Recuerdos del tiempo viejo: 86

Apéndices de Recuerdos del Tiempo Viejo
de José Zorrilla


Maximiliano me nombró director del Teatro Nacional de Méjico y del particular palacio. Quería levantar aquél desde sus cimientos e instalar éste en el primitivo salón del Congreso, que dentro del alcázar de los Virreyes existía. Para construir el primero me dió sus planos, dibujados por él mismo, y me habló de un presupuesto de una suma fabulosa de duros. Escuchéle tranquilamente exponerme sus planes, y dejéle darme sobre ellos sus instrucciones, comprendiendo si dificultad su intento de ponerme en situación de aprovechar el lucro que podía proporcionar semejante empresa al que de ella se encargara; pero me había juzgado mal, y no había contado con mi completa ineptitud para labrarme una fortuna con negocios de administración, ni recta ni torcida, y en cuatro palabras le convencí de la inconveniencia de gastar el dinero, que para sostenerse en el trono necesitaba a la oposición política, so pretexto de crítica artística y para dar pábulo a que la maledicencia supusiera que él me apadrinaba y yo me disponía a enriquecerme en la irresponsable administración de obra tan larga y tan costosa.

Quedó, pues, todo reducido a convertir en teatro un salón de Palacio, y dar en él de cuando en cuando algunas representaciones para solaz de la Emperatriz y de la corte, en cuyo teatro iría a trabajar la compañía de verso que vegetaba como podía en un teatro de la capital, cuya compañía, con título de Imperial, actuaría bajo mi dirección, con la gratificación que el Emperador quisiera darla, mientras se realizaba la instalación de un teatro Nacional, indefinidamente aplazada.

El jefe del Chambelanato, un alemán que ejercía las funciones de intendente general de Palacio, recibió la orden de mandar construir el tablado; encargué yo sus decoraciones a un escenógrafo, y el 4 de noviembre, para celebrar los días de la Emperatriz, y por elección de ésta, se representó en aquel improvisado teatro la primera parte de mi Don Juan Tenorio. En el Álbum de un loco, que publiqué en Madrid a mi vuelta en 1867, hay una nota que da pormenores de esta función al insertar en aquel libro los versos de que en ella hice lectura. Maximiliano y Carlota habían aprendido el castellano en algunas de mis obras, y elle se sabía mi Don Juan de memoria; y la doble ventaja de ser su autor y el encargado de distraerles de los afanes de su inseguro reinado, me dieron con ambos un favor y una confianza que no es fácil a muchos particulares adquirir con los soberanos. Maximiliano, que era un príncipe literato y artista, a quien placía deshacerse alguna vez de la enojosa etiqueta de su imperial dignidad en el retiro de su aposento y en las expansiones de su vida íntima, me nombró su lector, no para que leyera nada, sino para hablar con un hombre ajeno a la política de más halagüeños asuntos, y para saber por él lo que del país no quería ni debía preguntar a los en aquel país nacidos. Tuve yo muy en cuenta aquello de que los reyes son como los leones, con quienes es siempre arriesgado familiarizarse, y a la confianza que el Emperador me daba correspondí con la más constante y estudiada circunspección, aun en medio de la leal franqueza con que tenía que contestarle a sus más francas y extremadas preguntas, a las cuales era a veces dificilísimo dar adecuadas respuestas.

Esta jamás descuidada circunspección mía para no resbalar jamás en la desnivelada pendiente de condición igual, le hizo tal vez formar de mí no mala opinión y acordarme una confianza, cuyas demostraciones exteriores y públicas la hicieron parecer mayor a los ojos recelosos de los que, con más interesadas miras que yo, asistían a su corte o solicitaban su favor. Yo nunca tuve el que creyó la gente vulgar que con él alcancé; pero habiéndome dicho un día que le habían hablado no muy bien de mí, y habiéndome propuesto si quería confesarme con él, díjele que sí; y tales preguntas me hizo y tales respuestas le di, que ni le quedó nada por saber ni a mí que revelarle. Rióse mucho y asombróse no poco de lo por mí confesado; y como no ignoró desde aquel día nada de lo que de mí saber quiso, no hubo desde aquel día austríaco ni mejicano que de mí le hablase, a quien él no respondiera que él sabía de mí más que nadie, y que nadie debe hablar mal de lo que no sabe bien.

