marqués y de Calvo de la finca de éste, concluyó de aislarme dela sociedad, dejándome sobre la tierra solo y sin afección alguna de corazón, amarrado a un lazo que Dios sólo podía romper y cargado con las deudas de mi casa. Nada me ligaba ya por amor a la raza humana, nada me interesaba ya por cariño en el universo, nada me retenía apegado a la vida, y la más completa indiferencia por ella y por mi reputación enfrió mi espíritu, entorpeció mi inteligencia y comenzó a nulificar mi personalidad.
Quise, y lo intenté mil veces, continuar y concluir el libro que había empezado a publicar; pero mi cerebro estaba vacío de ideas y roto el molde en el cual hasta entonces había forjado tantos versos con mis palabras. Gastado, empequeñecido, reducido a mí mismo en estrechísimo círculo social, concluí pro cobrar aversión a mis versos y a mi pasado; y deseoso de librarme de los que por mí bien se interesaban, sin cuidarme de mi deber ni de mi fama, volví con Aynslie a la capital, le mandé que preparara los equipajes, me despedí delos marqueses de la Habana y anuncié a los Bustamante y Romero el 13 de marzo del 59, que en su viaje del 16 partiría con su vapor Méjico para aquella República.
Aquellos buenos amigos respetaron mi tristeza y no se empeñaron en aconsejarme ni en disuadirme, sino en extender su protección sobre mí hasta el otro lado del golfo, adonde me llevaban razones que no se metieron a juzgar; y poniendo a mi disposición su buque, me nombraron su agente en Méjico, me autorizaron a plantear allí la empresa que Cagigas había concebido, me abrieron crédito para cimentarla, y subviniendo a todos mis gastos y colmándome de atenciones y deferencias, se ofrecieron a acompañarme y a instalarme en su buque el día de la partida.
Calvo, con aquella inalterable serenidad que formaba la base de su carácter, con aquella sobriedad de palabras con que trataba los negocios, y viendo sin duda, con su sentido práctico, que yo era un loco inútil para los que en el mundo producen algo, me dió a mí un cordial abrazo y un paquete de onzas para nuestro viaje a Agustín Aynslie. Hosco, huraño, sombrío y absorto en mis negros pensamientos, me preparé a salir de Cuba sin despedirme de nadie, como había venido a nadie sin anunciarme; pero había un personaje de quien no podía partir sin despedirme y pagarle su cuenta: Porzio.
He dicho que Porzio tenía una sastrería; pero a mí se me metió en el magín que Porzio era sastre, como el rey Don Sebastián de mi Traidor, inconfeso y mártir, era pastelero en Madrigal, para no parecer lo que era, o para esperar volver a ser lo que de ser había dejado al aparecer al frente de su establecimiento. Porzio era el tipo de la elegancia y el alma del buen tono en la Habana: su porte y sus costumbres eran fastuosas; su cuerpo delgado, nervioso y flexible, sus manos de piel cuidadísima, de luengos y afilados dedos y de uñas largas y acanaladas, su aplomo cortés y sus desembarazados modales y movimientos, acusaban al hombre bien nacido y bien educado, a quien algún día podría muy bien venir a sacar de su establecimiento una carroza de cuatro caballos para llevarle a un palacio de su propiedad, en medio del asombro de sus dependientes y de la envidia de los que por superiores suyos se habían hasta allí juzgado. Conocía yo muchos italianos, a quienes la situación política de su país había arrojado de los hoteles y en los teatros extranjeros desde su solariegos y blasonados castillos. Recuerdo a un Spontoni o Spontini, quien después de haber cantado en los teatros de los Estados Unidos y en el de Méjico, rompió un día su escritura, hizo cinco o seis meses una vida oscura y misteriosa, entregado a un trabajo intelectual, y al llegar un nuevo embajador de Italia se presentó con él en la recepción del Presidente con un soberbio uniforme cargado de condecoraciones; y una idea de esta especie era la que yo de Porzio me había forjado, sin más razón a caso que por mi costumbre de poetizar y elevar a fantástico cuanto natural y sencillo por ante mis ojos pasaba. Porzio me dió y cobró su cuenta; preguntóme cuándo partía, anuncióme sencillamente que me enviaría un recuerdo, que esperaba que yo aceptaría. Ofrecíselo, agradeciómelo, despedímonos y no se quitó del balcón hasta que, al volver yo la esquina dela calle, me envió desde él el último besamanos.
El 16, a las cinco de la tarde, me despedí de Portilla y de su familia en el muelle, los cuales debían embarcarse el 20 para Nueva york, y Bustamante y Romero me acompañaron a bordo, me instalaron con Aynslie en un camarote de preferencia, dieron orden al capitán de llevar el buque a las mías para desembarcar en Veracruz, en Tampico o donde más me conviniera, y me presentó a cuatro generales mejicanos que volvían a su patria fiados en volver a entrar en su capital con el presidente Miramón, que bajaba a sitiar a Juárez en Veracruz, de cuya rendición no tenían duda.
Hervía la caldera, rugía el vapor en las entrañas del buque, y los marineros recogían el ancla, enrollando sus cadenas en el torniquete. Bustamante y Romero me abrazaron con la cordial efusión de dos hermanos y se volvieron al bote; cuando atracaba éste al muelle, el Méjico doblaba el Morro, dejando tras sí un penacho de humo en el viento y un largo rastro de espuma en el mar; y en el de las Antillas nos engolfamos, cercados y deslumbrados por la roja luz de incendio de un sol poniente, que parecía una aurora boreal.