Recuerdos del tiempo viejo: 30
XXX
editarDespués de haber pasado revista a mis extravagantes lucubraciones literarias, me he puesto muchas veces a considerar cuáles han sido los gérmenes inspiradores de mi descabellada poesía.
¿Por qué, siendo yo un hombre de sencillas costumbres, con los instintos caseros del gato, apegado a mis libros y a mis muebles, no encontrándome jamás a gusto sino en mi casa, ni escribiendo con comodidad sino en mi mesa, por qué, me he preguntado, he mudado tantas veces de casa y de clima, y amigo de la quietud, he pasado mi vida en perpetuo movimiento?
Muerto mi padre, ya no tenía objeto ni razón de continuar dado exclusivamente a la poesía, que no había sabido devolverme su paterno amor, y que por ello comenzó a inspirarme repulsión y hastío. Me pareció que mi padre se había llevado consigo a la sepultura mi inspiración, mi fe, mis creencias, mi amor a la patria y mi gratitud a ésta, que me había colmado de aplausos; y que si no me había colmado de honores, y tal vez de riquezas, había sido porque yo volví siempre la espalda y cerré mi puerta a la fortuna.
Podía yo haber empezado mi carrera por ir de secretario de nuestra Legación a París, que era lo que de mí quería Luis Brabo hacer; ¿y quién sabe a lo que, como tantos otros, hubiera yo logrado llegar, tomando aquella secretaría por primera posta del viaje de mi porvenir? Es verdad que hubiera probablemente, como tantos otros, sido inútil, oneroso, y tal vez perjudicial a mi patria; pero poseería hoy casa propia en Madrid, en lugar de la solariega que vendí en Torquemada, y en ella tendría aquella calma, aquel bienestar y aquella casera e independiente vida, sin la cual he pasado toda la mía, y con la cual he soñado como puede soñar con novios una monja sin vocación. Porque indudablemente, mi fortuna hubiera hecho pasar por buenos servicios mis desatinos diplomáticos, como ha hecho pasar por creaciones mis disparates literarios, lo cual se ha visto más de una vez; y por ahí conocen mis lectores muchas medianías y no pocas nulidades, que son estimadas como sustanciosos y perfumados melones de Valencia, sin ser más que calabazas insaboras de Quintanilleja.
En verdad también que en tal caso no tendría el cariño y el aplauso popular que ahora me capto por donde voy, ni sería el poeta del hogar del pobre, ni el asombro de las niñeras y el espanto de los chicos en los cuatro primeros días de noviembre; y no tendría, en fin, por único título el de poeta popular, con el cual algunas veces arranco lágrimas de compasión a los que bien me quieren, y me las arranca a mí de emoción y de gratitud este mi pueblo español, que se ha encargado por sí mismo de compensar todas mis amarguras y de colmar con su cariño todo el vacío que dejó en mi corazón, toda la soledad en que dejó mi alma, el desvío de mi padre y la oscura, triste y misteriosa historia de la vida de mi madre, escondida siete años en las montañas, y de la prolongada agonía que tuvo fin en su santa muerte… a la cual no me hizo asistir por mis pecados la justicia de Dios.
Pero no era de esto de lo que yo quería hablar ahora: mi intención era decir algo de lo que tengo yo para mí que influyó desde muy niño en mi locura, y por consiguiente en mi poesía. ¿Por qué, siendo yo un hombre pacífico y enemigo de quimeras, no me he dedicado a escribir más que de pendencias y cuchilladas? ¿Y por qué, siendo desde chico muy cobarde, no hay en mis escritos más que muertos y desastres, fantasmas y aparecidos, conjuros y evocaciones, que más parecen mis libros tratados de cabalística y demonología que trabajos de hombre social y de buen cristiano?
El diablo y los muertos son los personajes con quienes más habitualmente trata mi musa, que más que una de las nueve compañeras de Apolo, tiene traza de una de las tres Furias compañeras de Plutón. En mi drama del Alcalde Ronquillo, hace el diablo un papel tan simpático como galán, y en todos mis cuentos y dramas está Lucifer presentado bajo tan halagüeña y poética faz y tratado por el poeta con tanto mimo, como si se tratase de Luzbel el Lucífero antes de su rebelión, y no del ángel caído enemigo y maldito de Dios.
Los lectores formales de El Imparcial, las personas de juicio y no contaminadas con la pasión loca y criminal de la poesía llamada romántica, la gente, en fin, sesuda, creyente y de sentido recto, no debe de continuar leyendo los absurdos que voy a continuar yo escribiendo en los siguientes renglones.
Voy a evocar unos cuantos recuerdos de mi más tierna niñez y de mi más loca juventud, que no han podido borrar de mi memoria los más espontáneos aplausos que más o menos merecidos han arrullado mis oídos y halagado mi vanidad, ni las más recónditas pesadumbres que me han puesto alguna vez al borde de la desesperación y a dos pasos del suicidio; del cual no siendo yo partidario, me fuí a esperar de Dios en América una muerte natural, pero que creí encontrar más próxima en aquellas extrañas regiones.
Tendría yo de cinco a siete años y no podía tener más porque viví con mis padres los siete primeros de mi vida en la calle de la Ceniza (hoy de Elvira) de Valladolid, y en aquella casa, donde nací, es en donde me aconteció el primer absurdo, precursor y engendrador tal vez de mi posterior afición a lo absurdo, fantástico e imposible.