La casualidad le reveló algunas atenciones mías, que, aunque pequeñísimas, le dieron idea de la sinceridad de mi carácter; vaya una sin consecuencias: tenía yo en mi teatro una muchacha que con su sueldo mantenía a su madre viuda y a dos hermanas. Murió la madre; hízola la compañía decoroso entierro y cristianos funerales. Pedí yo, y pagué, los gastos hechos en ellos por la compañía, como director del Teatro Nacional; di a cada una de las muchachas treinta duros para los lutos, señalándolas otros treinta mensuales, para que no por falta de pan las faltara el decoro, guardador de la honra: todo lo cual hice yo con ellas en nombre del Emperador y como por él autorizado. Las muchachas, agradecidas, y siendo extremadas en mujeriles labores, bordaron primorosamente un pañuelo y fueron a ofrecérsele a Maximiliano, dándole con lágrimas gracias por lo que por ellas había hecho. No comprendió Maximiliano bien aquellos extremos de gratitud; pero oyendo mi nombre mezclado en sus sollozos, despidiólas cariñosamente y llamóme para preguntarme qué era lo que aquellas muchachas le tenían que agradecer. Díjele yo lo por mí hecho con ellas en su nombre, y volviéndome él a preguntar si había cobrado yo del Tesoro aquellos duros, y volviéndole yo a responder que para algo había deservir el sueldo del director de un teatro imaginario, se echó a reir y me volvió la espalda, diciendo:

—Estas cosas no las hacen más que los poetas.

Y volviéndose, al pasar la puerta de su despacho interior, para saludarme y despedirme con un movimiento de cabeza, volvíme yo a mi casa sin volver a pensar en lo sucedido.

El primer del mes siguiente recibí un billete del intendente de Palacio, que decía:

«De orden de S. M. remito a usted cien duros, asignación mensual que recibirá usted por su caja particular.»

Todavía no había hecho uso del derecho, por mí demandado, de ser recibido por Maximiliano inmediatamente que pasara mi tarjeta; demanda que él no había comprendido, y que yo le había dicho que comprendería la primera vez que se le pasara. Un día se la hice pasar por el secretario del gabinete civil; recibióme al momento, y le anuncié que me constaba que habría riesgo para él si volvía a las cuatro al palacio de Chapultepec, como acostumbraba, por el camino de abajo del acueducto, sin hacer explorar y guardar el de arriba.

—¿Qué riesgo ha de correr —me respondió sonriendo— quien no ha hecho aquí más que bien?

—En ese caso —repuse yo— suplico a V. M. que me permita acompañarle a Chapultepec, para darle cuenta por el camino de los asuntos de mi dirección.

—Y me acompañará también usted a la mesa, dijo, y me despidió, añadiendo: —La amistad a Maximiliano le hace a usted soñar con riesgos para el Emperador.

Hablé con el secretario del gabinete civil, hombre lealmente adicto a Maximiliano; escribió éste cuatro palabras, que yo le dicté, a la persona de quien le di el nombre, mandó aquel billete a su destino con persona de confianza, y a las cuatro, al salir Maximiliano para Chapultepec, me encontré a caballo en la garita (como allí se llaman a las puertas de la ciudad).

