Recuerdos del tiempo viejo: 22

Recuerdos del tiempo viejo de José Zorrilla


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Burdeos es una gran ciudad, magnífica, sólida, monumental, con grandes puentes, bien arbolados paseos, soberbios templos, amplios mercados y suntuosos teatros; asiento del primer arzobispado de Francia, es, como si dijéramos, el Toledo de allende los Pirineos; cuajado de Seminarios y de colegios, semillero de toda clase de plantas clericales más o menos parásitas, más o menos productivas. Por el tiempo de que voy hablando, hacían un principal papel en fiestas y procesiones los hermanos de la doctrina y los ignorantins, en uno de cuyos establecimientos hacía dos o tres años que se había ventilado el ruidoso proceso del Frère Liotard, con el cual ya no me acuerdo lo que pasó.

Como yo no era hombre de política ni de administración, ni de ciencia, no me ocupé de más en Burdeos que de sus templos, como cristiano, y de sus teatros, como poeta. Encontraba poquísima gente por las calles, no mucha por los paseos y casi ninguna en el teatro, al cual sostenían solamente los transeúntes, los forasteros, y, sobre todo, los españoles, puesto que había muchos allí emigrados o allí establecidos, y todos los que de España iban a veranear a París se detenían por costumbre en la capital de la Gironda. Hallábame yo en Burdeos a todo mi gusto: era la primera vez que podía yo separar mi personalidad de mi malhadada reputación y andar libre como cualquier ciudadano pacífico, metiéndome por todas partes a fisgarlo todo, sin llamar la atención ni ser responsable de nada.

Así vi yo a Burdeos, así recogí varios asuntos de leyendas que no sé si llegaré a escribir, y así averigüé la razón de las perpetuas quiebras del teatro por falta de público.

Los bordeleses han tenido siempre (y con justicia) la pretensión de que su ciudad es la primera de Francia, el pequeño París y han aspirado a ser tenidos por spritsforts, libres pensadores y espadachines; y con respecto a esta última cualidad, tiene una justa reputación y un riquísimo legendario la escuela de armas de Burdeos; pero las bordelesas son, por lo general, devotas. El clero francés sabe que las dos palancas con que se mueve el mundo son las mujeres y el dinero, y por entonces, los confesores no absolvían a las confesadas cuyos maridos leían El Constitucional y los periódicos liberales, tronando siempre contra la inmoralidad del teatro. Donde no van las mujeres, no vamos los hombres; no iban las bordelesas al teatro, con que a pesar dela subvención de que goza siempre el grande de Burdeos, sus empresas se arruinaban a mitad de temporada todos los años.

Además, el gran teatro de aquella ciudad tiene lo que los franceses llaman gignon y nosotros mala sombra. Allí se rompió por entonces una pierna Mademoiselle Angelin, una bailarina rubia de diez y siete años, que era ya una estrella luminosa en el cielo del arte de Terpsícore. Allí tuvo Borelly que matar a puñaladas, en presencia del público, a su tigre real de Bengala, porque éste tenía entre sus dientes la pantorrilla izquierda del domador, quien al levantarse lanzando un caño de sangre de una arteria rota, tuvo tiempo, antes de perder el sentido, de decir a los espectadores a modo de satisfacción. «Señores, ya había gustado mi sangre, y o él o yo.»

Esto en el teatro. En los templos, las fiestas son tan suntuosas como concurridas: pero a los católicos españoles se nos hacen al principio muy difíciles de aceptar aquella forma mundana y teatral y aquellos accidentes mercantiles con que los actos sublimes de nuestra religión se verifican. Yo escribí mis primeras impresiones de Burdeos en una larga epístola a un condiscípulo mío, cura carlista, de la cual recuerdo las siguientes líneas, versos tan malos como verdades de a puño:

En Francia hay religión, y fe y conventos,
seminarios, colegios, catedrales,
y todos los cristianos elementos
de nuestra santa fe fundamentales:
pero todo está hecho a la francesa,
todo sujeto a reglas comerciales;
aquí todo se tasa, mide y pesa,
aquí todo se hace por empresa:
la gente para orar no se arrodilla
más que con una pierna en una silla;
no se atiende al altar ni al sacerdote;
las mujeres se plantan por delante
con mucho faralá, mucho volante,
abultado postizo y largo escote;
y los hombres detrás, misa durante,
se distraen en mirarlas el cogote;
y como nadie en equilibrio posa,
y es perpetuo el rumor y el desacato
y la desatención y el movimiento,
es el pensar en Dios difícil cosa,
mientras pasa una vieja con un plato
pidiendo en alta voz, sin miramiento,
los cuartos que la rinde cada silla
en que apoya un cristiano su rodilla.



