Recuerdos del tiempo viejo: 78

Apéndices de Recuerdos del Tiempo Viejo
de José Zorrilla


IV editar

Un caso curioso sobre mis propiedades literarias. Había yo dejado en la hacienda chica de aquél un caballo negro de mi propiedad, al cual el excesivo cuidado y la falta de ejercicio habían puesto tan gordo y pesado, que tardé tres horas en hacerle andar las quince mil varas que había entre la quinta y la ciudad, y que antes de mi partida a la Habana trotaba sin fatigarse ne cincuenta minutos. Llegué por fin a mi hospedaje de la ciudad, y no había acabado de establar mi pobre caballo, y aún no había tenido tiempo de desembarazarme de las espuelas, cuando se me presentó un dependiente de una librería con una cuenta de trescientos y pico de pesos.

Era del librero que me había impreso hacía cuatro años el único libro que había allí dado a luz: un homenaje a Méjico, una especie de álbum en que consigné mis primeras impresiones. Creo haber dicho ya que la impresión de aquel libro, que se publicó por entregas, me la pagaron el conde de la Cortina, Manuel Madrid y el doctor Sanchíz, y de cuyas dos últimas no estaba satisfecho el importe, porque ni se habían pedido cuentas al editor librero de la venta de los tres mil ejemplares tirados, ni yo había pensado jamás pedírselas. Disgustóme, pues, que tal cuenta me presentaran, y tan apenas vuelto de mi viaje. Devolví su cuenta al dependiente, y díjele que mientras no exigiese yo cuentas de mis libros vendidos, no corría tanta prisa: que en cuanto me instalara y presentara los créditos que traía, arreglaría cuentas con la casa, y creí el asunto concluído.

¡Cuál fué mi asombro al recibir dos días después una cita judicial para celebrar juicio de conciliación sobre pago de aquella suma, aumentada con una mitad más! Registré mis cuentas de Méjico, que había tenido la precaución de no llevarme a Cuba; entreguéselas a Agustín Aynslie, que tenía poder legal para representarme, y Aynslie formalizó mis cuentas con el librero, con sus recibos a la vista. Aynslie estaba muy ducho en tales negocios, gerente como había sido de la fundición de su padre; y en cuanto a las cuentas de libros, no ofrecen dificultad grande ni acarrean tampoco largas discusiones. O tantos ejemplares vendidos, o tantos ejemplares existentes. Allí había un cuadro de suscripción con 700 nombres inscritos de la ciudad, a 20 pesetas (que allí son cinco duros) por ejemplar, 2500 duros; descontados los 500 pedidos por el librero en su presentada cuenta, Agustín demandaba 2000 duros de los libros vendidos por suscripción, la cuenta de los enviados a los departamentos y la exhibición de la existencia en el almacén.

Agustín vino a contarme la escena del juicio, la mala cara que a su demanda habían puesto el librero y el juez, que era su amigo; la sentencia que éste había tenido que dar contra él, y la transacción que con éste había hecho Aynslie, sabiendo que yo no quería litigios. Di yo el asunto por zanjado, y me volví tranquilo a la hacienda en mi rechoncho caballo negro.

Cuatro días después, un domingo de junio, se presentó repentinamente en mi cuarto el doctor Sanchíz, quien sólo expresamente llamado venía a la casa en que me hospedaba. Traía el ceño encapotado, y parecía poco a gusto con lo que quería y le costaba trabajo decirme. Excitéle yo a romper su silencio, y me dijo por fin:

—No te creí capaz de la villanía que has cometido, y no he podido menos de venirte a decir que no cuentes más con mi amistad. ¡Tal infamia por miserable puñado de pesetas!

—Pero, ¿qué mil diablos estás diciendo? —exclamé trémulo de sorpresa —. ¿De qué villanía y de qué infamia se trata?

—De que fulano se muere (y me nombró al librero).

—¿Y qué tiene eso que ver con mi infamia y mi villanía?

—Que muere de un ataque bilioso por la afrenta y la estafa que tú le has hecho.

—¡Yo! ¿Quién lo dice?

—Él a mí y a su confesor.

—¡Cristo bendito! Puede engañar a los hombres, pero se engaña él si piensa engañar a Dios.

Y conté a Sanchíz lo acaecido, y le remití a los documentos de que Aynslie era depositario.

Y es que en nuestro país el ingenio no se cuenta: hay libreros y hay empresarios que creen que el libro, ya impreso, no pertenece más que a ellos; el trabajo del poeta es la túnica de Cristo: el papel, la tinta, la encuadernación, es lo que constituye la mercancía; la letra no: ¿qué hay allí del poeta?, la idea: una cosa abstracta, impalpable, ingrávida, sin tasación mercantil.

Y hay quien cree esto de buena fe, y vive muchos años del producto del ingenio sin remordimiento alguno de conciencia; el editor, el actor y el empresario creen que dan valor al pensamiento del poeta dándole publicidad… y así hace cuarenta años que vivo yo sobre la tierra ¡poco menos que estafando a mis editores!, porque el aplauso, la gloria, la fama, ¿no constituyen una recompensa? Esa es la del escritor, la del poeta, su nombre es lo que pasa a la posteridad, y… suum cuique.



Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

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