Maximiliano habitaba en el estío el palacio de campo de Chapultepec, y venía todos los días al de la capital al despacho de los negocios, yendo y viniendo siempre solo, con su secretario particular, en un coupé sin escolta y sin picador. Aquella tarde me llevaba a mí al estribo y se iba chanceando sobre le desempeño del papel de caballerizo mayor por el poeta desheredado, autor del Don Juan. Aquel camino, tan solitario como pintoresco, tiene a la izquierda un campo siempre verde y bien cultivado, que remata en el calado acueducto del agua fina de Tacubaya; y a la derecha, una honda acequia le separa no más de un sólido cimiento de musgosos sillares, sobre el cual se afirma el acueducto del agua gorda.

A la otra parte de la arquería, y a la altura de las seis varas del muro sustentador, corre tendida una calzada abierta entre el acueducto y el campo de extensos maizales y de páramos sin término, cuajados de brezos y de chaparros. La calzada baja, resguardada del sol poniente por el acueducto, sombreada por hojosa y sonante arboleda, refrescado su ambiente por los derrames que escupe el agua por las ya agrietadas piedras del viejo acueducto, y por la de la acequia, enramada da algas y berros silvestres, es en verano un delicioso paseo, pero frecuentado apenas por algún jinete misántropo o alguna pareja de indios que va o vuelve al mercado por las mañanas y a sus chozas al mediodía.

Un enemigo cobarde o un asalariado traidor, apostado y oculto bajo un arco del camino de arriba, tendría la seguridad de acabar impunemente con la víctima que, descuidada, viniera por la calzada de abajo, seguro además de escapar por la chaparrosa y abierta llanura alta. Y por aquel camino íbamos en alegre conversación Maximiliano en su coupé, y yo a caballo a su portezuela; y así llegamos, a paso tranquilo y cómodo, por bajo los corpulento sabinos de su acotado parque, al empinado castillo azteca de Chapultepec. Allí comimos en una galería, desde la cual veíamos comiendo el indescriptible panorama del valle de Anáhuac, en cuyo centro la capital parece una ciudad de marfil de un abanico chino, destacándose sobre el fondo azul de la laguna de Tezcoco.

Quien no ha visto a Méjico desde Chapultepec, no ha visto la tierra desde un balcón del Paraíso: Maximiliano se extasiaba contemplando aquel fragante y gigantesco canastillo de flores, puesto al pie de los nevados picos de la Sierra Madre, que le devuelve por el aroma fresco de sus jardines de Iztapalapa, el cedríneo perfume de sus alerces cimbradores y de sus retorcidos enebros. Allí, en aquella galería, exclamó una tarde el infeliz príncipe austríaco, respirando a pleno pulmón aquel aire salubre, y dilatando sus pupilas azules a aquella luz tibia y trasparente: «Así deseo yo que me dé Dios luz y aire, para morir bendiciéndole.» ¡Y Dios le oyó!

Aquella tarde en que yo le acompañaba, comenzaba ya a confundir su luz con la neblina parda del crepúsculo; teníamos ya vacías las tazas del café y fumaba Maximiliano, no comprendiendo que yo le despreciara sus elegidos vegueros, y entreteníale yo con el relato de cuentos y pormenores de costumbres del país, sin darnos ni él ni yo cuenta ni de quiénes éramos ni de cómo el tiempo se nos pasaba, cuando nos interrumpió la señal de su telégrafo particular, que la hizo de atención. A los pocos minutos, el empleado que de él cuidaba se presentó con un telegrama descifrado, en el cual anunciaba el gobernador que «habiendo tenido aviso de que gente sospechosa y armada había sido vista en la calzada alta, próxima la hora del paso de S. M. por la baja, la policía había sorprendido a dos individuos cuya procedencia e intentos se averiguaban, habiéndose salvado por el páramo algunos jinetes mejor montados que les acompañaban.»

Leyó Maximiliano el telegrama y pedíle yo permiso de retirarme. Apretóme las manos entre las suyas, como si hubiera sido un condiscípulo mío de Universidad; y seguro de que yo no había de decir más de lo que por la mañana le había dicho, me acompañó hasta la escalera, dando orden de que me se escoltara hasta la ciudad.



Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

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