Recuerdos del tiempo viejo: 55
IX
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X
editarPor un camino que costeaba una loma rica de vegetación, que parecía cubierta con un mullido tapiz de hojas de todas las formas y de todos los verdes imaginables, desde la fina, estrecha, lustrosa y flexible del más menudo césped, hasta la más ancha, velluda y aterciopelada de la begonia más voluminosa, y desde el verde casi amarillo de la hoja del limonero hasta el verde casi negro del más umbroso moral, entramos en el valle pintoresco y llegamos al caserío desigual de la población que lleva el poético nombre de San Juan de los Lagos.
Multitud de carruajes, desde la pesada carreta arrastrada por bueyes y el gigantesco furgón tirado por enormes caballos de los Estados Unido, hasta la ligerísima carretela de mi hospedador de Los Llanos, en la cual nos llevaban cuatro poneys colines y descrinados: multitud de acémilas y bestias de carga, conducidas por indios de todas las comarcas de la República; multitud de jinetes de ambos sexos, con los vistosos, ricos y abigarrados trajes de todos sus Estados, desde el jarocho de Veracruz y la china poblana, hasta el lujoso lazador moreliano y la jacarandosa tapatía; una nube de mercaderes y buhoneros, desde el miserable vendedor ambulante de baratijas, deshecho de quiebras, hasta el rico fabricante de rebozos de a quinientos duros y de zarapes de a mil, colocados en cajas de cedro, y que pueden doblarse y meterse en el bolsillo de la chaqueta de montar, porque sus finísimo tejido compite casi con los de Persia; multitud de ganado de toda clase, conducido a través de los campos por jinetes y picadores, que se distinguían apenas entre las nubes de polvo que por ambos lados de la multitud de viajeros levantaban; el carro-caja de los jugadores propietarios de la banca, escoltado por jinetes tan bien armados como de resuelto continente, y tras aquél y éstos un general de la República a la cabeza de dos mil soldados, para mantener en orden y hacer respetar la propiedad a la multitud de vagos, ladrones y hembras de toda casta y condición que tras ellos venían y por todos los caminos se aproximaban: todo esto llegaba, entraba y se aposentaba o acampaba en San Juan de los Lagos, cuya feria iba a empezar el día siguiente.
El acampar no era difícil para quien llevaba tienda o la levantaba para exponer su mercancía con palos hincados en la tierra, y mantas, colchas, zarapes o lienzos clavados o amarrados en los palos; ni era tampoco arco de iglesia para los que con estacas, ramas, brezos y juncos se construían en una hora una choza o una barraca; lo difícil era alojarse, no tanto por la escasez de aposentos para tanta gente, cuanto por lo fabuloso de los precios de hospedaje y manutención. Un aposento… un tabuco para una o dos personas, veinte pesos diarios; una sala para cuatro, cincuenta; una alcoba o gabinete, de sesenta a ciento; un tablado de cama, diez; en colchones dormía quien los llevaba; una botella de cerveza, dos duros; de Burdeos o de Champagne, ocho; todo esto los cuatro primeros días; porque, según corrían los de la feria, iban subiendo las tarifas: Cuando yo me hube hecho cargo de ellas, dejé de burlarme de mi huésped, que había hecho seguirnos un carro de la hacienda cargado con municiones de boca, colchones, y había escrito con un mes de anticipación a un su amigo vecino de San Juan, y enviádole dos días delante de nosotros un mayordomo, para que ambos nos aseguraran un techo bajo el cual dormir y resguardarnos del sol durante nuestra permanencia en el lugar de la feria.
El lugar consistía en una larguísima y ancha calle, formada por dos hileras de blancas y desiguales casas, tras de las cuales se apiñaban otras, entre cuyas bajas paredes se abrían estrechas e irregulares callejuelas. Una gran plaza en el centro y una grande iglesia a un extremo, ante otra plaza; y ante la iglesia un atrio con cerca, donde al fundarse aquélla estuvo el cementerio.
Por ambos lados de aquella gran calle se instalaron una infinidad de tiendas, barracas y tinglados, en cuyo interior no me atrevía cerciorarme de lo que había ni a enterarme de lo que pasaba; pero como aquel caserío de lienzo, apoyado en el de fábrica de la población, era casi trasparente, sobre todo por la noche, dudé por lo apercibido de la veracidad de la narración bíblica de la historia de las cinco ciudades de Pentápolis: a no que Dios, cansado ya de mirar a la tierra u ocupado en el arreglo de nuevos y mejores mundos, no vuelva ya los ojos al nuestro, y no haya visto la feria de aquel San Juan.
Las transacciones se hacen en ésta con una casi incomprensible buena fe: un ganadero de Tabasco, v. gr., vende a un propietario de Querétaro o de Zinapécuaro una partida de mulas, unos centenares de bueyes o unos miles de ovejas, diciéndole su edad y cualidades; el comprador y el vendedor se dan sus señas y dirección, y convienen en una fecha y en una cantidad, y a su tiempo ambos recogen la palabra dada, remitiéndose uno a otro los miles de duros y los miles de reses objeto del contrato.
