Recuerdos del tiempo viejo: 13
XIII
editarEL PUÑAL DEL GODO - II
Durante las fiestas de Navidad ocupóse Carlos Latorre del estudio de aquel repentino aborto de mi irreflexivo ingenio, que había yo escrito y leído en veinticuatro horas y bautizado con el título de El puñal del godo: y durante aquellos quince días, había yo tenido para reflexionar sobre lo que había hecho.
Debo yo a Dios una cualidad por la cual le estoy profundamente agradecido, pero por la cual es probable que no sea nunca respetado en mi patria: la de no dejarme alucinar por los aplausos, y no creer por ellos que mis obras son el non plus ultra de la perfección: como yo sé mejor que nadie cómo y por qué las he escrito, no tengo vanidad en ellas; y no solamente veo sus grandes defectos, sino que tampoco me ofende su crítica, por más que muchas veces me las haya acerba, personal y agresivamente flagelado.
Desde que el 17 por la noche leí en el teatro de la Cruz lo que en aquel día y la noche anterior había escrito, había yo comprendido que aquel Puñal del godo, forjado en el breve tiempo y del modo que llevo dicho, escribiéndolo antes de pensarlo, creándolo y dándole forma según escribiéndolo iba, y fiándome al escribirlo en que era Carlos quien lo debía de representar en cuatro días, adolecía de gravísimos defectos, que hacían dificilísima su representación. Yo había escrito sin juicio, sin corrección y sin poder pararme a leer lo que escribía, por miedo de perder los minutos que para concluir a tiempo mi trabajo podían faltarme; por consiguiente, mis personajes no decían en las cuatro primeras escenas lo que debían para hacer comprender la acción a los espectadores, sino lo que yo me iba diciendo a mí mismo para comprender mi pensamiento, que no se trababa y desarrollaba en mi imaginación, sino ya en el papel por los puntos de mi pluma; la cual no podía volverse a borrar una redondilla, sin perder sus cuatro versos y los cuatro minutos empleados en escribirlos, no en pensarlos, porque para pensar no tenía ni se me había concedido tiempo. Así, en la escena IV endecasílaba, parece que Theudia y D. Rodrigo se quieren desquitar de lo que no han hablado desde la desastrosa jornada del Guadalete. Fiado yo en Carlos Latorre, que contaba de una manera cuyos pormenores concienzudamente estudiados en voz, posiciones, acción y fisonomía, avasallaban la atención del auditorio constante y crecientemente, puse en boca de D. Rodrigo aquella fantástica historia del monje; figurándome, conforme la iba escribiendo, cómo me la iba a poner en acción aquel amigo gigante, que en sus brazos me levantó, y a quien debo la poca reputación que como autor dramático he obtenido.
Y en verdad que, con sinceridad revelándoselo hoy al público después de treinta y ocho años, hasta que hice decir a la visión del bosque, en la narración de D. Rodrigo, que
él, a quien deshonró tu incontinencia,
vendrá de crimen y vergüenza lleno
con tu mismo puñal a hender tu seno,
maldito si sabía yo aún en lo que había de parar todo aquello, que no era todavía más que la exposición. Hasta que brotó del diálogo aquel bienaventurado puñal, mi mal pergeñado trabajo no tenía ni acción, ni final, ni título: desde allí el drama lo es, y caminé desde allí resueltamente a la escena VI, que es lo único que en él tiene un valor real y un interés verdadero.
Cuando nos reunimos por primera vez en el gabinete octógono de su casa de la plaza de Santa Ana, Carlos y yo, para tratar del reparto y ensayo de mi drameja, me dijo Carlos: «La espontaneidad con que ha escrito usted esto, la exuberancia de versificación en sus escenas acumulada, hacen difícil su representación. Yo no quiero que corrija usted ni suprima una sola palabra; quitaría usted a su obra su originalidad; quiero hacerla tal como está; pero quiero que mis actores, conmigo, aseguren el éxito de su estreno con el mismo lujo de pormenores de que usted la ha colmado, y con tanto exceso de estudio para representarla cuanto a usted le ha faltado para escribirla. Escúcheme usted, y vamos a ver si yo he comprendido bien su pensamiento.»
Latorre y yo teníamos siempre esta conferencia preliminar, en la cual exponíamos mutuamente nuestra manera de ver la acción de la obra que íbamos a poner en escena: yo le decía cómo la había yo concebido, y él me decía cómo pensaba desarrollarla. Siguió, pues, Carlos diciéndome: «D. Rodrigo es en El puñal del godo un rey acosado por dos grandes pasiones: la superstición del godo de su edad tosca, y la profunda melancolía que en su corazón ha engendrado el vencimiento. La concentración en sí mismo y la distracción perpetua en que sus pensamientos le tienen absorbido, son las señales externas del carácter de esta figura. ¿No es eso?
—Exactamente.
—El conde D. Julián es un mal hombre: por más que la ofensa que ha recibido le da derechos para mucho, él va tras de una venganza insaciable, en la cual no ha dudado envolver a toda la nación de su ofensor. La aspereza violenta, la ira traidora de la hiena, y la marcha oblicua del lobo, son los caracteres exteriores de esta figura, que se mueve en el cuadro inquieta, torva y siniestra, como amenaza viviente. ¿No es así?
—Exactamente.
—Theudia es… su Sancho Montero y su Blas de usted en Sancho García y El Zapatero y el Rey: a Lumbreras le viene como pintado el papel de Theudia, y daremos el del conde a Pizarroso.
Y se envió a estos actores su respectivo papel.