Llevábame mi buena madre todos los días a la misa que tenía ella costumbre de ir a oír en la parroquia de San Martín, en donde fuí bautizado. Mientras ella devotamente asistía a la celebración del Santo Sacrificio, yo me entretenía en mirar las imágenes, las flores y las luces de los altares. En el mayor hay un San Martín de talla, jinete en un caballo blanco, partiendo con su espada la capa, cuya mitad dió a Cristo. De esta piadosa tradición tenía yo la leyenda en la cabeza desde que pude acordar lógicamente dos ideas en mi cerebro; y como los sentidos y la costumbre de ver todos los días aquel santo jinete tan gallardo sobre su blanco corcel, y aquella capa que nunca acaba él de partir, ni el caballo de mirar escorzándose, ni el pobre de llevarse para abrigar su cuerpo desnudo, me ayudaban a conservar en la memoria la piadosa leyenda, y a amplificarla y pormenorizarla en mi imaginación, concluí por tener siempre delante de los ojos aquella tallada imaginería del altar mayor, separando y uniendo a mi antojo las tres figuras: la del pobre, para abrigarle con aquella capa que nunca concluía de tomar; la de San Martín, para ponerme su casco empenachado, y tomar su inmóvil espada y su caballo blanco, para colocarme yo en su silla; cuyo antojo satisfizo mi padre comprándome un caballo blanco de cartón y una espada de hoja de lata. Los caballos y las espadas fueron, pues, los dos primeros juguetes con que mi niñez se entretuvo, y fueron puestos en mis manos como si fueran el caballo y la espada de San Martín; recuerdos palpables de sus santa tradición, incrustados en mi memoria desde que pudo mi mente concebir ideas.
En la nave de la iglesia de la parte del Evangelio había un altar de San Miguel, con su espada levantada sobre un gran diablo que a los pies tenía; San Miguel muy bien encorazado, bizarramente tocado con un casco de airosas plumas, y el diablo con una cara muy morena, en la cual resaltaban dos ojos de mucho blanco, y unos blanquísimos dientes que parecía que iban a salirse de su sangrienta y entreabierta boca.
Todo aquello veía yo todos los días, y con ello soñaba no pocas noches: trastornándolo y confundiéndolo todo, como sucede cuando se sueña, y dándole a San Martín la posición supina del diablo, o a éste la inefable sonrisa del bienaventurado arcángel, o a éste los cuernos dorados del que a sus pies vencido se retorcía.
Y me he detenido en tales pormenores, porque sólo teniéndolos presentes puedo, no explicar, sino concebir lo que no me atrevo aún a asegurar que vi, y que si no lo vi no comprendo ni he podido comprender nunca cómo lo concebí para retenerlo claro, distinto y como positivamente visto, en un rincón iluminado de la memoria del niño, entre la oscuridad espesada de los años en el cerebro del poeta viejo.
Era una mañana de invierno, nebulosa y húmeda, pero no tan fría como suelen ser las de época tal en la antigua corte de Castilla. Mi ama Bibiana y mi rolla Dorotea, a quienes mis padres conservaban a su servicio, tenían abiertos los balcones de la sala y gabinete que sobre la desierta calle se abrían: en ella no hay más que mi casa: el resto, hasta San Pablo, está formado con tapias de huertos sin rejas ni claraboyas.
Mientras las criadas hacían las faenas de la casa, fuí yo a sentarme en el rodapié de un balcón, y asido a dos hierros de la baranda, y a horcajadas sobre el que entre los dos asidos por mí formaba la vertical paralela, cantaba yo y columpiaba mis dos piernas, colganderos mis pies sobre la calle.
De repente sentí el trote de un caballo que venía por el lado de San Martín; al volver yo la cabeza hacia aquella parte, entraba ya por la calle de la Ceniza un jinete tan gallardo como colosal, que con la cabeza llegaba al rodapié de los balcones de mi casa. Su caballo blanco y de ondulosa crin avanzaba cabeceando, y bufando, y arrojando por sus narices dos nubes de caliente vapor, que en la fría atmósfera se desvanecían, y el jinete, sonriéndome desde que apareció a mis ojos. Contemplábale yo, no solamente sin asombro ni miedo, sino con infantil complacencia. Al pasar por delante de mí me saludó con la mano, enviándome desde su blanco caballo una mirada luminosa de sus ojos de mucho blanco, una sonrisa fascinadora de su boca, entre cuyos labios extremadamente rojos mostraba una blanquísima dentadura, y un saludo continuado de su morena mano zurda, porque con la derecha conducía su blanquísimo caballo.
Cuando desapareció por la esquina de San Pablo, corrí yo muy contento a decir a mi madre que acababa de ver pasar al diablo de San Miguel en el caballo de San Martín.
¿Le vi yo, o no le vi real y positivamente? Si le vi, ¿cómo pudo efectuarse tan absurda escapada de la imaginería de los altares? Si no le vi, ¿cómo pudo ser tan de bulto aquella visión para conservarla yo como recuerdo de cosa positivamente vista? ¿Es que los niños están más cerca, por no estar aún de él sus almas bien desprendidas, del mundo de los espíritus de donde vienen… o es que esta alucinación era la primera que en mí engendraba el espíritu visionario de mi fantástica poesía? Yo puedo jurar hoy que lo vi; pero es imposible que viera tal imposible. ¿Quién me explica, pues, este fenómeno?
El doctor Simarro y el doctor Letamendi me harán tal vez sobre ello una eruditísima disertación; pero yo no me explicaré nunca si esta visión, real o fantástica, es el origen de la poesía con que la mía ha caracterizado al diablo de mis dramas y mis leyendas.
Pero hay otro recuerdo de aquella mi temprana edad que tiene más difícil explicación, y es éste.