La alegría es universal, y corre allí parejas con la confianza y buena fe comerciales; todo el mundo se divierte cuanto puede; nadie escatima sus gastos, y pocos dejan de apuntar un puñado de onzas ne la banca, a la cual ni está mal mirado que nadie se siente, ni nadie extraña que nadie se arruine o se enriquezca. En Méjico, no sólo no está prohibido el juego, sino que está autorizado; los banqueros pagan una fuerte contribución, e instalan su banca en horas fijas y en una casa cuyas puertas y ventanas están siempre abiertas, y en la cual no entran la policía si no se la llama, cosa que rara vez sucede.
El juego es una costumbre establecida, una diversión nacional; y una trampa o una estafa en el juego, está considerada como imperdonable delito e imborrable deshonra. Casi nadie lleva dinero al juego: los banqueros tienen dos cajas: una con el capital de la banca, y otra con el que prestan a los jugadores, por poco conocidos que sean, o con sólo que exhiban su nombre y domicilio; quien no paga su préstamo a la banca, pierde su crédito con ella, y no vuelve a tenerlo ni en el comercio ni en parte alguna. Se entiende en Méjico que el juego es un vicio de nobles y un placer de caballeros; y se gana y se pierde el dinero sin pestañear ni palidecer, y es raro que ningún mejicano se pegue un tiro por haber perdido, ni meta ruido por haber ganado; tan raro como que la autoridad tenga que intervenir en lance indecoroso acontecido alrededor del tapete verde: los banqueros bastan para mantener allí el orden más perfecto, juzgan y deciden los lances dudosos, y expulsan sin tumulto, y apoyados por todos, a quien falta al decoro o a la honradez. Cargan la bien apuntada mesa con doscientos, quinientos, ochocientos mil duros en pilas de onzas, sin temor a repentino ni violento golpe de mano; y aun no creo que ha ocurrido que una partida de bandoleros, ni una columna de pronunciados haya caído sobre una banca. No hay en las de Méjico ninguna de esas jugadas de dobles, iguales, entreses, elíjanes, etc., en que el banquero tiene mucho tiempo las cartas, como un jugador de manos, entre las suyas: tira una carta arriba y otra abajo, pasa la baraja a quien la pide, espera y paga.
Tal vez a alguno de mis lectores se le ocurra que estoy aquí haciendo la apología del juego, o que he sido jugador en América: nada más lejos de mi propósito, ni más ajeno de mis costumbres y de mis principios. El juego es un vicio perjudicialísimo a la familia y a la sociedad; esas bancas clandestinas nuestras, en que el banquero exhibe seis, ocho, veinte mil reales, que defiende con mil suertes tan susceptibles de trampas y escamoteos, son antesalas del presidio, y los que a ellos acuden se ponen de él en camino; una banca de millones es una especulación que no necesita cometer infamias ni villanías para sostenerse: y si el juego es vicio inextinguible, tengo para mí que valiera más regularizarle, como la inextinguible prostitución; condenar, perseguir, exterminar e infamar el monte clandestino y sin capital, calificándolo de robo, y tolerar la banca millonaria y pública, que paga gruesa contribución al Estado; puesto que se autoriza la lotería, que no es más que una banca y un juego público de millones.
Relato, no juzgo, ni filosofo, ni moralizo; así se jugaba en Méjico por los años de 57 y 58, y no hago más que consignarlo en mis recuerdos de la feria de San Juan de los Lagos.
He dicho que había una iglesia, y era necesario e imprescindible que la hubiera, puesto que todas nuestras fiestas tienen por abogado o por pretexto a un santo cuya fiesta o aniversario se solemniza. La de San Juan tenía (como tienen la mayor parte de las de Méjico) una ventana con reja que da a la sacristía o a los aposentos del párroco, a un lado u otro de la puerta principal; por esta reja se pide al sacristán el toque a fuego, al señor cura la confesión y los Sacramentos, etc. Alojábame yo cerca de la iglesia, y entreteníame por las mañanas en ver desde mi balcón entrar y salir la gente a misa y noté que todos los fieles que a oírla acudían pasaban primero por delante de la ventana con reja y decían algo al sacristán, que por la parte inferior asomaba medio cuerpo. Al tercer día fuí yo a misa y vi que todos los que en la iglesia estaban ya congregados, tenían en la mano una vela, que encendieron al comenzar el Evangelio y apagaron al consumir el celebrante: yo solo no tenía vela, y noté que por ello era de todos notado. Pedile a mi propietario de lo Llanos la explicación de esto, y me dijo sonriendo:
–Si me hubieras dicho que ibas a misa, te hubiera prevenido de esa costumbre, que es de la que la fábrica parroquial saca la mayor parte de sus rentas. Todos los fieles que vienen aquí tienen a vanidad tomar vela para entrar en la iglesia, porque el precio de la vela es la limosna para el presbítero que la rige. El primer día, cuando las velas están sin encender, cuestan dos reales, y las toman los devotos pobres, porque, según se van gastando, van costando más caras; y la gente de valer hace gala de no ir a la iglesia más que en los últimos días, cuando ya se han reducido a cabos, y hay cabo que cuesta una onza, y hay quien da por devoción o por vanidad un puñado de ellas.
—Pues, señor —dije yo para mis adentros—, dice el refrán que siempre está el diablo tras de la puerta; pero aquí está tras de la ventana, porque esta vela encendida por orgullo a Dios, seguramente debe de hacer reír al diablo, en honor de quien la enciende la vanidad.
Y calculando en más de veinte mil los forasteros que a la feria habíamos acudido, no resultaba pequeña la renta de las velas, y sobre todo la de los cabos.