Lumbreras era entonces un mozo de buena estatura, de franca fisonomía, de varoniles maneras, bien proporcionado de piernas y brazos, y de fresca y bien timbrada voz; pero era algo tartamudo, aunque no se apercibía en escena este defecto, que vencía el estudio y el cuidado. Lumbreras tenía el germen de un buen actor serio; había estrenado con justo aplauso el papel del moro Hissem en Sancho García; y en la escuela y compañía de Latorre le secundaba dignamente bajo su dirección.
Pizarroso era un actor de angulosas formas, de voz áspera y garrasposa, pero de buena estatura y fisonomía, de fácil comprensión, de buena voluntad para el estudio, muy cuidadoso en el vestir, y secuaz ciego y adorador idólatra de Carlos Latorre, entre cuyas manos era materia dúctil como actor útil y aceptable.
Con estos elementos y diez días de estudio, ensayamos otros diez El puñal del godo y levantamos el telón sobre el interior sombrío de una fantástica cabaña, pintada por Aranda para mi drama en miniatura, en una noche en que la política traía un poco inquietos los ánimos, y la atmósfera tan cerrada en nubes como aquella en incertidumbres; una noche, en suma, muy mala para dar nada nuevo a un público que no sabía lo que quería ni lo que recelaba, dispuesto a descargar su inquietud sobre el primero que se la excitara, anheloso por distraerse, pero inseguro de hallar quien le distrajera.
Ante este público se levantó el telón del teatro de la Cruz sobre la cabaña de mi monje Romano, quien empezó aquella larga plegaria, de la cual no había querido Carlos que suprimiera un verso. Nunca he tenido yo más miedo: tenía cariño a mi tan mal forjado Puñal, y temía que mi triunfo de veinticuatro horas se convirtiera en veinticuatro minutos en vergonzosa derrota. Presentóse Lumbreras, y se presentó bien: franco, sencillo y respetuoso con el monje, pidióle de cenar con mucha naturalidad, comió como sobrio que dijo ser, observó al ermitaño como hombre que está sobre sí pero con la tranquila serenidad de un valiente, y llevó, en fin, a cabo la escena, dándola la flexibilidad, el movimiento y el lujo de pormenores de que Carlos había previsto la necesidad. El público la oyó en el más desanimador silencio.
Salió al fin Carlos, cabizbajo, distraído, sombrío y brusco, llenando la escena del misterio del carácter del personaje que representaba, y a los primeros versos se captó la atención de los espectadores, y al sentarse empujando a Theudia y diciéndole: «Haceos, buen hombre, atrás…», yo respiré en mi palco, porque vi que todo el mundo quería ya ver lo que iba a pasar.
Carlos no tenía par para estas escenas: no dejó enfriar la atención un solo instante; y cuando, solo ya con Theudia, entró en los endecasílabos, se le escuchaba con religioso silencio, y sofocábanse por no toser los a quienes traía resfriados aquella húmeda frialdad del enero de 43.
Carlos reveló tanto miedo, tanta esperanza, tanta superstición, tal lucha interior de pasiones, oyendo las noticias de Theudia, que entró en la narración de su cuento tan vaga y tan fantásticamente, que al concluirle diciendo
«Dijo: y por entre la niebla arrebatado,
huyó el fantasma y me dejó aterrado»,
estalló un general aplauso: era que el público expresaba así el placer de que Carlos le hubiera dejado respirar: Lumbreras picó y despertó el amor propio y el valor del rey vencido con una intención tan bien marcada; Carlos olfateó y oyó el aura militar del campamento y el clarín que estremecía a los corceles, con una acción tan dramática y levantada, y con una amplitud de aliento tan vigorosa, que la sala estalló en aquel ¡bravo, Latorre! que era sólo para él, y que él solo sabía arrancar. La partida estaba ganada: y preparada de este modo la salida del conde D. Julián, rápido, perfectamente a tiempo y entre el fulgor de un relámpago, se presentó por el fondo Pizarroso, torvo, sombrío, hosco e insolente, envuelto en una parda y corta anguarina, con una larga y estrecha caperuza amarilla, que le cortaba la espalda de arriba a abajo. Fuése directamente a la lumbre, que estaba a la derecha, y picando con intachable precisión el diálogo de entrada, Carlos con su supersticiosa desconfianza, y Pizarroso con agresivo mal humor, llegó éste al rústico banquillo que junto a la lumbre estaba, y diciendo
D. JULIÁN. ¿Tiene algo que cenar?
D. RODRIGO. Nada.
D. JULIÁN. Pues basta;
la cuestión por mi parte ha dado fondo,
engánchase la borla de su capucha en un clavo del banquillo, vuélcase éste y da fondo Pizarroso, sentándose a plomo sobre el tablado.
Aquí hubiera acabado hoy el drama; pero he aquí el público y los actores de aquel tiempo viejo: el público ahogó en un ¡chist! general la natural hilaridad que iba a romper; Carlos, en lugar de decir: «desatento venís donde os alojan», dijo en voz muy clara y con un altanero desenfado: «desatentado entráis donde os alojan», y aprovechando Pizarroso aquel dudoso instante, incorporóse enderezando el banquillo, asentóle sobre sus pies con un furioso golpe, y sentóse tranquilamente, como si lo sucedido estuviera acotado en su papel. Carlos, en una posición de supremo desdén y de suprema dignidad, se quedó contemplándole de través y en silencio, hasta que el público rompió en un aplauso universal; y continuó la escena en una suprema lucha de los actores por la honra del autor. La conclusión fué tan rápida y precisamente ejecutado por el hachazo de Lumbreras, y aconterada por Carlos con la octava final con tal sentimiento y brío, que el aplauso final se prolongó muchos minutos. El puñal del godo obtuvo el éxito que se obligó a darle Carlos Latorre, si se nos concedía tiempo para ponerle en escena como él había concebido que debía ponerse.
Así se hacían y así se escuchaban las obras dramáticas desde 1832 a 1843.