Atraviesa después el presbiterio,
con balandrán, sobrepelliz y estola,
y sus pasos al púlpito dirige,
un pulcro capellán, de quien muy serio
un monago gentil lleva la cola.
Hace su adoración, su texto elige,
comenta el evangelio de aquel día,
y siempre encuentra medio en su homilía
de echar un par de pullas al gobierno,



que el infierno
está abierto ante el siglo refractario,
que Enrique quinto al fin subirá al trono,
que hay peregrinación a tal Santuario,
que se sale a tal hora y de tal parte,
que lleva cada pueblo su estandarte,
que el precio es un doblón por peregrino,
incluso todo gasto del camino
y además un bonito escapulario;
pero que en el doblón no entra el rosario,
porque éstos los fabrica por empresa,
de encina negra y de eucaliptus blanco,
una judía asociación inglesa
que los da a todos precios, desde un franco

Todo lo cual se anuncia aquí en la iglesia,
como puede anunciarse un electuario
o sus botes azules de magnesia,
míster Bollon, en Londres boticario.
Ilustrados ya, pues, sus feligreses
de lo que en sus negocios les importa
y a sus espirituales intereses,
con un responso en homilía corta
el cura; y ya pro domo, a lo que creo,
da, volviendo a apretar el quibis quobis,
la vieja con su plato otro paseo.
Larga el buen cura un benedico vobis,
hace la cruz, se cala el solideo,
y respondiendo el pueblo: ora pro nobis,
se acaba la función y Laus Deo…



conque, como ver puedes por la muestra,
la religión de Francia no es la nuestra.
Dios es el mismo, porque Dios es uno;
mas de adorarle el modo,
ligero asaz, y asaz inoportuno,
es en Francia francés, como lo es todo;
y a un español asombran, si no irritan,
la irreverencia con que a Dios se trata,
y el ver cómo sus preces se recitan
sobre un pie y sobre un codo,
como banda de grullas que dormitan
en el invierno al sol sobre una pata;
pasando en cuenta que se queda ayuno
de lo que en Francia se le dice a Cristo,
con una fe de bolsa que no acata
al Señor más que a medias, por lo visto,
y en un latín francés que cual ninguno
la habla gentil de Cicerón maltrata:
todo siempre fué aquí, como hoy en día,
doublé, contrefaçon, bisutería.



Nunca así a Dios se adorará en Castilla;
nuestra fe es más profunda y más sencilla.

Tal fué mi primera impresión hace treinta y cuatro años: poeta creyente, hallé de menos mucho fondo y de sobra mucha forma en la manifestación religiosa del catolicismo francés en Burdeos, arzobispado primado de la nación vecina: después he pasado en Burdeos largas temporadas, y es la ciudad en donde más tranquilo y más a gusto he vivido. Me acostumbré a leer a la puerta de la catedral el anuncio de la función, el nombre del orador que debía de llevar la palabra en el púlpito, los del director y el organista que dirigían la parte instrumental, y los de las damas y los o las artistas que sostenían la parte de canto; el objeto piadoso a que la función se dedica bajo el patronato de tales o cuales damas, prelados o corporaciones, y el precio (generalmente de los francos) por la cual se puede adquirir el derecho a ocupar una de las sillas, numeradas o no, que llenan el templo. ¿Y por qué no?

A nosotros nos choca esta asimilación de las basílicas a los teatros; pero es, al mío, un mal modo de ver las cosas: en Francia usa cada cual libremente del derecho de anuncios y propaganda; y puede que en los templos y fiestas religiosas francesas haya menos fe, menos devoción y menos fervor, pero hay más orden que en las nuestras: nosotros entramos y salimos de las iglesias a codazos, empujones y puñetazos; nos colocamos donde podemos, pisamos a las mujeres que se arrodillan y se sientan en el suelo, etc.; los franceses entran por una puerta y salen por otra, y ocupan tranquilamente los puestos que les corresponden, bajo la dirección de bedeles y pertigueros; que a nosotros nos parecen ridículos, pero cuyos oficios y trajes están encarnados en sus costumbres.

Los franceses han comprendido que la sociedad moderna es un hermoso lago cuyo fondo es cieno, y tienen cuidado de no revolver jamás el agua, poblando su superficie de blancos y ligeros cisnes entre los cuales bogan sin remo miles de botecitos sin quilla, que hacen temblar y rielar el líquido, pero que no levantan oleaje: siembran y plantan las orillas de jardines y de bosques, y van a sentarse a contemplar el espectáculo social a la sombra de los árboles y entre el perfume de las macetas.

Nosotros tenemos la maldita manía de revolver el agua y de arrancar hasta la yerba alrededor del lago, y nos tenemos que estar al sol y al aire, siempre sedientos, contemplando el agua cálida y turbia que hacemos dificilísima de beber.

He aquí mis impresiones de ayer y hoy en Burdeos. Esta ciudad, cuyo casco componen miles edificios tan macizos y suntuosos y calles más anchas y regulares que las de Roma antigua; atestada de recuerdos y monumentos históricos, aireada por anchos paseos y frescos jardines, regada por dos soberbios ríos, el Garona y la Dordoña, salpicada de Colegios, Museos, Academias, Bibliotecas e Institutos, conteniendo ventidós clubs y círculos para todas las clases sociales, diez teatros y salas de recreo, un hipódromo, nueve periódicos diarios y once logias masónicas; mitad católica, militante y revolucionaria librepensadora, la tengo yo comparada a una rica, nobilísima y aristocrática viuda legitimista que sonríe a la república, papista que no llora el perdido poder temporal de los Papas, que se ha retirado a vivir y a morir tranquila en sus opulentas posesiones, a cuidar de sus incomparables viñedos y a gozar de sus rentas sin miseria y sin despilfarro, sin ruinosos vicios y sin pretenciosas virtudes, sin orgullo de la majestad de su noble raza, pero con la conciencia de la dignidad de su ilustración y de su bien heredada opulencia.

He aquí mi juicio sobre Burdeos, donde empecé mi poema, y de donde salí para París a estudiar mucho que no sabía, y a adquirir algo que me hacía falta para llevar a cabo mi incompleta Granada.



Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

I - II - III - IV - V

Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

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